La menta.
Siguieron avanzando. El olor se convirtió en un río, un mar en el que nadaba Schiffer. Era peor aún de como lo recordaba. A cada paso se transformaba un poco más en saquito de infusión en el fondo de una taza. Un frío de iceberg paralizaba sus pulmones, mientras la cara le parecía una máscara de cera candente.
Cuando llegaron al final del pasadizo, estaba al borde de la asfixia. Ya solo respiraba mediante pequeñas bocanadas. Tenía la sensación de avanzar por el interior de un inhalador gigante. Consciente de que no estaba muy lejos de la realidad, penetró en la sala del trono.
Era una piscina vacía y poco profunda, rodeada de finas columnas blancas que se recortaban contra un borroso fondo de vapor; los bordes eran de azulejos de color azul Prusia, como en las viejas estaciones de metro. La pared del fondo permanecía oculta tras biombos de madera adornados con símbolos otomanos: lunas, cruces, estrellas…
En el centro de la piscina había un hombre sentado sobre un bloque de cerámica.
Grueso, pesado, con una toalla anudada a la cintura. Su rostro permanecía envuelto en la penumbra.
Su risa resonó sobre el silbido de las fumarolas.
La risa de Talat Gurdilek, el hombre de la menta, el hombre de la voz abrasada.
En el barrio turco, todo el mundo conocía su historia.
Llegó a Europa en 1961, en el doble fondo de un camión cisterna, según el método clásico. En Anatolia, a él y sus compañeros les habían colocado encima una chapa de hierro, que a continuación habían fijado con pernos. Los pasajeros clandestinos debían permanecer tumbados, sin aire ni luz, durante todo el viaje, que duraba unas cuarenta y ocho horas.
El calor y la falta de aire no tardaron en agobiarlos. Luego, durante el paso de los puertos montañosos de Bulgaria, el frío, transmitido por el metal, les caló hasta los huesos. Pero el auténtico calvario empezó en las cercanías de Yugoslavia, cuando la cisterna, llena de ácido cádmico, empezó a rezumar.
Poco a poco, el ataúd de metal iba llenándose de vapores tóxicos procedentes del tanque. Los turcos gritaron, aporrearon y patearon la chapa que los aprisionaba, pero el camión continuó su ruta. Talat comprendió que no acudirían a liberarlos hasta que llegaran a destino, y que gritar y agitarse solo servía para aumentar los estragos del ácido.
Procuró no moverse y respirar lo más débilmente posible.
En la frontera italiana, los clandestinos se cogieron de la mano y rezaron. En la alemana, la mayoría estaban muertos. En Nancy, donde estaba prevista la primera descarga, el conductor descubrió treinta cadáveres empapados de orina y excrementos, con la boca abierta en el ansia de la muerte.
Solo había sobrevivido un adolescente. Pero tenía destrozado el sistema respiratorio. La tráquea, la laringe y las fosas nasales estaban irremediablemente quemadas: el chico no volvería a oler. Las cuerdas vocales estaban abrasadas: su voz ya no sería más que un débil carraspeo. En cuanto a la respiración, una inflamación crónica lo obligaría a respirar vahos húmedos y calientes de por vida.
En el hospital, el médico recurrió a un intérprete para comunicar el triste balance al joven inmigrante y anunciarle que lo repatriarían diez días más tarde en un vuelo chárter con destino a Estambul. Tres días después, Talat Gurdilek, con el rostro vendado como una momia, huía del hospital y viajaba hasta la capital a pie.
Schiffer siempre lo había visto con el inhalador. Cuando solo era un joven jefe de taller, jamás se separaba de él y hablaba entre vaporización y vaporización. Más tarde, empezó a usar una mascarilla translúcida que ahogaba aún más su cascada voz. Con el tiempo, su mal se agravó, pero sus posibilidades económicas mejoraron. A finales de los años ochenta, Gurdilek se compró los baños La Puerta Azul, en la rue du Faubourg-Saint-Denis, y acondicionó una sala para su uso personal. Una especie de pulmón gigante, un refugio de azulejos saturado de vapores de Balsofumina mentolada.
– Salaam aleiqum , Talat. Perdóname por interrumpir tus abluciones.
El hombretón dejó escapar otra carcajada, envuelta en volutas de vapor.
– Aleiqum Salaam , Schiffer. ¿Has vuelto de entre los muertos?
La voz del turco recordaba el crepitar de un fuego de sarmientos.
– Podríamos decir que me envían ellos, sí.
– Esperaba tu visita.
Schiffer se quitó el impermeable (estaba calado hasta los huesos) y bajó los escalones de la piscina.
– Parece que todo el mundo me está esperando. ¿Qué puedes contarme sobre los asesinatos?
El turco soltó un profundo suspiro. Un chacoloteo de chatarra.
– Cuando dejé mi país, mi madre vertió agua sobre mis pasos y dibujó la ruta de mi destino, que debía hacerme regresar. Nunca he vuelto, hermano. Me he quedado en París y he visto empeorar las cosas día tras día. Aquí ya no funciona nada. -El viejo policía estaba a solo dos metros del bajá, pero seguía sin distinguir sus facciones-. «El exilio es un duro oficio», dijo el poeta. Y yo añado que cada vez lo es más. Antes nos trataban como a perros. Nos explotaban, nos robaban, nos detenían… Ahora matan a nuestras mujeres. ¿Cómo acabará todo esto?
Schiffer no estaba de humor para filosofías de baratillo.
– Tú eres quien fija los límites -replicó-. Tres obreras asesinadas en tu territorio, una de ellas en tu propio taller. No es poco.
Gurdilek esbozó un gesto indolente. Sus oscuros hombros parecían colinas carbonizadas.
– Estamos en territorio francés. Es obligación de vuestra policía protegernos.
– No me hagas reír… Los Lobos están aquí y tú lo sabes. ¿A quién buscan? ¿Por qué?
– No lo sé.
– No quieres saberlo.
Se produjo un silencio. Solo se oía la grave y laboriosa respiración del turco.
– Soy el dueño de este barrio -dijo al fin Gurdilek-. No de mi país. Este asunto tiene sus raíces en Turquía.
– ¿Quién los ha enviado? -preguntó Schiffer alzando la voz-. ¿Los clanes de Estambul? ¿Las familias de Antep? ¿Los lazes? ¿Quién?
– No lo sé, Schiffer. Lo juro.
El Cifra avanzó un paso. Al instante, la niebla se agitó al borde de la piscina. Los guardaespaldas. El viejo policía se detuvo en seco y, una vez más, intentó escrutar las facciones de Gurdilek. Solo distinguió fragmentos de hombro, de mano, de torso… Una piel negra, mate, arrugada como una pasa por el agua.
– Entonces, ¿no piensas hacer nada para detener esta carnicería?
– Se detendrá cuando hayan arreglado el asunto, cuando hayan encontrado a la chica.
– O cuando la encuentre yo.
Los negros hombros se agitaron en la niebla.
– Ahora el que se ríe soy yo. Tú no estás a la altura, amigo mío.
– ¿Quién puede ayudarme en esto?
– Nadie. Si alguien supiera algo, ya habría hablado. Pero no contigo. Con ellos. El barrio solo quiere paz.
Schiffer reflexionó. Gurdilek tenía razón. Ese era uno de los misterios de aquel asunto. ¿Cómo había conseguido sobrevivir aquella mujer, enfrentada a toda una comunidad? ¿Y por qué seguían los Lobos buscándola en el barrio? ¿Por qué estaban tan seguros de que aún se escondía allí?
El viejo policía decidió cambiar de tema.
– Lo de tu taller, ¿cómo ocurrió?
– Esos días, yo estaba en Munich…
– Déjate de juegos, Talat. Quiero todos los detalles.
El turco dejó escapar un suspiro de resignación.
– Se presentaron en el taller en plena noche. El 13 de noviembre.
– ¿A qué hora?
– A las dos de la mañana.
– ¿Cuántos eran?
– Cuatro.
– ¿Alguien les vio la cara?
– Llevaban pasamontañas. E iban armados hasta los dientes, según las chicas. Fusiles. Armas de mano. De todo.
Читать дальше