Rosa Montero - El Corazón Del Tártaro
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Y así, pensó absurdamente que todo era un problema de habitaciones, de cuartos clausurados, de alcobas amenazadoras o secretas. La torre del martirio de Gwenell, esa habitación tapiada en la que la mujer aguantó viva durante décadas, envuelta en sus detritus y cegada por las tinieblas, golpeando locamente las paredes. La choza milagrosa de la bruja francesa, con la equívoca belleza de sus muros pintados. El cuarto tenebroso de la madre enferma, la cama de los llantos y la muerte. La celda de la cárcel en la que Zarza estuvo, y el escueto dormitorio de Miguel en la Residencia: lugares limitados por rejas y cerrojos. La puertecita mágica que Mirval no quería abrir, temiendo caer de bruces en el infierno. La puerta del despacho del padre de Zarza, entornada sobre una oscuridad maligna y definitiva. Un tumulto de moradas interiores, espacios dentro de espacios, cubos dentro de cubos, como el ingenioso artefacto de Rubik. Un caos monumental y trillonario.
Algo cortó en seco las divagaciones de Zarza, colocándola de nuevo en estado de alerta. Había escuchado un ruido: pasos en la noche. Un repique de pies sobre el pavimento. Un tintineo de hielo. Zarza oyó la presencia ajena antes de verla. Tensó dolorosamente su cuerpo entumecido, apretándose aún más contra el dintel. Aguantó la respiración y abrió bien los ojos: el paseante estaba a punto de entrar en su campo visual. Ahí venía, ahí llegaba. Un bulto movedizo, una sombra, una silueta. Un cuerpo que se detenía indeciso frente al portal, que miraba hacia arriba recortando el perfil contra la mortecina luz de la farola. Zarza soltó el aire, incapaz de creer lo que veía. Atónita, dio un par de pasos hacia adelante y perdió la ventaja de su escondite, absorta en la contemplación de esa presencia imposible. Del cuerpo más bien flaco, los pantalones estrechos, el manchado chaquetón de cuero vuelto. De la melena rizada de reflejos rojizos; y la nariz pequeña, y las mejillas blancas. En el corazón de una madrugada fría y delirante, Zarza se miraba a sí misma desde el otro lado de la calle. Porque esa mujer que ahora tanteaba torpemente la cerradura del portal era ella misma. Se parecía a Zarza, vestía como Zarza, medía lo que Zarza. Algo semejante a un grito de angustia empezó a formarse en el interior del pecho de Zarza, si es que Zarza seguía siendo Zarza, si es que no era otra persona o incluso otra cosa. Los hijos de los locos enloquecen. Temiendo deshacerse, se tocó la cara con las manos por ver si aún existía: palpó una carne helada pero sólida. En ese momento la otra Zarza se volvió y se quedó mirándola desde la acera de enfrente. Fue un instante de completa quietud, un momento ensimismado e hipnótico.
«-¿Tú eres Zarza? dijo al fin la otra con una vocecita fina y quebradiza, una voz diferente que rompió el embrujo.»
Zarza tragó saliva, incapaz de musitar una sola palabra. Asintió con la cabeza, recelosa. La mujer vaciló un segundo y luego las dos Zarzas echaron a caminar con lentitud la una hacia la otra. Se encontraron en mitad de la calzada y se contemplaron en silencio.
– Por eso me dijo que me pusiera este chaquetón -dijo al fin la otra.
– ¿Quién lo dijo?
– El. El hombre de la gabardina. Hizo que me soltara el pelo y me dio este chaquetón para que me lo pusiera.
Zarza escudriñó a la nueva Zarza. Las ojeras, la boca temblorosa. El cabello, de cerca, se advertía sucio y mal teñido. No era pelirroja natural. Era una súbdita de la Blanca y quizá también trabajase para la Torre. Zarza se estremeció: Nicolás le había mandado su retrato, el retrato de lo que ella fue y de lo que siempre podría volver a ser.
– ¿Qué más te dijo ese hombre?
– Que viniera a las cuatro. Que subiera al 5º C. Creí que estarías dentro. Y que te diera esto.
La otra Zarza metió la mano en su despellejado bolso y sacó una cajita de metal cuya tapa anunciaba pastillas mentoladas. Pero dentro no había caramelos, sino una jeringuilla y una papelina. Zarza rechinó los dientes, esos dientes que la Reina le quiso arrancar. Un dedo de hielo le recorrió la espalda. Ella no era nadie, ella no era nada; ella caminaba por el túnel hacia el infierno de siempre, hacia ese sordo dolor que le estaba esperando al otro lado. Estaba ya a punto de hundirse en el pánico cuando pensó en Miguel. Metió la mano en el bolsillo de su chaquetón:«sí, ahí seguía el cubo de Rubik que su hermano le había dado». Un pequeño objeto de plástico que ahora parecía tan poderoso como un talismán. Apretó el juguete dentro del puño y se dijo que, en realidad, su hermano ya la había salvado de la Blanca en la cárcel. La Reina reinaba en la prisión, pero ella había aprovechado sus años de condena para limpiarse; y lo hizo por Miguel, por el recuerdo de Miguel, por el horror de lo que le había hecho. Si entonces todo eso la protegió, ¿por qué no iba a servirle también ahora? Zarza respiró hondo, abrió la papelina y la sacudió con energía sobre la acera, regando la calle de polvos blancos.
– ¡Qué haces! -chilló la otra Zarza, dejándose caer de rodillas al suelo.
Se mojó de saliva el dedo índice e intentó recoger, a cuatro patas, el material desparramado.
– Qué desperdicio… gemía.
Zarza sacó una tarjeta de la caja de metal. Estaba escrita con las habituales letras mayúsculas: «"Esto ha sido un regalo de la casa o una broma, como prefieras. Pero ya estoy cansado de jugar. Te espero a las ocho de la mañana en Rosas 29. No faltes. Es el final".»
– No hagas eso… -murmuró Zarza, mientras la otra Zarza seguía lamiendo el polvo y la porquería de la acera. No hagas eso, por favor.
La mujer se levantó con gesto contrariado. Tal vez fuera más joven que Zarza, pero estaba muy rota.
– No tenias que haberlo tirado… -se quejó.
– Lo siento. Pero el hombre de la gabardina te ha pagado, ¿no? Te habrá dado dinero. Puedes comprar más.
– Sí, pero no tenías que haberlo tirado… -repitió, enfurruñada como un niño.
– Está bien, ya te he dicho que lo siento.
La otra Zarza se apartó un mechón de pelo de la cara. Tenía las uñas negras y partidas. Observó a Zarza con mirada inquisitiva.
– Nos parecemos, ¿no?
Zarza intentó disimular su repugnancia.
– Sí, creo que sí. Nos parecemos.
La otra Zarza se encogió de hombros.
– Era un tipo muy raro. Hay muchos tipos raros. En la noche.
Seguían las dos la una frente a la otra, mirándose a los ojos. Igual de altas y posiblemente con las mismas heridas. Zarza se recordó en la noche, en la siniestra rareza de las noches, siempre bordeando el pánico. El asco no es lo peor cuando estás en la calle: los humores, los olores, los sudores de tipos pestilentes. Lo peor no es el asco, sino el miedo. Súbitamente, Zarza se sintió caer en los ojos de la otra Zarza, en el interior de la otra Zarza, en el aliento de la mujer que tenía enfrente. Fue un instante de ofuscación vertiginosa, un delirante espasmo: se notó dentro de ella, de la otra Zarza, mirándose a sí misma; con las uñas rotas, la vida calcinada, las venas aullando por amor a la Reina. Se vio en mitad de la noche, de las noches, navegando sin brújula por aguas tormentosas, en la perpetua oscuridad de la laguna Estigia. Zarza se tambaleó.
– ¿Qué te pasa? -preguntó la otra Zarza.
De nuevo su vocecita fina y enfermiza puso una distancia necesaria y volvió a dibujar el mundo en torno a ellas.
– ¿Qué te pasa, tía? Parecía que te ibas a desmayar…
– No es nada… Es que estoy cansada, sólo eso…
La otra Zarza la observó con gesto suspicaz. Zarza conocía bien esa expresión: era la mirada del miedo, la alerta constante del animal nocturno, a ver si esta tipa se me muere, a ver si está fingiendo, a ver si es una trampa, a ver si las cosas se complican, a ver si estoy en peligro. La mujer dio dos o tres pasitos nerviosos, sin moverse del sitio, atusándose el deteriorado cabello con manos inciertas.
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