Jean-Christophe Grange - El Imperio De Los Lobos

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París, época actual. Anne Heymes, esposa de un alto funcionario francés, sufre una insólita alteración psicológica: se siente extraña a sí misma, como si su cuerpo estuviera habitado por otra persona, su marido la pone en tratamiento psicológico, que solo consigue despertar en Anne la ansiedad de reencontrar a alguien que intuye perdido en algún rincón de su mente.
De forma simultánea aparecen los cadáveres terriblemente mutilados de tres inmigrantes clandestinas turcas. Todo apunta hacia crímenes de carácter ritual, por lo que el inexperto inspector encargado del caso acude a Schiffer, un veterano policía que está en el dique seco a causa de su poco limpia trayectoria moral, pero perspicaz y buen conocedor de la comunidad turca de París.
Dos anécdotas, aparentemente inconexas, de las muchas que salpican el día a día de la ciudad. Pero estas estaban llamadas a encontrarse, a resolverse la una por la otra. De este modo, la explotación del trabajo clandestino, las rutas del tráfico de drogas, la manipulación de las mentes, la crispada política turca son otros tantos hilos conductores de una intriga dura, absorbente, cruelmente verosímil, que combina thriller científico, novela policíaca clásica, suspenso político e incluso terror, y que sin duda se encuentra en la cumbre de la novela negra de nuestros días.
A finales de 2005 se ha estrenado una película, dirigida por Chris Nahon e interpretada por Jean Reno, basada en este libro.

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El hombre del chándal Adidas había descrito el mismo cuadro. Guerreros con uniforme de comando, actuando en pleno París. En cuarenta años de servicio, no había oído hablar de algo tan disparatado. ¿Quién era aquella mujer para merecer semejante ejército?

– Sigue -urgió el Cifra.

– Agarraron a la chica y se largaron. Eso es todo. La cosa no duró más de tres minutos.

– Una vez en el taller, ¿cómo la identificaron?

– Tenían una foto.

Schiffer retrocedió y, alzando la voz hacia la nube de vapor, recitó:

– Se llamaba Zeynep Tütengil. Tenía veintisiete años. Casada con Burba Tütengil. Sin hijos. Vivía en el 34 de la rue Fidélité. Originaria de la región de Gaziantep. Llegó aquí en septiembre de 2001.

– Buen trabajo, hermano. Pero esta vez no te llevará a ninguna parte.

– ¿Dónde está el marido?

– Se volvió a Turquía.

– ¿Y sus compañeras de turno?

– Olvida este asunto. Tienes la cabeza demasiado cuadriculada para semejante intríngulis.

– Habla en cristiano, Talat.

– En nuestra época, las cosas eran simples y claras. Los bandos estaban bien delimitados. Esas fronteras han dejado de existir.

– ¡Explícate de una vez, cojones!

Talat Gurdilek hizo una pausa. El vapor se adensaba por momentos en torno a su silueta.

– Si quieres saber más, pregúntale a la policía -le espetó al fin.

Schiffer se estremeció.

– ¿A la policía? ¿A qué policía?

– Ya se lo conté todo a los chicos de la Louis-Blanc.

La quemazón de la menta le pareció más aguda de golpe.

– ¿Cuándo?

Gurdilek se inclinó hacia delante sobre su asiento de azulejos.

– Escúchame con atención, Schiffer. No lo repetiré. Esa noche, cuando los Lobos salieron de aquí, se cruzaron con un coche patrulla. Hubo una persecución. Los asesinos se zafaron de los vuestros. Pero a continuación los policías vinieron a echar un vistazo. -Schiffer escuchaba la revelación y no sabía a qué carta quedarse. Por un instante, se dijo que Nerteaux le había ocultado aquel hecho. Pero no tenía motivos para suponer algo así. El chico no debía de estar al tanto, sencillamente-. En el ínterin, mis chicas habían cogido el portante -siguió diciendo la rasposa voz del bajá-. Los agentes solo pudieron constatar la intrusión y los destrozos. Mi jefe de taller no habló de secuestro, ni de tipos en uniforme de comando. En realidad, ni siquiera habría abierto la boca si no hubieran encontrado a la otra chica.

Schiffer dio un respingo.

– ¿La otra chica?

– Los polis encontraron a una obrera aquí, en los baños, escondida en el cuarto de máquinas.

Schiffer no daba crédito a sus oídos. Después de iniciada la investigación de los asesinatos, una mujer había visto a los Lobos Grises. ¡Y esa misma mujer había sido interrogada por los del Distrito Décimo! ¿Cómo era posible que Nerteaux no se hubiera enterado de algo así? Ya no cabía duda: los de la Louis-Blanc habían echado tierra al asunto. La leche que les dieron…

– ¿Cómo se llamaba esa mujer?

– Sema Gokalp.

– ¿Edad?

– Unos treinta.

– ¿Casada?

– Soltera. Una chica rara. Solitaria.

– ¿De dónde procedía?

– De Gaziantep.

– ¿Como Zeynep Tütengil?

– Como todas las chicas del taller. Llevaba unas semanas trabajando aquí. Empezó en octubre.

– ¿Presenció el secuestro?

– Desde primera fila. Ella y la otra estaban regulando la temperatura en el cuarto de las canalizaciones. Los Lobos cogieron a Zeynep. Sema se escondió. Cuando la encontraron los policías, estaba en estado de shock. Muerta de miedo.

– ¿Y después?

– No he vuelto a saber de ella.

– ¿La devolvieron a Turquía?

– Ni idea.

– Responde, Talat. Seguro que te has informado.

– Sema Gokalp ha desaparecido. Al día siguiente, ya no estaba en comisaría. Se había evaporado. Yemim ederim . ¡Lo juro!

Schiffer sudaba la gota gorda, pero procuró controlar la voz:

– ¿Quién estaba al mando de la patrulla?

– Beauvanier.

Christophe Beauvanier era uno de los oficiales de la Louis-Blanc. Un culturista que se pasaba las horas muertas en las salas de musculación. Desde luego, no era la clase de policía que haría algo así por su cuenta y riesgo. Había que remontarse más arriba… El Cifra temblaba de excitación bajo la empapada ropa.

– Protegen a los Lobos, Schiffer -murmuró Gurdilek como si le hubiera leído el pensamiento.

– No digas gilipolleces.

– Digo la verdad, y lo sabes. Han eliminado a una testigo. Una mujer que lo había visto todo. Tal vez el rostro de uno de los asesinos. Tal vez algún detalle que habría permitido identificarlos. Protegen a los Lobos, tal como suena. Los otros asesinatos se cometieron con su bendición. Así que guárdate tus aires de gran justiciero. No son mejores que nosotros.

Schiffer evitó tragar saliva para no agravar el picor de garganta, Gurdilek se equivocaba: la influencia de los turcos no podía llegar a esas alturas del sistema policial francés. Lo sabía mejor que nadie; durante veinte años, había sido el intermediario entre ambos mundos. Tenía que haber otra explicación.

No obstante, había un detalle que no dejaba de darle vueltas en la cabeza. Un detalle que podía corroborar la teoría de una maquinación en las altas esferas. El hecho de que se hubiera encargado la investigación de tres homicidios a Paul Nerteaux, capitán sin experiencia, recién caído de la higuera. El único capaz de tragarse que confiaban en él hasta ese punto era el chico. Todo aquello se parecía demasiado a un carpetazo tácito.

Las ideas se atropellaban entre sus chorreantes sienes. Si todo era un enjuague, si el asunto se basaba en una alianza franco-turca, si realmente los poderes políticos de ambos países habían colaborado en pro de sus intereses y a costa de las vidas de aquellas pobres chicas y de las esperanzas de un joven policía, estaba dispuesto a ayudar al chico hasta el final.

Dos contra todos: un lenguaje que entendía perfectamente.

El Cifra retrocedió en la niebla, se despidió del bajá con la mano y salió de la piscina sin decir palabra.

Gurdilek quemó la última carcajada.

– Ha llegado el momento de hacer limpieza en casa, hermano.

44

Schiffer abrió la puerta de un empujón.

Todos los ojos de la comisaría se clavaron en él. Calado hasta los huesos, los abarcó a su vez con una mirada desafiante, disfrutando con la inquietud de sus expresiones. Dos grupos de agentes de uniforme se disponían a salir. Varios tenientes enfundados en cazadoras de cuero se ponían los brazaletes rojos. El baile ya había empezado.

Schiffer vio una pila de retratos robot sobre el mostrador y pensó en Paul Nerteaux, que distribuía sus carteles por todas las comisarías del Distrito Décimo como si repartiera octavillas, sin sospechar ni por un instante que podía ser el primo de aquel asunto. La rabia le provocó otro ataque de calor.

Subió al primer piso sin decir palabra. Se metió en un pasillo jalonado de puertas de contrachapado y fue derecho a la tercera.

Beauvanier no había cambiado. Cuerpo fibroso, chaqueta de cuero y botas deportivas Nike. Padecía un extraño mal, cada vez más extendido entre los maderos: complejo de joven. Rondaba los cincuenta, pero se empeñaba en seguir jugando al rapero canalla.

Se estaba poniendo la pistolera, con vistas a la expedición nocturna.

– ¿Schiffer? -exclamó medio atragantándose-. ¿Qué coño haces tú aquí?

– ¿Qué tal, chaval?

Antes de que pudiera responder, el Cifra lo agarró por el cuello de la chaqueta y lo aplastó contra la pared. A sus compañeros les faltó tiempo para acudir al rescate. Beauvanier les dirigió un gesto de apaciguamiento por encima de su agresor.

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