– ¿Qué pasa ahí dentro? ¿Quién anda ahí?
La de Biscuter ni siquiera es voz, es un grito desafinado nacido en la punta de un esternón diríase que astillado.
– ¡Salgan con las manos arriba! ¡Esta pistola no es de juguete!
Carvalho se vuelve para desvanecerse, pero antes de hacerlo, suspira satisfecho. Ahí está Biscuter, entero, con su traje sastrería Modelo, el sombrero ladeado, una mano en el bolsillo, bajando del piso de arriba
Las botas se han quedado quietas. Los tipos están gesticulando, hablan sofocadamente, y Carvalho aprovecha un debilitamiento de la presión para revolverse a agarrar al pestífero de la cebolla por la nariz y el labio. El movimiento de Carvalho sumado a los grititos de Biscuter provoca un movimiento de huida hacia la escalera. El rostro que Carvalho ha engarfiado con sus dedos confirma el retrato robot que le ha hecho en su estado de postración. El individuo sacude dos puñetazos serios contra la cara de Carvalho para que le suelte, pero ahora los dedos del detective han conseguido meterse en sus ojos, en su asquerosa nariz llena de barros, en su labio casi colgante, casi roto por el desgarro. Con la otra mano, la pisoteada, Carvalho consigue malformar un puño y machaca la sien derecha de Polifemo, porque ya sólo le queda un ojo en activo, ocupado el otro por los dedos uñados del detective. Aúlla de dolor el encebollado y manotea sin acertar en la cara de Carvalho. Pero alguien le ayuda y Carvalho sufre una patada en la cabeza que le atonta, y cuando recupera la tensión y la ira, puede arrodillarse y está solo, rodeado de destrucciones, mientras escaleras abajo se alejan las botas saltarinas que en su huida habrán pisoteado a Biscuter. Se marea cuando se pone en pie pero llega hasta el descansillo, a tiempo para apoyarse en la baranda y ver confusamente los últimos talones de los agresores en huida. ¿Y Biscuter?
– ¿Jefe?
Se vuelve para desvanecerse, pero antes de hacerlo, suspira satisfecho. Ahí está Biscuter, entero, con su traje sastrería Modelo, el sombrero ladeado, una mano en el bolsillo, bajando del piso de arriba.
– ¿Jefe?
Cuando se despierta Carvalho y recuerda mediante imágenes que le vienen a oleadas, lo que ha ocurrido, trata de incorporarse y las manos de Biscuter le obligan a estirarse ¿dónde? En el suelo.
– No queda ni una silla, jefe. Me han dejado la cama turca que parece un arpa. No sé por qué me la han puesto en pie y lo que queda parece un arpa y yo no tengo ni idea de tocar el arpa.
– No toques nada, ni siquiera el arpa, y llama a la policía. Pregunta por Lifante y le explicas qué ha pasado.
– ¿Vd. llamando a la policía?
– Quiero que vean todo tal como está. ¿Te han dado a ti? ¿Te han pegado?
– Ni una cleca, jefe. Les he visto venir.
– ¿Les has visto venir?
– Es un decir. Yo subía la escalera y he empezado a oír un ruido de terremoto. La escalera no se movía. Luego, no era un terremoto. He llegado hasta la puerta del despacho y he visto lo que pasaba. Vd. estaba en el suelo, en muy mala posición, jefe, si he de ser sincero, y los vándalos estaban haciendo picadillo de todo. ¿Qué haces, Biscuter? Me he preguntado.
– Dime qué te has respondido y llama a Lifante.
– He recordado una consigna suya, jefe.
– ¿Cuál?
– El movimiento se demuestra huyendo. He subido al piso de arriba y desde allí he empezado a emitir voces autoritarias. ¡Manos arriba! ¡Salgan de uno en uno! Han empezado a salir escaleras abajo, lógico, si salen escaleras arriba me aniquilan. Pero estaba calculado. Si se van, se irán escaleras abajo. ¿Elemental no?
Lifante llegó una hora después. Ordenó que un amanuense tomara nota de los desperfectos y preguntó a Carvalho primero si estaba asegurado y si pensaba presentar denuncia.
– Ni siquiera pago seguro de entierro. ¿Contra quién voy a presentar denuncia?
– No lo sé. Contra X.
– Creo que sí lo sabe. Estamos ante una derivación imprevista del caso de la vagabunda Helga Singer o Mushnick. Han querido acojonarme. Obran desde una seguridad sorprendente. Helga. Rocco. Ahora esto. ¿Quién será el próximo?
– Vd. saca conclusiones por su cuenta. ¿Cuántas personas hay en esta ciudad que le odian porque Vd. se ha metido en sus vidas, porque Vd. se ha dedicado a enviarles a la cárcel?
– Yo no he enviado a nadie a la cárcel.
Eso es cosa de Vds. y de los jueces. Mis culpables son de papel, pertenecen al informe que entrego a mis clientes. No trabajo para Vds. ni para los jueces.
– No le gustamos. Ni los policías ni los jueces.
– Conozco a pocos policías y a pocos jueces que no sacrifiquen su ética a la del Estado. Bajo el franquismo asumieron la tortura y el desprecio a los derechos humanos en nombre de la lógica del Estado a la que tenían los santos cojones de llamar ley, eran tecnócratas de la represión, tecnología avanzada de pensamiento, palabra, obra y omisión.
– Es Vd. un nostálgico. Estamos en otra situación.
– ¿Y mañana? ¿Y si mañana a Vd. le piden que torture y que haga desaparecer a la gente? Si se lo pide el Estado, es decir, España, su España, ¿qué hará Vd.?
– Lo que me dicte mi conciencia, lo más profundo del ser humano. La conciencia. Ese templo interior del que cada uno es el único Dios. Lo más profundo de uno mismo. ¿De qué se ríe Carvalho?
– Lo más profundo del hombre es la piel.
23. CASI NO ME ACORDABA DE CÓMO ERA UNA MUJER
Le dolían las heridas y telefoneó a Gilda Mushnick.
– Me han pegado una paliza. La invito a cenar. ¿La dejan salir de noche?
Un taxi tardó una hora en transportar a la mujer hasta Vallvidrera. No había prometido nada. Se había limitado a colgar el teléfono sin responder y Carvalho pensó que ante Gilda Mushnick se abrían infinitas posibilidades, las más previsibles: no hacer caso de la llamada, vacilar, hacer caso de la llamada y una vez decidida a hacer caso, fraguar la coartada si es que la necesitaba o preparar su cuerpo y su espíritu para ir a una cata a ciegas, a una cata de compasión o de atracción entre contrarios. La mujer que entra en la destartalada villa de Carvalho mirándolo todo como si todo estuviera donde no debiera estar, más bien parece un perito de seguros valorando el después de la catástrofe y la misma mirada que ha dedicado a las cosas, la aplica al hombre.
– Creía que había sido peor.
– Tengo el cuerpo lleno de hematomas.
– ¿Quiere una cura?
– Hay que elegir entre una cura y hacer la cena.
¿Sabe cocinar?
– ¡No!
Rechazó Gilda con repugnancia.
– ¿Nos tuteamos?
Se encogió de hombros la mujer. Tenía unos hombros excelentes, altos, de huesos pequeños pero de perfecto andamiaje, unos hombros de muchacha que ha hecho deporte sólo para tener el esqueleto bonito. Carvalho se fue a la cocina y manipuló los ingredientes del guiso. Cogió una aguja de coser carne, le pasó el fino cordel y se aplicó a unir los bordes de las cuatro piezas que permanecían abiertas y mostrando un montoncito de farsa en su centro.
– Me parece que no lo habrás comido nunca y es difícil de traducir del catalán. Galtes, galtes de porc. Son las mejillas del cerdo, rellenas de foie, carne picada, trufa, exquisitas. Pero tienes apellido judío. ¿No pruebas el cerdo? Te gustará.
Como no hay respuesta, Carvalho termina su tarea, saltea las galtes en aceite, le añade vino blanco, sazonamientos, un vaso de caldo. Deja que el comistrajo cueza a fuego lento, vuelve al comedor living, no está Gilda. Enciende la chimenea, valiéndose de La verdad sobre el caso Savolta de un tal Eduardo Mendoza, un escritor con apellido de delantero centro, al que había visto en la tele hablando de los privilegios de la edad. Había cumplido los cincuenta años el escriba y tenía los cojones de referirse a los privilegios de la edad. Carvalho contempló melancólicamente las llamas que asaban a los personajes de la novela, Lepprince, María Coral, Pajarito de Soto, Cabra Gómez, el comisario Vázquez, Miranda, Cortabanyes, no somos nada, Mendoza, a partir de los cincuenta ya lo somos todo, es decir, nada. Privilegios de la edad. Unas manos de mujer se posaron en sus hombros, Carvalho las retuvo y levantó la cabeza hacia ella.
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