Ninguna reacción. Las palabras resbalaban sobre ella como gotas de lluvia. Kudseyi ni siquiera estaba seguro de que lo hubiera escuchado.
– No lo sé -dijo Sema de pronto. El anciano sonrió: quería negociar. Pero Sema siguió hablando-: En Francia, me detuvo la policía. Me sometieron a un condicionamiento psíquico. Un lavado de cerebro. No recuerdo mi pasado. No sé dónde está la droga. Ya ni siquiera se quién soy.
Kudseyi buscó a Azer con la mirada; también él parecía estupefacto.
– ¿Piensas que voy a creerme una historia tan absurda? -le preguntó el anciano a la joven.
– Era un largo tratamiento -siguió diciendo Sema con idéntica calma-. Un método de sugestión, bajo la influencia de un producto radiactivo. La mayoría de los que participaron en el experimento están muertos o detenidos. Puede comprobarlo: ha aparecido publicado en los periódicos franceses de ayer y anteayer.
Kudseyi daba vueltas a los hechos con desconfianza.
– ¿Recuperó la heroína la policía?
– Ni siquiera sabían que había un cargamento de heroína en juego.
– ¿Qué?
– Ignoraban quién era yo. Me eligieron porque me encontraron en estado de shock en los baños de Gurdilek, tras la incursión de Azer. Acabaron de borrarme la memoria sin conocer mi secreto.
– Para ser alguien que no tiene recuerdos, sabes muchas cosas…
– Lo averigüé más tarde.
– ¿Cómo conoces el nombre de Azer?
Sema esbozó una sonrisa tan breve como el destello de un flash.
– Todo el mundo lo conoce. Basta con leer los periódicos de París.
Kudseyi guardó silencio. Habría podido hacerle más preguntas, pero estaba convencido. No había vivido hasta ese día para ignorar esta ley indefectible: cuanto más absurdos parecen los hechos, más probabilidades hay de que sean ciertos. Pero seguía sin comprender la actitud de Sema.
– ¿Por qué has vuelto?
– Quería anunciarle la muerte de Sema. Murió con mis recuerdos.
Kudseyi soltó la carcajada.
– ¿No creerás que voy a dejarte marchar?
– Yo no creo nada. Soy otra mujer. No quiero seguir huyendo en nombre de una mujer que ya no soy.
El anciano se puso en pie y dio unos pasos por el estrado.
– Realmente, tienes que haber perdido la memoria para venir a verme con las manos vacías -dijo agitando el bastón en dirección a Sema.
– Ya no hay culpable. Ya no hay castigo.
Kudseyi sentía un extraño calor en las venas. Increíble: estaba tentado de perdonarla. Era un epílogo posible, tal vez el más original, el más elegante. Dejar que la nueva criatura alzara el vuelo… Olvidar todo aquello… Pero, mirándola a los ojos, declaró:
– Ya no tienes rostro. Ya no tienes pasado. Ya no tienes nombre. Te has convertido en una especie de abstracción, es cierto. Pero conservas la capacidad de sufrir. Lavaremos nuestro honor en el río de tu dolor…
Ismail Kudseyi se había quedado sin aliento.
La mujer había extendido las manos hacia él y le mostraba las palmas.
Ambas tenían un dibujo hecho con henna. Un lobo aullando bajo cuatro lunas. Era el signo de la alianza. El símbolo utilizado también por los miembros de la nueva red. El mismo había añadido a las tres lunas de la bandera otomana una cuarta para simbolizar el Cuerno de Oro.
Kudseyi soltó el bastón y, señalando a Sema con el índice, gritó:
– ¡Lo sabe! ¡LO SABE!
Sema aprovechó el instante de estupor. Saltó detrás de uno de los guardaespaldas y lo agarró por la cintura con todas sus fuerzas. Su mano derecha se cerró sobre los dedos del hombre y el gatillo del MP-7, y disparó una ráfaga en dirección al estrado.
Ismail Kudseyi se sintió arrancado del suelo y lanzado contra el pie del canapé por el segundo guardaespaldas. Rodó por tierra y vio a su protector girando como una peonza ensangrentada que tiroteaba el vacío. Alcanzados por los proyectiles, los cofres estallaron en mil astillas. Las chispas se cruzaban como descargas eléctricas, mientras del techo llovían nubes de yeso. El primer hombre, al que Sema utilizaba como escudo, se derrumbó en el momento en que la mujer le arrancaba el arma de la mano.
Kudseyi había perdido de vista a Azer.
Sema corrió hacia los cofres, los volcó y se parapetó tras ellos. En ese instante, otros dos hombres irrumpieron en la sala. No habían dado un paso en su interior, cuando ya los habían alcanzado: el sonido sordo de la pistola de Sema puntuaba el tableteo de las armas automáticas disparadas al aire.
Ismail Kudseyi intentó deslizarse detrás del canapé, pero no consiguió avanzar: su cuerpo no obedecía las órdenes de su cerebro. Estaba clavado a la tarima, inerte. Una señal resonó por todo su cuerpo: lo habían alcanzado.
Otros tres guardaespaldas aparecieron en el umbral disparando alternativamente y desapareciendo al otro lado de la pared. Deslumbrado por los fogonazos, Kudseyi parpadeaba, pero ya no oía las detonaciones. Era como si tuviera los oídos y el cerebro llenos de agua.
Se hizo un ovillo, con los dedos crispados sobre un cojín. Una punzada de dolor le perforaba el vientre y lo forzaba a adoptar aquella posición fetal. Bajó los ojos: tenía los intestinos al aire, desparramados entre las piernas.
Todo se volvió negro. Cuando recobró el conocimiento, Sema estaba recargando la pistola cerca de los escalones, al amparo de un cofre. El anciano se volvió hacia el borde del estrado y extendió una mano. Una parte de sí mismo no podía aceptar aquel gesto: estaba pidiendo ayuda.
¡Estaba pidiendo ayuda a Sema Hunsen!
La mujer se volvió. Con lágrimas en los ojos, Kudseyi agitó la mano. Sema dudó un segundo, luego, encorvada bajo las balas, saltó al estrado. El anciano exhaló un gemido de agradecimiento. Su descarnada mano se alzó, roja y temblorosa, pero la mujer no la cogió. Se irguió y apuntó el arma con el brazo totalmente extendido, como si tensara un arco.
Con una claridad deslumbrante, Ismail Kudseyi comprendió por qué había vuelto Sema Hunsen a Estambul.
Para matarlo, sencillamente.
Para cortar el odio de raíz.
Y puede que también para vengar un árbol de la vida.
Cuyas raíces había hecho ligar.
Volvió a desmayarse. Cuando abrió los ojos, vio a Azer arrojándose sobre Sema. Ambos rodaron al pie del estrado, sobre cascotes y charcos de sangre. Mientras luchaban, las estelas de chispas seguían horadando el humo. Brazos, puños, golpes, pero ni un solo grito. Solo la ciega obstinación del odio. La rabia de los cuerpos por sobrevivir.
Azer y Sema.
Su camada maldita.
Sema, tumbada boca abajo, intentó coger el arma, pero Azer la aplastó con todo su peso. La sujetó por la nuca y sacó un cuchillo, pero ella consiguió zafarse y se dio la vuelta. El hombre se le echó encima y le clavó la hoja en el vientre. Sema escupió una palabra ahogada. Dos sílabas de sangre.
Tumbado en el estrado, con un brazo caído sobre los escalones, Kudseyi lo veía todo. Sus ojos, como dos lentas valvas, parpadeaban a remolque de sus venas. Rezaba por morir antes del final del combate, pero no podía dejar de mirarlos.
El cuchillo se abatió, se alzó y volvió a abatirse, obstinándose en el fondo de la carne.
Sema intentó incorporarse. Azer la cogió por los hombros y la empujó contra el suelo. Soltó el cuchillo y hundió la mano en la herida abierta.
Ismail Kudseyi se hundía en las arenas movedizas de la muerte.
En sus últimos instantes de vida, el anciano vio unas manos escarlata que le tendían su botín…
El corazón de Sema entre los dedos de Azer.
A finales de abril, en Anatolia central, las nieves de las alturas empiezan a fundirse y dejan expedito un camino a la cima más elevada de los montes Taurus, el Nemrut Dag. Las visitas turísticas todavía no han empezado, y las ruinas permanecen en la soledad más absoluta.
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