Kürsat deja con precaución la flor cubierta con la bolsa de plástico entre los bidones y los sacos de mantillo, y le lanza una mirada furtiva.
– ¿Aún la tienes? -Sema no responde-. ¿Aún tienes la droga? -insiste Kürsat.
– Las preguntas las hago yo -replica Sema-. ¿Quién ordenó la operación?
– Nunca conocemos el nombre. Son las reglas.
– Ya no hay reglas. Mi huida lo ha trastocado todo. Habrán venido a interrogarte. Habrás oído nombres. ¿Quién ordenó el envío?
Kürsat vacila. La lluvia tamborilea sobre su capucha y le resbala por la cara.
– Ismail Kudseyi.
El nombre enciende una luz en la memoria de Sema -Kudseyi, el jefe supremo-, quien, no obstante, finge no recordarlo.
– ¿Quién es?
– No puedo creer que hayas perdido la memoria hasta ese punto.
– ¿Quién es? -repite Sema.
– El baba más importante de Estambul. -Kürsat baja la voz, como para adecuarla al diapasón de la lluvia-. Está preparando una alianza con los uzbekos y los rusos. El cargamento era un envío piloto. Una prueba. Un símbolo. Que tú malograste.
Sema sonríe tras la cortina de agua.
– El ambiente entre los socios debe de estar cargado…
– La guerra es inminente. Pero a Kudseyi le es igual. Su obsesión eres tú. Encontrarte. No es una cuestión de dinero, es una cuestión de honor. No puede permitir que lo traicione uno de los suyos. Somos sus Lobos, sus criaturas.
– ¿Sus criaturas?
– Los instrumentos de la Causa. Los Lobos nos formaron, nos adoctrinaron, nos educaron… Cuando naciste, no eras nadie. Una muerta de hambre que criaba ovejas. Como yo. Como los demás. Los hogares nos lo dieron todo. La fe. El poder. El saber.
Sema debería ir a lo esencial, pero quiere enterarse de más cosas, oír más detalles.
– ¿Por qué hablamos francés?
En el redondo rostro de Kürsat, se insinúa una sonrisa. Una expresión de orgullo.
– Nos eligieron. En los años ochenta, los reis , los jefes, decidieron crear un ejército clandestino, con oficiales, con figuras de élite. Lobos que pudieran introducirse en las capas más altas de la sociedad turca.
– ¿Eran un proyecto de Kudseyi?
– Lo inició él, pero lo aprobaron todos. Emisarios de su fundación visitaron los hogares de Anatolia central. Buscaban a los chicos con más dotes, a los más prometedores. Su idea era escolarizarlos en los mejores colegios. Un proyecto patriótico: el saber y el poder devueltos a los verdaderos turcos, a los hijos de Anatolia, no a los bastardos burgueses de Estambul.
– ¿Y nos seleccionaron?
– Nos enviaron al liceo Galatasaray -responde Kürsat con un orgullo aún más acusado-, dotados, como otros chicos, con becas de la fundación. ¿Cómo puedes haber olvidado eso? -Sema no responde y Kürsat prosigue, en un tono cada vez más exaltado-: Teníamos doce años. Ya éramos pequeños baskans , jefes, en nuestras regiones. Primero pasamos un año en un campo de entrenamiento. Cuando llegamos a Galatasaray, ya sabíamos manejar un fusil de asalto. Nos sabíamos pasajes de Las nueve luces de memoria. Y, de pronto, nos vimos rodeados de decadentes que oían rock, fumaban hierba e imitaban a los europeos. Unos comunistas hijos de puta… Tú y yo, Sema, nos unimos frente a ellos. Como hermana y hermano. Los dos paletos de Anatolia, los dos pobretones con sus ridículas becas… Pero nadie sabía hasta qué punto éramos peligrosos. Ya éramos dos Lobos. Dos combatientes. Infiltrados en un mundo que nos estaba vedado. ¡Para luchar mejor contra aquellos rojos de mierda! Tauri turk'ü korusun! [3]
Kürsat levanta el puño con el índice y el meñique extendidos. Se esfuerza por parecer un fanático, pero en realidad parece lo que nunca ha dejado de ser: un niño dulce, torpe, empujado a la violencia Y el odio.
Sema continúa interrogándolo, inmóvil entre los rodrigones y el follaje:
– ¿Qué ocurrió después?
– Yo acabé en la facultad de Ciencias. Tú, en la Universidad de Bogazici, donde se estudian lenguas. A finales de los años ochenta, los Lobos se estaban imponiendo en el mercado de la droga. Necesitaban especialistas. Nuestros papeles ya estaban escritos. La química para mí y el transporte para ti. Había otros. Lobos infiltrados. Diplomáticos, empresarios…
– Como Azer Akarsa.
Kürsat se estremece.
– ¿Conoces ese nombre?
– Es el hombre que me perseguía en París.
El jardinero agita el cuerpo bajo la lluvia, como un hipopótamo.
– Han mandado al peor de todos. Si te busca, te encontrará.
– Soy yo quien lo busca a él. ¿Dónde está?
– ¿Cómo quieres que lo sepa? -La voz de Kürsat suena falsa. De pronto, vuelve a asaltarla una sospecha. Casi había olvidado esa vertiente de su historia: ¿quién la traicionó? ¿Quién reveló a Akarsa que se escondía en los baños de Gurdilek? Se reserva la pregunta para más adelante…-. ¿Aún la tienes? ¿Dónde está la droga? -pregunta el químico con excesiva precipitación.
– Te repito que he perdido la memoria.
– Si quieres negociar, no puedes volver con las manos vacías. Es tu única posibilidad de…
– ¿Por qué lo hice? -le pregunta de repente-. ¿Por qué quise engañar a todo el mundo?
– Eso solo lo sabes tú.
– Te impliqué en mi huida. Te puse en peligro. Tuve que darte alguna razón.
El químico esboza un gesto vago.
– Nunca aceptaste nuestro destino. Decías que nos reclutaron a la fuerza. Que no nos dejaron elección. Pero ¿qué elección? Sin ellos, seguiríamos siendo pastores. Patanes perdidos en el culo de Anatolia.
– Si soy traficante, tendré dinero. ¿Por qué no desaparecí, simplemente? ¿Por qué robé la heroína?
– Necesitabas algo más -rezonga Kürsat-. Joderles el tinglado. Enfrentar a los clanes entre sí. Esa misión te ofrecía la ocasión de vengarte. Cuando los uzbekos y los rusos vengan aquí, será la hecatombe.
La lluvia afloja, la noche cae. El Jardinero se desdibuja en la oscuridad, como si se apagara lentamente. Sobre sus cabezas, las cúpulas de las mezquitas parecen fosforescentes.
La idea de la traición vuelve con fuerza a la mente de Sema: ahora tiene que llegar hasta el final, acabar el trabajo sucio.
– Y tú -pregunta con voz gélida-, ¿cómo es que sigues vivo? ¿No vinieron a interrogarte?
– Sí, claro que sí.
– ¿No les contaste nada?
El químico parece agitado por un escalofrío.
– No tenía nada que contarles. No sabía nada. Me limité a transformar la heroína en París y volví aquí. Tú no dabas señales de vida. Nadie sabía dónde estabas. Y yo menos que nadie. -Le tiembla la voz. De pronto, Sema siente lástima por él. «Kürsat, mi Kürsat, ¿cómo has conseguido sobrevivir tanto tiempo?» El grueso químico añade de un tirón-: Confiaron en mí, Sema. Te lo juro. Había hecho mi parte del trabajo. No tenía noticias tuyas. A partir del momento en que te escondiste donde Gurdilek, pensé…
– ¿Quién ha hablado de Gurdilek? ¿He hablado yo de Gurdilek?
Sema acaba de comprenderlo: Kürsat lo sabía todo, pero solo reveló a Akarsa parte de la verdad. Se libró contándoles dónde se ocultaba, pero no les dijo que se había operado la cara. Así era como había negociado con su conciencia su «hermano de sangre».
Por un segundo, el químico se queda boquiabierto, como si la barbilla le pesara demasiado. Al segundo siguiente, mete la mano bajo una tela de plástico. Sema apunta la Glock por debajo del poncho y dispara. El jardinero cae de bruces sobre los tarros que protegen los retoños.
Sema se arrodilla junto a él: es su segundo asesinato, tras el de Schiffer. Pero, a juzgar por la seguridad de su gesto, comprende que ya había matado antes. Y de ese modo, con un arma de mano, a bocajarro. ¿Cuándo? ¿Cuántas veces? No lo recuerda. A ese respecto, su memoria es una sucesión de compartimientos estancos.
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