Manuel Montalbán - La muchacha que pudo ser Emmanuelle
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Nació como guión para la serie televisiva sobre Carvalho que iba a producir la televisión argentina bajo la dirección de Luis Baroné y con Juan Diego en el papel de Carvalho.
La acción se desarrolla en Barcelona pero sirve de introito a Quinteto de Buenos Aires.
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Anochecía y Carvalho se sacó la pistola de la sobaquera. Subió hasta la puerta de su casa y no estaba violentada. O el intruso se había marchado o estaba en el jardín. Fue entonces cuando le llegó la voz atemorizada de Dorotea
Tan era así que Helga se desgañitaba recitando, haciéndolo lo mejor que sabía y nadie le hacía ni puto caso. Nos dedicamos a sumarnos a la fiesta, a ir por aquí y por allá, ella rechazando sobones, pero cada vez más cargada de ponche, un ponche que podía incendiarse con una cerilla. Y se metió por la casa, más allá de la fiesta, movida por el alcohol. Y más allá de la fiesta llegó a unos bajos que estaban por debajo del nivel del río, unos bajos que rezumaban agua, cerrados por una puerta de hierro, sin otro respiradero que una rejita de dos barrotes. En el interior, Helga creyó ver dos bultos humanos. Olía a cloroformo, tanto que sólo asomar la nariz casi se desmaya. "¿Hay alguien allí?", gritó varias veces y uno de los bultos se movió y del bulto salió una vocecilla que pedía socorro, muy débilmente, socorro. Corrió Helga en mi busca y tuvo que arrastrarme, de borracho que iba, hasta el sótano y me invitó a ratificar lo que ella veía. Uno de los bultos seguía inmóvil, pero el otro se arrastraba hacia nuestras voces y veíamos la cara pálida de una muchacha, asustada. "Socorro", decía, decía en voz muy bajita. "Soy española. Soy española. Me tienen secuestrada", iba diciendo. Yo le aconsejaba a Palita que nos fuéramos, que la cosa me olía a milicos y que no quería saber nada con esa gente. Y yo me fui. Lo reconozco. Perdí los huevos, nunca más los he recuperado, y me fui, me fui de la fiesta, de la casa, de Buenos Aires. Helga siguió hablando con aquella desgraciada, supo su nombre, Noemí Álvarez, de familia asturiana. ¡Llame al embajador de España! Pedía la mujer. Ella estaba demasiado borracha, si no hubiera actuado con más puntería. No se le ocurre otra cosa que irse a ver al dueño de la casa, al que había montado la fiesta, y le pregunta que qué hace en el sótano una mujer medio muerta. Osorio, Olavarría, sus amigos, la entretuvieron no sé con qué leches y luego la invitaron a bajar al sótano. Ya no estaban los bultos, pero Helga había quedado marcada para siempre. Al día siguiente trató de llegar a la Embajada de España y dos coches le bloquearon el camino. Corrió a casa de Rocco, hizo de él su confidente, trataron de mover ficha y fueron a por los dos. Ahí empezó la huida, la huida que ha terminado con un doble asesinato.
Carvalho metalizaba cuanto escuchaba, y en su cerebro aparecían siluetas vacías de personajes que no encajaban en el relato. Gilda. Gilda Mushnick. Su matrimonio precisamente con Olavarría, la constancia en la unión Osorio amp; Olavarría casi veinte años después. Dorotea adivinaba el viaje de la imaginación del detective y trató de abastecer el recorrido de estaciones de parada.
– Olavarría finalmente pactó el silencio mediante el terror y la marcha de Rocco y Helga de Buenos Aires. Por si faltara algo, cercó a Gilda, se casó con ella jugando muy sucio, amenazando incluso con actuar contra Helga, y cuando cayeron los milicos se vinieron a España, donde continuó el chantaje, cada vez menos necesario, porque Helga estaba destruida y todo habría seguido así, el tiempo habría sepultado todos los cadáveres de no haberse abierto el caso de la persecución de los delitos cometidos por la Junta Militar argentina contra ciudadanos españoles. Entonces Rocco dijo basta. Dijo ha llegado el momento de testificar, de recordar cuánto sabían sobre aquella mujer entrevistada en el sótano de la casona del Tigre, y se vino a Barcelona a convencer a Helga de que testificara; paralelamente presentó su testimonio al juez que lleva el caso desde España y Olavarría y Osorio empezaron a temblar. Dos terroristas aterrorizados. El terror aterrorizado. Estoy convencida de que han pedido auxilio a la mafia posmilitar argentina. Están organizados y hoy por ti, mañana por mí. Distintos cabecillas de la tortura y las desapariciones han montado sus negocios privados de seguridad y yo vi aquí, en la calle, el mismo día que nos encontramos a un personaje funesto, un carnicero que había sido el torturador de Rosario y que debido a sus méritos fue ascendido a ejercer el mismo puesto en Buenos Aires. Ahora ya sabemos lo que son capaces de hacer, y, como lo sabemos, nuestra vida peligra. La suya también, Carvalho. La de su socio, también.
Cogió el teléfono Carvalho para llamar a Biscúter, pero no había línea en el despacho de las Ramblas. Instó a Dorotea y Dieste a que subieran a su coche y los llevó dos calles más abajo hasta la casa de Fuster. No era la primera vez que la utilizaba como escondite, y el gestor, abogado y latinista dejó el ejemplar de L'Amant de la Chine du Nord, de Margueritte Duras, para acoger a los refugiados y comentar, muy preocupado: "¿Qué he hecho yo para ser una persona sin problemas?" Pero Carvalho ya estaba pidiéndole al coche que le llevara cuanto antes a Barcelona por una carretera llena de camiones lentos y presagios rápidos.
22. LO MÁS PROFUNDO EN EL HOMBRE ES LA PIEL
Entra en el despacho pensando, no debes entrar, pero ya está dentro, inquieto por Biscuter, y cuando alarga la mano para encender la luz, una linterna le enfoca los ojos y lo deslumbra. Aprovechan el momento en que instintivamente se lleva un brazo a los ojos para encender la luz y cuando los abre tiene ante sí el agujero de un pistolón, luego un agujero metálico que se acerca demasiado, que se convierte en una presión de hierro en el entrecejo. Con el rabillo del ojo busca a Biscuter. No está en su campo visual y deja de tener campo visual propio cuando le pegan un puñetazo detrás de la oreja izquierda, se vuelve en dirección al golpe, pero recibe otro detrás de la oreja derecha. Tienen sentido de la simetría. Siguen teniéndolo. Ahora el puñetazo con algo más que un puño lo recibe en los riñones y la patada en el bajo vientre. Se deja caer al suelo para escapar de los golpes y rueda sobre sí mismo para ganar espacio y poder izarse frente a los golpeadores. Consigue rodar, pero los músculos no le responden cuando trata de incorporarse apoyándose en una mano abierta contra el mosaico frío del suelo. No sólo no le obedecen los músculos, sino que un pie se pone sobre su mano abierta y de los labios se le escapa un gemido de dolor, pero con la otra mano en giro se agarra a la pierna que le martiriza los dedos y fuerza a retirarla. Le llueven golpes por todas partes y alguien se le sienta encima antes de pegarle en la cabeza con una porra blanda o más que blanda vibrátil. Entre sombras de aturdimiento, presencia cómo empiezan la destrucción sistemática de la oficina. Los cajones volcados. La mesa astillada con un hacha. Alguien se mea en los contenidos de los archivos y otro pretende tirar el teléfono arrancado y el fax por la ventana, pero lo contienen.
– Se darían cuenta de que aquí pasa algo.
Se contentan con estrellar el fax contra la pared y desventrar sus más profundas e indefensas modernidades, las sombras de los escasos mensajes recibidos o por recibir. Se han ido más allá de la cortinilla que separa la oficina del reino de Biscuter y están rompiendo platos, cazuelas, llegan risas ante el contenido del frigorífico. Ahora rompen botellas. Con la frente apoyada en el suelo, Carvalho piensa primero en qué hacer y finalmente en qué no hacer. Ni siquiera puede desahogarse mediante una frase brillante o sarcástica y está lo suficientemente aturdido e inmovilizado como para no quedarle el recurso de un acto de defensa testimonial. Algo debe intentar. Es una cuestión de deontología del vencido. Desde niño sabe que cuando te pegan hay que pegar al otro, algo, por poco que sea, hay que avisarle de que su fuerza podría tener un límite, el límite de tu dignidad. Sólo ante el Estado como golpeador, en la tortura a cargo de funcionarios del Estado, no hay nada que hacer. Estás ante el monopolio de la violencia y los matarifes han jurado bandera y te machacan normalmente por Dios y por la Patria. Pero hasta ante un gángster asesino hay que procurar pegarle una patada en los huevos, aunque sea la última que des en tu vida. Los que le sujetan huelen mal. Las botas a grasa de caballo mal alimentado. De una cabeza cercana le llega el aroma de cebolla mezclada con ketsup y hamburguesa, sin duda comprada en Mac Auto y comida sin bajarse de la moto, con los dedos apestando a mezcla de gasolina y motas verdiblancas sacadas de las profundidades de una nariz llena de espinillas en relieve negro y céreo. Al menos al que huele a hamburguesa hay que darle un aviso, hay que corresponderle, hay que enseñarle a ir por la vida con otro paladar. Ya no queda nada por destruir y se acercan otras botas. De pronto se produce lo que Carvalho más temía. La voz de Biscuter. Desde la escalera.
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