Jean-Christophe Grange - El Imperio De Los Lobos

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París, época actual. Anne Heymes, esposa de un alto funcionario francés, sufre una insólita alteración psicológica: se siente extraña a sí misma, como si su cuerpo estuviera habitado por otra persona, su marido la pone en tratamiento psicológico, que solo consigue despertar en Anne la ansiedad de reencontrar a alguien que intuye perdido en algún rincón de su mente.
De forma simultánea aparecen los cadáveres terriblemente mutilados de tres inmigrantes clandestinas turcas. Todo apunta hacia crímenes de carácter ritual, por lo que el inexperto inspector encargado del caso acude a Schiffer, un veterano policía que está en el dique seco a causa de su poco limpia trayectoria moral, pero perspicaz y buen conocedor de la comunidad turca de París.
Dos anécdotas, aparentemente inconexas, de las muchas que salpican el día a día de la ciudad. Pero estas estaban llamadas a encontrarse, a resolverse la una por la otra. De este modo, la explotación del trabajo clandestino, las rutas del tráfico de drogas, la manipulación de las mentes, la crispada política turca son otros tantos hilos conductores de una intriga dura, absorbente, cruelmente verosímil, que combina thriller científico, novela policíaca clásica, suspenso político e incluso terror, y que sin duda se encuentra en la cumbre de la novela negra de nuestros días.
A finales de 2005 se ha estrenado una película, dirigida por Chris Nahon e interpretada por Jean Reno, basada en este libro.

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Tras cada misión, el hombre esperaba aquel momento para volver junto a los dioses de piedra.

Había despegado de Estambul el día anterior, 26 de abril, y aterrizado en Adana al atardecer. Había descansado unas horas en un hotel cercano al aeropuerto y se había puesto en camino en plena noche en un automóvil de alquiler.

En esos momentos circulaba en dirección este, hacia Adiyaman, a cuatrocientos kilómetros de allí. Lo rodeaban extensos pastizales que parecían llanuras sumergidas. En la oscuridad, adivinaba las ondulaciones de sus flexibles masas. Aquel oleaje de sombras constituía la primera etapa, el primer estadio de pureza. Recordó el comienzo de un poema que había escrito en su juventud, en turco antiguo: «He surcado mares de verdor…».

A las seis y media de la mañana, apenas dejó atrás la ciudad de Gaziantep, el paisaje se transformó. Las primeras luces del alba iluminaban la cadena de los montes Taurus. Los ondulantes campos se convirtieron en desiertos petrificados. Picachos rojos, escarpados, desnudos, se alzaban por doquier. A lo lejos, los cráteres parecían girasoles secos.

Ante aquel espectáculo, los viajeros al uso sentían invariablemente una aprensión, una angustia confusa. A él, por el contrario, le gustaban aquellos tonos ocres y amarillos, más intensos, más crudos que el azul del alba. En ellos descubría su pasado. Aquella aridez había forjado su cuerpo. Era el segundo estadio de pureza.

Rememoró la continuación de su poema:

He surcado mares de verdor,

abrazado paredes de piedra, órbitas de sombra…

Cuando se detuvo en Adiyaman, el sol pugnaba por asomar. En la gasolinera de la ciudad llenó el depósito de gasolina mientras el empleado le limpiaba el parabrisas, contemplando los charcos de hierro, las casas de tonos cobrizos extendidas hasta el pie de las montañas.

En la avenida principal vio las naves Matak, «sus» naves, que pronto se llenarían de toneladas de fruta lista para ser tratada, conservada y exportada. No halagaron su vanidad. Nunca le habían interesado las ambiciones triviales. En cambio, sentía la inminencia de la montaña, la proximidad de las mesetas…

Cinco kilómetros más adelante, dejó la carretera principal. Atrás quedaba el asfalto y la señalización. Ante él solo había un sendero tallado en la roca que serpenteaba hasta las nubes. En ese momento, empezó a sentirse en su tierra natal. Las laderas de polvo púrpura, las hierbas erizadas en agresivos matojos, las ovejas de un gris oscuro, que se apartaban a regañadientes…

Pasó de largo por su pueblo. Vio mujeres con pañuelos adornados de oro. Rostros de cuero rojo, cincelados como bandejas de cobre. Criaturas salvajes, duras como la tierra, atrincheradas en la oración y las tradiciones, como su madre. Entre aquellas mujeres, debía de haber más de una pariente suya…

Un poco más arriba vio pastores acuclillados en una pendiente, vestidos con chaquetas demasiado anchas. Se vio a sí mismo, veinte años atrás, sentado en su lugar. Aún se acordaba del jersey Jacquard que le servía de abrigo, con sus mangas demasiado largas, por las que iban asomándole las manos año tras año. Las mangas de aquel jersey habían sido su único calendario.

Las sensaciones le acudían a las yemas de les dedos. El tacto de su cráneo rapado cuando se protegía de los golpes de su padre. La suavidad de los frutos secos cuando acariciaba los gruesos sacos del tendero, al regresar de los pastizales, al atardecer. La cáscara de las nueces que recogía en otoño y que le dejaban las palmas manchadas para todo el invierno…

Estaba penetrando en la capa de bruma.

De pronto, todo se volvió blanco, húmedo, algodonoso. La carne de las nubes. Al borde de la carretera, se veían los primeros montones de nieve. Una nieve particular, impregnada de arena, luminiscente y rosada.

Antes de encarar el último tramo, hizo un alto para colocar las cadenas en las ruedas. Traqueteó durante cerca de una hora más. La nieve de los ventisqueros, cada vez más brillante, se amontonaba formando lánguidos cuerpos. La última etapa de la Vía Pura.

He acariciado laderas de nieve
salpicadas de arena rosa,
torneadas como cuerpos de una mujer…

Al fin, el área de estacionamiento apareció al pie de la pared rocosa. Sobre ella, la cima de la montaña permanecía oculta tras capas de niebla.

Salió del coche y se dejó invadir por la calma del lugar. Un silencio de nieve envolvía la montaña como una campana de cristal.

Se llenó los pulmones de aire helado. Allí la altitud sobrepasaba los dos mil metros. Tenía que subir a pie otros trescientos. Se comió dos bombones en previsión del esfuerzo, se metió las manos en los bolsillos y echó a andar.

Dejó atrás la cabaña de los guardas, cerrada a cal y canto hasta mayo, y siguió el trazado de las piedras, que asomaban apenas entre la nieve. Era una ascensión difícil. Tuvo que dar un rodeo para evitar lo más abrupto de la pendiente. Avanzaba de lado, con la mano izquierda en la pared rocosa, procurando no resbalar y, caer al vacío. La nieve crujía bajo sus pies.

Empezaba a jadear. Sentía todo el cuerpo en tensión, toda la mente alerta. Llegó a la primera meseta, la del este, pero no se entretuvo. Allí las estatuas estaban demasiado erosionadas. Solo hizo una breve pausa en el «altar del fuego», una plataforma de piedra de un verde cobrizo, que ofrecía una panorámica de ciento ochenta grados sobre los montes Taurus.

El sol había decidido al fin congraciarse con el paisaje. Al fondo del valle se distinguían manchas rojas, mordeduras amarillas y también bocas de esmeralda, vestigios de las llanuras que habían fundado la fertilidad de los antiguos reinos. La luz se remansaba en aquellos cráteres en forma de temblorosos charcos blancos. En otros puntos, parecía empezar a evaporarse, a elevarse en polvo y descomponer cada detalle en miles de lentejuelas. Más allá, el sol jugaba con las nubes, y las sombras pasaban sobre las montañas como las expresiones sobre un rostro.

De pronto se sintió presa de una emoción inefable. No acababa de creer que aquellas tierras fueran «sus» tierras, que también él formara parte de aquella belleza, de aquella desmesura. Le parecía estar viendo las hordas ancestrales avanzando en el horizonte: los primeros turcos que habían aportado poder y civilización a Anatolia. Cuando miraba mejor, incluso veía que no se trataba ni de hombres ni de caballos, sino de lobos. Manadas de lobos plateados, que se confundían con el temblor de la luz. Lobos divinos, ansiosos de unirse con los mortales para engendrar una raza de guerreros perfectos…

Siguió avanzando hacia la ladera oeste. La nieve era cada vez más espesa y, sin embargo, más ligera, más aterciopelada. Volvió la cabeza y echó un vistazo a sus huellas; se le antojaron una escritura misteriosa, una traducción del silencio.

Al fin, llegó a la siguiente meseta, en la que se alzaban las Cabezas de Piedra.

Eran cinco cabezas colosales que medían más de dos metros de altura. En tiempos, coronaban cuerpos descomunales erguidos sobre túmulos que constituían las tumbas propiamente dichas; pero los temblores de tierra las habían derribado. Colocadas de nuevo en posición vertical, a ras de suelo, parecían haber ganado en fuerza, como si sus hombros fueran los contrafuertes de la montaña.

La del centro correspondía a Antioco I, rey de Comagene, que quiso morir entre los dioses mestizos, mitad griegos, mitad persas, surgidos del sincretismo de aquella civilización perdida. Junto a él se alzaban Zeus-Ahura Mazda, el dios de dioses, encarnado en el rayo y el fuego; Apolo-Mitra, que exigía la santificación de los hombres en la sangre de los toros; Tyché, coronada de espigas y frutos que simbolizaban la fertilidad del reino…

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