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Rosa Montero: El Corazón Del Tártaro

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Rosa Montero El Corazón Del Tártaro

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En el corredor de la muerte, Perry escribió un ensayo filosófico de cuarenta páginas titulado De Rebus Incognitis (De las cosas desconocidas), que terminaba con la frase antes citada. Perry era casi un enanito, porque un terrible accidente de moto había acortado brutalmente sus piernas. He aquí una bonita historia tártara, como diría la asistente social de la cárcel de Zarza; uno de esos relatos de carencia y dolor que tanto abundan en el indecible secreto de las vidas. Perry era hijo de una india cherokee y un irlandés. Sus padres domaban potros en los rodeos y formaban una pareja artística llamada Tex y Fío. Ella era una borracha y se acostaba con todos, así es que el padre se largó y se hizo trampero en la remota Alaska. Fío siguió bebiendo con ansia criminal y un día consiguió ahogarse en su propio vómito (como la madre de Zarza, ahogada en la rosada espuma de los barbitúricos). Dejó en la calle a cuatro niños pequeños, que fueron repartidos por distintos orfanatos. Cuando maniató y amordazó a Herb Clutter, Perry temió que el granjero se sintiera incómodo tumbado en el frío suelo del sótano; de modo que trajo un colchón y colocó compasiva y amablemente al hombre sobre él. Luego le rajó la garganta con un cuchillo.

¿Hasta qué punto puede uno ampararse en la desgracia para dejarse ir, para no aspirar a otro paisaje que el de la propia brutalidad y el propio dolor, para vivir enterrado en la informe madera y carecer de cualquier conciencia de los límites? O bien, ¿hasta qué punto es posible escapar del propio destino, de una vida tan cerrada y mutiladora como los dientes de acero de una trampa para osos? Los hijos de los borrachos se alcoholizan, los hijos de los dementes enloquecen, los niños apaleados apalean.

O tal vez no.

Nicolás había sido un niño especial, un chico único. Siempre sacaba unas notas fabulosas en el colegio, aunque apenas se molestaba en estudiar. Lo leía todo, lo conocía todo, lo recordaba todo. No tenía amigos: reinaba con lejana displicencia entre sus compañeros. Zarza era la única persona que conocía sus sueños de grandeza, porque Nicolás ardía de frenética ambición de conseguirlo todo. Quería ser un inmenso escritor, y un filósofo revolucionario, y un historiador definitivo. Más que nada, quería simplemente ser el mejor, fulgurante proyecto que su padre se encargaba de reventar con un apretado programa de humillaciones. Pero Nicolás siempre volvía a levantar cabeza, encocorado y rabioso como un gallito.

Hasta que llegó la Reina. Puede que Nicolás se acercara a ella como un acto de rebeldía contra su padre, aunque para entonces el señor Zarzamala ya hubiera desaparecido para siempre, en su segunda vida de fugitivo; pero los padres son como la viruela, sus cicatrices permanecen mucho tiempo después de que la enfermedad se haya ido. Lo más seguro, sin embargo, es que Nicolás se arrojara en brazos de la Blanca para medirse una vez más a si mismo. Para demostrar su propio poder.

«-Eso que dicen de la adicción es una tontería. Cuentos de tipos débiles. Es como el alcohol. Bebemos lo que nos da la gana y no pasa nada, ¿no?»

Bebían lo que les daba la gana y vomitaban de cuando en cuando. También vomitaron con la Blanca, pero fue distinto. Todo era distinto en el helado reino de la Reina.

«-Tú hazme caso a mí decía Nicolás.»

Y Zarza se lo hacía, porque siempre estuvo sometida a su poder.

Caminaba Zarza por las calles pensando en todo esto ya su alrededor la ciudad despertaba, laboriosa. Restallaban los cierres metálicos de los bares al levantarse, el tráfico empezaba a arremolinarse en los semáforos, unos operarios aupados a una escalera grúa desmontaban las marchitas bombillas navideñas y el mundo entero parecía prepararse para una nueva representación de la agitada vida. Ella, en cambio, tal vez se estuviera dirigiendo hacia su muerte. Tenía miedo, pero al mismo tiempo sentía una extraña resolución, el alivio de lo definitivo. Ocurriera lo que ocurriese, Zarza se creía preparada para aceptarlo.

Cuando llegó a Rosas 29 eran las 7:45 de la mañana. Peleó con la cancela herrumbrosa, se escurrió por el estrecho quicio y volvió a entrar en el jardín dilapidado, en ese pobre edén derrotado y caduco. ¿De verdad pensaba Zarza que Nicolás podía matarla? Ciertamente le sabía capaz de la mayor violencia: de pequeño le habían expulsado del colegio porque clavó un lápiz en el estómago de un compañero. Siempre fue un chico extraño y a veces le cruzaba por los ojos un relumbre de fuego, una furia demente (los hijos de los locos enloquecen).

Tampoco a Nico le gustaba que le tocaran: era casi tan arisco como Miguel. Sólo se dejaba acariciar por Zarza a la hora de la siesta, en los veranos, cuando se metían entre los matorrales, ocultos por la maraña de hojas y envueltos en las lentas y pegajosas hebras de las telarañas, mientras el aire olía a hierba seca y el zumbido de los moscardones agujereaba la tarde.

Ahora Zarza estaba delante de esos mismos matorrales, que eran muñones polvorientos y sin follaje, palitroques engarabitados, esqueletos de un jardín fallecido hace tiempo, y sentía que en su interior ella también arrastraba parecidos cadáveres, los resecos despojos de las muchas Zarzas que había habido.

Urbano tenía razón; también ella era una jorobada, una tullida. Una enana con las piernas quebradas como Perry. Ya lo decía Nicolás: no se podía volver a empezar. No se podía partir otra vez de cero, porque siempre llevabas tus ruindades y tus mutilaciones a la espalda. Si uno pudiera olvidar; si uno pudiera lavar la propia memoria, como se lavan las salpicaduras de sangre tras cometer un crimen. Pero los recuerdos te marcan como hierros candentes.

Abrió la puerta y penetró en la casa sombría, apenas iluminada por el resplandor de las farolas. Cerró la hoja tras de sí y se quedó escuchando el silencio unos instantes. No parecía haber nadie. Avanzó cautelosa hasta la sala y se acercó a verificar si su pistola seguía sobre la repisa de la chimenea, donde la había olvidado. Pero el arma no estaba. Zarza suspiró; le costaba respirar ese aire mohoso y saturado de vivencias antiguas. La casa, a su alrededor, parecía poseer una cualidad animal: era una criatura herida, tal vez una ballena erizada de arpones a punto de hundirse en un mar de tinieblas.

Con un esfuerzo de voluntad, Zarza se arrancó a sí misma de la sala y de su quietud de víctima propiciatoria. Salió al pasillo y se dirigió, tanteando la pared, hacia el despacho de su padre. La puerta de la habitación seguía entornada, como la última vez, cuando tuvo miedo de entrar y salió huyendo. Dentro se atisbaba una negrura casi física, una densa masa de oscuridad. Zarza sintió que el pánico volvía a trepar por su interior, como una araña que sube hacia la garganta. Aspiró profundamente varias veces, sacó la pequeña linterna que Urbano le había dado y empujó la puerta con la punta de los dedos. El haz de luz chocó en primer lugar contra el gran ventanal de hojas correderas, cegado por la persiana rota. Zarza dio un paso titubeante. Se detuvo. Intentó serenarse. Dio dos pasitos más. Ahora estaba dentro del despacho. Agarrotada por la tensión, empezó a girar sobre sí misma, alumbrando la habitación con el foco. Polvo arremolinado en los rincones, paredes deslucidas, una mancha de humedad y al fondo, cerrada como siempre, la pequeña puerta que comunicaba el despacho con el salón. El cuarto se encontraba por completo vacío; no sólo no estaba la caja de música, sino que ni siquiera había ninguna de esas briznas de mobiliario que se desperdigaban por el resto de la casa como los despojos de un naufragio: el somier oxidado del dormitorio de la tata, el espejo picado de la sala, la silla en la cocina. Nada, en el despacho no había nada. Apagó la linterna y regresó a la sala, aliviada y confusa.

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