– ¿No tenías la menor idea?
– En ese momento, no. Luego todo volvió a ordenarse en mi cabeza.
– Explícame qué sentiste exactamente en ese momento.
Anna esbozó un encogimiento de hombros, un gesto de indecisión bajo el chal negro y dorado.
– Fue una sensación rara, fugaz. Como la de haber vivido algo con anterioridad. El malestar duró lo que dura un relámpago -dijo Anna chasqueando los dedos-. Luego, todo volvió a la normalidad.
– ¿Qué pensaste en ese momento?
– Lo achaqué al cansancio.
Ackermann apuntó algo en el bloc de notas que tenía delante y continuó el interrogatorio:
– ¿Se lo explicaste a Laurent esa misma mañana?
– No. No me pareció tan grave.
– Y la segunda crisis, ¿cuándo se produjo?
– Una semana después. He tenido varias, una detrás de otra.
– ¿Siempre con Laurent?
– Siempre, sí.
– ¿Y siempre acababas reconociéndolo?
– Sí. Pero conforme pasaba el tiempo el despertar parecía… no sé… parecía tardar más en producirse.
– ¿Fue entonces cuando se lo contaste?
– No.
– ¿Por qué?
Anna cruzó las piernas y posó las manos, frágiles como dos pájaros de plumaje pálido, sobre la falda de seda oscura.
– Me pareció que hablar agravaría el problema. Además…
El neurólogo alzó la vista. El rojo de sus cabellos se reflejaba en los cristales de sus gafas.
– ¿Además…?
– No es algo fácil de explicar a un marido. Laurent… -Anna sentía la presencia de su marido, que permanecía de pie detrás de ella, recostado contra una estantería metálica-. Laurent se estaba convirtiendo en un extraño.
El médico, que parecía haber percibido su apuro, optó por cambiar de tema:
– Esa dificultad para reconocer, ¿la has experimentado con relación a otras personas?
– A veces -respondió Anna tras un instante de vacilación-. Pero muy pocas.
– ¿Con quién, por ejemplo?
– Con los tenderos del barrio. Y en el trabajo. No reconozco a determinados clientes, a pesar de que son habituales.
– ¿Y con tus amigos?
Anna hizo un gesto vago.
– No tengo amigos.
– ¿Familiares?
– Mis padres murieron. Solo tengo unos tíos y unos primos en el suroeste. Pero nunca voy a verlos.
Ackermann volvió a tomar nota, pero sus facciones no dejaron traslucir ninguna reacción. Parecían congeladas en ámbar.
Anna detestaba a aquel hombre, amigo de la familia de Laurent. Había cenado en casa en varias ocasiones, pero no abandonaba su frialdad de témpano bajo ninguna circunstancia. A no ser, claro está, que alguien mencionara sus campos de investigación: el cerebro, la geografía cerebral, el sistema cognitivo humano… Entonces todo cambiaba: se entusiasmaba, se exaltaba, manoteaba como un poseso…
– Así que el mayor problema lo tienes con el rostro de Laurent… -le preguntó el neurólogo.
– Sí. Pero también es el más cercano. El que veo más a menudo.
– ¿Tienes otros problemas de memoria?
Anna se mordió el labio inferior. Una vez más, dudó:
– No.
– ¿Problemas de orientación?
– No.
– ¿Problemas de habla?
– No.
– ¿Te cuesta realizar determinados movimientos?
Anna no respondió; al cabo de unos instantes, esbozó una débil sonrisa.
– Estás pensando en el Alzheimer, ¿verdad?
– Verifico, eso es todo. -Era la primera enfermedad en la que había pensado Anna. Se había informado y había consultado diccionarios de medicina: la incapacidad de reconocer rostros es uno de los síntomas de la enfermedad de Alzheimer-. No tienes la edad, en absoluto -añadió Ackermann en el tono que se utiliza para razonar con un niño-. Además, lo habría visto desde los primeros exámenes. Los cerebros afectados por una enfermedad neurodegenerativa poseen una morfología muy específica. Pero tengo que hacerte todas estas preguntas para efectuar un diagnóstico completo, ¿comprendes? -Y, sin esperar respuesta, repitió-: ¿Te cuesta hacer algunos movimientos o no?
– No.
– ¿Trastornos del sueño?
– No.
– ¿Entorpecimiento inexplicable?
– No.
– ¿Jaquecas?
– Ninguna.
El médico cerró el bloc y se levantó. Siempre era la misma sorpresa. Rondaba el metro noventa, pero no debía de pesar más de sesenta kilos. Un espantajo que llevaba la bata blanca como si se la hubieran puesto encima para que se secara.
Era de un pelirrojo subido, ígneo; tenía la pelambrera, crespa y mal cortada, del color de la miel ardiente, y la piel, salpicada de pecas de color ocre hasta en los párpados. Las gafas de montura metálica, finas como láminas, hacían que su anguloso rostro pareciera aún más alargado.
Su peculiar fisonomía parecía preservarlo del paso del tiempo. Era mayor que Laurent, pero a sus cincuenta y tantos años seguía pareciendo un hombre joven. Las arrugas se habían dibujado sobre su rostro sin llegar a afectar a lo esencial: aquellos rasgos de águila, acerados, indescifrables. Las cacarañas de acné que salpicaban sus mejillas eran lo único que le daba una carne, un pasado.
Ackermann dio unos pasos en el exiguo espacio libre del despacho, en silencio. Los segundos se alargaban. Anna no podía más.
– Por amor de Dios, ¿se puede saber qué tengo?
El neurólogo agitó un objeto metálico en el interior de un bolsillo. Llaves, sin duda; pero su sonido fue como una campanilla que le desató la lengua:
– Primero, deja que te explique las pruebas que acabamos de hacerte.
– Ya iba siendo hora, sí.
– La máquina que hemos utilizado es una cámara de positrones. Lo que los especialistas llaman un «Petscan». Es un aparato basado en la tecnología de la tomografía por emisión de positrones, la TEP, que permite observar las zonas de actividad del cerebro en tiempo real localizando las concentraciones sanguíneas de dicho órgano. Contigo he querido hacer lo que podríamos llamar una revisión general. Verificar el funcionamiento de varias grandes zonas cerebrales cuya localización conocemos bien. La vista. El lenguaje. La memoria. -Anna pensó en los diferentes tests. Los cuadrados de color; la historia contada de distintas formas; los nombres de capitales. No tuvo ninguna dificultad para situar cada prueba en aquel contexto, pero Ackermann estaba lanzado-. El lenguaje, por ejemplo. Toda la actividad relacionada con él se produce en el lóbulo frontal, en una región subdividida a su vez en subsistemas, responsables respectivamente de la audición, el léxico, la sintaxis, la.semántica, la prosodia… -El neurólogo iba señalándose el cráneo con el dedo-. La asociación de esas zonas es lo que nos permite comprender y utilizar las palabras. Mediante las diferentes versiones de mi pequeño relato, he puesto en funcionamiento cada uno de esos sistemas en el interior de tu cabeza.
Ackermann no paraba de dar vueltas por el minúsculo despacho. Los grabados de las paredes aparecían y desaparecían al ritmo de sus idas y venidas. Anna se fijó en un extraño dibujo que representaba a un simio de colores vivos, enorme boca y manos descomunales. A pesar del calor que desprendían los fluorescentes, tenía los riñones helados.
– ¿Y bien? -preguntó con un hilo de voz.
El neurólogo abrió las manos en un gesto que pretendía ser tranquilizados.
– Todo está en orden. Lenguaje. Vista. Memoria. Todas las áreas se han activado normalmente.
– Salvo cuando me has puesto el retrato de Laurent.
Ackermann se inclinó sobre el escritorio e hizo girar la pantalla del ordenador. Anna vio la imagen digitalizada de un cerebro. Un corte transversal, verde fosforescente; el interior era completamente negro.
– Tu cerebro en el momento en que mirabas la fotografía de Laurent. No hay reacción. Ninguna conexión. Una imagen plana.
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