Jean-Christophe Grange - El Imperio De Los Lobos

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París, época actual. Anne Heymes, esposa de un alto funcionario francés, sufre una insólita alteración psicológica: se siente extraña a sí misma, como si su cuerpo estuviera habitado por otra persona, su marido la pone en tratamiento psicológico, que solo consigue despertar en Anne la ansiedad de reencontrar a alguien que intuye perdido en algún rincón de su mente.
De forma simultánea aparecen los cadáveres terriblemente mutilados de tres inmigrantes clandestinas turcas. Todo apunta hacia crímenes de carácter ritual, por lo que el inexperto inspector encargado del caso acude a Schiffer, un veterano policía que está en el dique seco a causa de su poco limpia trayectoria moral, pero perspicaz y buen conocedor de la comunidad turca de París.
Dos anécdotas, aparentemente inconexas, de las muchas que salpican el día a día de la ciudad. Pero estas estaban llamadas a encontrarse, a resolverse la una por la otra. De este modo, la explotación del trabajo clandestino, las rutas del tráfico de drogas, la manipulación de las mentes, la crispada política turca son otros tantos hilos conductores de una intriga dura, absorbente, cruelmente verosímil, que combina thriller científico, novela policíaca clásica, suspenso político e incluso terror, y que sin duda se encuentra en la cumbre de la novela negra de nuestros días.
A finales de 2005 se ha estrenado una película, dirigida por Chris Nahon e interpretada por Jean Reno, basada en este libro.

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Anna advirtió que Clothilde había terminado el escaparate de Pascua. Las bandejas de mimbre sostenían huevos y gallinas de todos los tamaños; cerditos de mazapán vigilaban las casitas de chocolate con tejados de caramelo; los pollitos jugaban al columpio sobre un cielo de junquillos de papel.

– ¿Ya estás aquí? Estupendo. Acaban de llegar los pedidos.

Al fondo de la sala, Clothilde salió del montacargas, accionado por una rueda y un torno de mano, como los antiguos, que permitía subir las cajas directamente desde el aparcamiento de la place del Roule. Salió de la plataforma, pasó por encima de las cajas apiladas y se detuvo ante Anna, radiante y sin aliento.

En cuestión de semanas, Clothilde se había convertido en una de sus referencias protectoras. Veintiocho años, naricilla rosa, mechones castaño claro caídos sobre los ojos… Tenía dos hijos, un marido que trabajaba «en la banca», una casa hipotecada y un destino trazado a escuadra. Se movía envuelta en una certeza de felicidad que desconcertaba a Anna. Convivir con aquella chica resultaba tranquilizador e irritante al mismo tiempo. Anna no creía ni por un segundo en aquel cuadro sin fisuras ni sorpresas. En aquel credo había una especie de obstinación, de mentira asumida. En cualquier caso, ella estaba a salvo de semejante espejismo: a sus treinta y un años, Anna no tenía hijos y siempre había vivido en el malestar, la incertidumbre y el miedo al futuro.

– ¡Qué infierno de día! No paran…

Clothilde cogió una caja y se dirigió hacia la trastienda de la parte posterior. Anna se arrebujó en el chal y la imitó. El sábado había tanta afluencia que tenían que aprovechar el menor respiro para preparar más bandejas.

Entraron en la despensa, un cuarto sin ventanas de diez metros cuadrados. Las cajas y las pilas de papel de pruebas ocupaban ya la mayor parte del espacio.

Clothilde dejó la caja, adelantó el labio inferior y sopló para apartarse los mechones de los ojos.

– Ni siquiera te he preguntado… ¿Cómo ha ido?

– Me he pasado la mañana haciendo pruebas. El médico dice que tengo una lesión.

– ¿Una lesión?

– Una zona muerta en el cerebro. La región donde reconocemos las caras.

– Qué cosas… ¿Y eso se cura?

Anna dejó su carga en el suelo y repitió maquinalmente las palabras de Ackermann:

– Sí, voy a seguir un tratamiento. Ejercicios de memoria, medicamentos para trasladar esa función a otra parte del cerebro… A una parte sana.

– ¡Genial!

Clothilde sonreía alborozada, como si Anna acabara de anunciarle que estaba totalmente curada. Sus expresiones rara vez se adaptaban a las situaciones y traicionaban una profunda indiferencia. En realidad, Clothilde era impermeable a la desgracia ajena. El dolor, la angustia, la zozobra, resbalaban sobre ella como gotas de aceite sobre un hule. Pero esta vez parecía haber comprendido que había metido la pata.

El timbre de la puerta acudió en su ayuda.

– Ya voy yo -dijo dando media vuelta-. Ponte cómoda, enseguida vuelvo.

Anna apartó unas cajas, se sentó en un taburete y empezó a colocar romeos -cuadrados de crema de café fresca- en una bandeja. El cuarto ya estaba saturado del mareante olor a chocolate. Al acabar la jornada, su ropa e incluso su sudor exhalaban aquel olor, y su saliva estaba cargada de azúcar. Se dice que los camareros de los bares se emborrachan a fuerza de respirar vapores etílicos. Las dependientas de las pastelerías, ¿engordarían por pasarse el día rodeadas de dulces?

Anna no había cogido un gramo. En realidad, nunca cogía un gramo. Comía como quien toma un purgante, y los mismos alimentos parecían desconfiar de ella. Los glúcidos, lípidos y demás fibras pasaban de largo por su cuerpo.

Mientras distribuía los bombones, las palabras de Ackermann volvieron a acudirle a la mente. Una lesión. Una enfermedad. Una biopsia. No, jamás se dejaría operar. Y menos por aquel sujeto, con sus gestos fríos y su mirada de insecto.

Además, no se creía su diagnóstico.

No podía creérselo.

Por la sencilla razón de que no le había explicado la tercera parte de un cuarto de la verdad.

Desde el mes de febrero, las crisis eran mucho más frecuentes de lo que le había confesado. Ahora los lapsus la sorprendían a todas horas, en cualquier situación. Durante una cena en casa de unos amigos; en la peluquería; mientras compraba en una tienda. De pronto, en medio de su entorno más habitual, Anna se veía rodeada de desconocidos, de rostros sin nombre.

La naturaleza misma de las alteraciones también había evolucionado.

Ya no se trataba solamente de agujeros en la memoria, de lapsos opacos, sino también de alucinaciones terroríficas. Los rostros se difuminaban, temblaban, se deformaban ante sus ojos. Las expresiones y las miradas empezaban a oscilar, a flotar, como en el fondo del agua.

En ocasiones, habría podido creer en figuras de cera ardiente que se derretían y se deformaban en muecas demoníacas. Otras veces, los rasgos vibraban y se agitaban hasta superponerse en varias expresiones simultáneas. Un grito. Una risa. Un beso. Todo eso aglutinado en una misma fisonomía. Una pesadilla.

En la calle, Anna caminaba con los ojos clavados en el suelo. En las reuniones sociales, hablaba sin mirar a su interlocutor. Se estaba convirtiendo en un ser huidizo, tembloroso, asustado. Los «otros» ya solo le devolvían la imagen de su propia locura. Un espejo de terror.

En lo tocante a Laurent, Anna tampoco había descrito sus sensaciones con exactitud. En realidad, su turbación no cesaba, no quedaba resuelta del todo después de una crisis. Siempre le dejaba una huella, una estela de miedo. Como si no acabara de reconocer totalmente a su marido, como si una voz le murmurara: «Es él, pero no es él».

Su impresión más profunda era que las facciones de Laurent habían cambiado, que habían sufrido una operación de cirugía estética.

Absurdo.

El delirio tenía un contrapunto aún más absurdo. Si por una parte su marido le parecía un extraño, por otra había un cliente de la tienda que despertaba en ella una lancinante reminiscencia familiar. Estaba segura de haberlo visto en alguna parte con anterioridad… No habría sabido decir dónde ni cuándo, pero en presencia de aquel hombre su memoria se iluminaba; experimentaba una auténtica descarga electrostática. Pero la chispa nunca hacía surgir un recuerdo concreto.

El cliente en cuestión se presentaba una o dos veces por semana y siempre compraba lo mismo: bombones Jikola. Piezas cuadradas de chocolate relleno de mazapán, similares a las pastas orientales. Por otra parte, hablaba con un ligero acento, tal vez árabe. Tendría unos cuarenta años y siempre vestía lo mismo, vaqueros y chaqueta de terciopelo ajado abotonada hasta el cuello, al estilo del eterno estudiante. Clothilde y ella lo llamaban «don Terciopelo».

Esperaban su visita todos los días. Era su suspense cotidiano, el enigma que aligeraba el paso de las horas en la tienda. A veces se ponían a hacer cábalas. Cuando no era un amigo de la infancia de Anna, era un antiguo novio o, por el contrario, un admirador secreto que había intercambiado unas cuantas miradas con ella en algún cóctel.

Ahora Anna sabía que la verdad era mucho más simple. Aquella reminiscencia era otra de las formas que adquirían las alucinaciones que la lesión le provocaba. No merecía la pena darle más vueltas a lo que veía, a lo que sentía ante los rostros, puesto que ya no tenía un sistema de referencias coherente.

La puerta de la trastienda se abrió y Anna, sobresaltada, advirtió que los bombones empezaban a derretirse entre sus dedos. Clothilde se detuvo en el umbral y sopló entre sus mechones:

– Ha venido.

Don Terciopelo ya estaba ante los Jikola.

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