Manuel Montalban - Los Pájaros De Bangkok
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El viejo dio una sacudida y se aferró con las manos a los brazos del sillón mientras cerraba los ojos y apretaba los dientes. La vieja figurilla de porcelana lanzó un gritito y se precipitó sobre él, pero fue más rápido el viejo, que alzó un brazo y contuvo el avance de su mujer con tal rudeza que la hizo tambalear y casi caer al suelo.
– Apártate. Estoy bien. Vais a matarme entre todos. ¿Por qué no ha llamado a su padre? ¿O a su madre? ¿Por qué le ha llamado a usted? Pues bien sencillo. Porque a mí me basta el tono de voz que pone para saber si habla en serio o no. Me ha sacado muchos duros esa desgraciada, pero no me sacará ni uno más.
– No se trata de que ponga usted dinero, sino de que se movilice.
Había cerrado los ojos y cabeceaba negativa y tozudamente. La vieja se llevó un dedo a los labios y con guiños de ojos indicó a Carvalho que se marchara. Salió tras él y al llegar a la puerta le metió un papel en las manos y le dijo en voz baja:
– Es la dirección del chico. Que haga lo que pueda. Yo mientras tanto trataré de convencerle.
– ¡María!
Gritó el gigante desde su asiento.
– Ahora váyase, pero manténgame informada. ¿Cree que corre peligro?
Carvalho se encogió de hombros y salió al jardín recibiendo el perfume de la tierra y las plantas mojadas. Llovía y el reloj le dijo que no tenía tiempo de instalarse en el hostal del Binu si quería llegar a tiempo a la cita con Marta Miguel.
Biscuter se había comprado un metro de cinta negra y se había hecho dos brazaletes de luto, el uno para la única chaqueta que tenía y el otro para la camisa que lucía, regalo de Charo, igual que el pullover amarillo sin mangas.
– Recaliéntame eso que lleva dos días rodando.
– Imposible, jefe, la berenjena es muy mala de recalentar y lo que no he comido yo lo he tirado.
– ¿No hay nada entonces?
– Está usted de suerte, jefe. Esta mañana después del entierro me he pasado por la Boquería y he visto "múrgulas". Se las hago con vientre de cerdo y una picada. Es un momento. Tengo el sofrito base ya hecho.
A Carvalho no le interesaba paladear un vino recio, sino recibir en el paladar la textura fresca de un vinillo cantarín, lanzado con la complicidad del porrón. Se llenó el porrón con un rosado de Cigales bien frío y tragueó metiéndose en la boca un sabor fresco arcilloso. Comió con apetito dos platos de vientre de cerdo con las setas, en el perfecto bálsamo de las dos gelatinas profundas, la del estómago de un cerdo y la del humus de los bosques entregados al otoño. Dos tazas de café. Una copa de orujo del Bierzo bien helado y un Sancho Panza milagrosamente encontrado en un estanco de la calle Puertaferrisa. Llamó a Charo.
– Te invito al cine esta tarde. Despacho un asunto a las cuatro y a las cinco nos encontramos en la puerta del Catalunya.
– ¿Qué hacen en el Catalunya?
– No lo sé, pero los asientos son cómodos.
– Pues vaya manera de ir al cine. Ya me fijaré yo en lo que hacen. Yo un bodrio no me lo trago por muy cómodo que sea el cine.
Carvalho estaba contento consigo mismo. Había hecho cuanto había podido por Teresa Marsé, por Charo, por Celia Mataix, por Biscuter, y el cheque de los Daurella le permitía elevar su cuenta corriente a plazo fijo a un millón y medio de pesetas. Era todo su capital y lo tenía ingresado en la Caja de Ahorros a un seis por ciento de interés ante la desesperación de Fuster.
– Cualquier banco te daría un doce y un trece.
– Las Cajas de Ahorros no quiebran.
– Al ritmo que va la devaluación, ¿qué te significa un seis por ciento? Cómprate algo. Cómprate un piso y cuando seas viejo te lo vendes.
– Quién sabe lo que puede ocurrir dentro de diez o quince años. Igual no existe la propiedad privada. Van a ganar los socialistas.
– Iluso.
– O hay tanta oferta de viviendas que me tengo que quedar el piso para pasar los fines de semana.
– Lo alquilas.
– Eso sí que no. Líos con los inquilinos a partir de los sesenta años. A partir de los sesenta años quiero meterme en la casa de Vallvidrera, cobrar la pensión que me corresponda como trabajador autónomo, la rentecilla que me den los cuartos que acumule y a experimentar alguna cocina extraña. Por ejemplo, ¿qué sabemos de la cocina africana?
– Lo suficiente como para preferir la francesa.
Decididamente la tarde era propicia y sólo el reprimido temor de que Teresa lo estuviera pasando realmente mal le privaba de una satisfacción total. Pero al fin y al cabo él no era responsable de la suerte de Teresa Marsé. A partir de los cuarenta años todo el mundo es responsable de su cara, había dicho no sé quién y muy bien dicho. A partir de los cuarenta años nadie merece piedad hasta que no cumpla sesenta o setenta. Supongo. Ramblas arriba, Carvalho se enfrentó a los primeros carteles de la visita del Papa mezclados con la propaganda de las elecciones anticipadas. El atleta cristiano y blanco aparecía en los pasquines con aquella sonrisa mueca de eslavo astuto y las poderosas espaldas de Superman volador por los cielos del mundo. Dobló por la calle del Hospital, por la acera de las putas derruidas y los payeses colorados que disimulaban su busca fingiéndose interesados por los escaparates. Pasó ante las estribaciones de la Boquería y llegó al portalón que da entrada a los jardines del antiguo hospital de la Santa Cruz, romanticismo de luces y sombras prefabricado por el gótico y el neogótico, viejos en los bancos y madres jóvenes con niños todavía vegetales de cintura para abajo, estudiantes de paso entre dos calles o entre dos escuelas o entre la biblioteca de Catalunya y la escuela de Artes y Oficios Massana. Luz de claustro, rumor de claustro, un paraíso prefabricado bajo la bóveda de un cielo excelente de otoño. Hay que elegir entre todos los cuerpos con libro uno que tenga cuarenta años cumplidos y un libro que se titule "Los poderes terrenales" de Anthony Burgess, un libro que ha de ser lo suficientemente voluminoso para que sirva de señal en un ámbito amortiguador de señales. Y allí está, baja pero con cintura, cuadrada pero con cintura, pelo negro corto, facciones blancas y algo grasientas, ojos con poder de convocatoria y una boca triste, blandos y salivados los labios, como contagiados de la misma sensación de humedad que impregna los cabellos de Marta Miguel. Hay un rápido arqueo de cejas en la mujer cuando Carvalho se detiene ante ella y le mira el libro.
– ¿Usted es…?
– Lo soy.
Se sopla Marta Miguel el flequillo que no tiene.
– Yo me imaginaba a los detectives de otra manera.
– Con gabardina, supongo.
– Pues sí.
– Yo nunca me pongo gabardina. Sería como aceptar que las chicas de servicio han de llevar cofia.
– Vaya ejemplo.
– Carvalho señaló la perspectiva total del jardín.
– Hablamos por ahí o vamos a cualquier sitio.
– Si le parece caminamos y luego nos sentamos en un banco. Yo vengo mucho por aquí. Estoy haciendo un trabajo en la biblioteca de Catalunya.
– Es usted profesora.
– Sí. Profesora de universidad.
Había dicho lo de profesora de universidad con una fuerza especial, como si quisiera dejar constancia de lo superlativo de su profesorado, de la calidad suprema de la docencia que impartía. Empezaron a andar y Carvalho esperó a que ella dijera algo, pero la mujer se limitaba a avanzar mirándose la punta de los zapatos sucios y viejos o a irse pasando el libro de una mano a otra, mientras con la mano libre se estiraba sobre el vientre hinchado un polo de lanilla barata. Lo único que destacaba en su indumentaria era un collar de bolas rosas, incluso bonito en su evidente baratura.
– ¿Y bien?
Dijo ella por fin.
– Yo estoy a la escucha. Es usted la que ha provocado este encuentro.
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