Manuel Montalbán - La muchacha que pudo ser Emmanuelle

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Es un relato que fue publicado como feuilleton entre el 3 y el 30 de agosto de 1997 por EL PAÍS, con ilustraciones de Fernando Vicente.
Nació como guión para la serie televisiva sobre Carvalho que iba a producir la televisión argentina bajo la dirección de Luis Baroné y con Juan Diego en el papel de Carvalho.
La acción se desarrolla en Barcelona pero sirve de introito a Quinteto de Buenos Aires.

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– Vamos a salir de paseo, Cayetano. Vamos a hacer un recorrido que te gustará. Visitaremos todos los escondrijos que pusiste a disposición de Rocco hasta que lo mataste.

– Que no lo maté, señor inspector. Yo quisiera que usted me tomara confianza. ¿Quiere que le diga un secreto que nunca le he dicho a nadie?

Los ayudantes de Lifante estaban incómodos por la presencia de Carvalho e instaron a su jefe a que remediara la situación. Lifante arqueó las cejas, se cruzó de brazos, se apuntaló ora sobre los talones, ora sobre la punta de sus pies y expresó su sentido de la lógica de la situación.

– Va por usted, señor Carvalho. Lógica de la situación. Un sospechoso está a punto de hacer una revelación a lo que él considera una revelación, en presencia de funcionarios del Cuerpo Superior de Policía y de un policía privado ancien regime. Lógicamente, mis ayudantes, personal muy competente, se sienten incómodos ante el intruso.

– Es que aquí ya entra cualquiera en una comisaría, o en esta jefatura, como Pedro por su casa, y esto no es el metro, Lifante. Y, además, ese tío lleva una bolsa con la compra y nadie se la ha registrado -refunfuñó Celso Cifuentes.

Se frotaba las manos de contento Lifante, y con las mismas manos se apoderó de la bolsa que Carvalho le tendía.

– Veamos. Pata de cordero. Escriba, Cifuentes.

– No me joda.

– No es de cordero, es de cabrito.

Corrigió Carvalho, pero ya tenía Lifante en las manos la manteca de cerdo y una naranja.

– Las naranjas son de Pujol.

Advirtió Carvalho. Lifante volvió a meterlo todo en la bolsa. El enfado era general y Lifante, consciente de que no había conseguido dominar la situación mediante la introducción de un correlato objetivo de señales distanciadoras, se puso a gritarle a Cayetano.

– ¡Capullo de mierda! ¿No ibas a contar no sé qué leches? ¿No ibas a confesar que has matado a tu Palita y a ese Rocco Cavalcanti?

Entendía Cayetano que el contenido de la bolsa de plástico había sido la metáfora de algo que no entendía y que de nuevo volvía a ser el más miserable y frágil de los centros del universo.

– Le puedo contar algo que me reveló Palita como uno de los secretos más duros de la vida. La Palita había tenido un hijo. ¿Sabe Ud. quién era el padre?

– Antonio Banderas.

Apuntó Rodríguez, el ultra macrobiótico especialista en camellos de droga de diseño y matones. Lifante pidió atención especial para las revelaciones que iba a hacerles Cayetano.

– El padre del hijo de Palita era su propio cuñado, un tal Olavarría, casado con la hermana.

– El famoso segundo frente.

Sentenció Lifante.

– Este tío cree que soy imbécil y que me voy a abrir un segundo frente con el cuñado.

Pero Cayetano estaba tranquilo. Se dedicó a enviarle a Carvalho muecas aseveradoras de lo que había dicho, mientras Lifante resumía la lógica de la situación.

– ¿Dónde he leído yo que los perdedores o son víctimas de la bebida o de la metafísica?

20. ESTO YA LO HE VISTO EN ALGUNA PELÍCULA CÓMICA

Carvalho contemplaba el rascacielos de oficinas que trataban de cumplir consigo mismo y arañar los cielos.

Toda la séptima planta estaba ocupada por Osorio amp; Olavarría Consulting. Se metió en el zaguán de recepción, que tenía una magnificencia de templo de secta rica. Se convirtió en sospechoso de cualquier cosa ante la mirada prepotente de los porteros.

– ¿El señor Olavarría?

Aquel portero tenía el aspecto de recibir muy buenas propinas de Olavarría, quizá incluso sus trajes usados. No quería oírle.

– Díganle que es de parte del padrino de su hijo secreto.

– Oiga amigo, si quiere líos los va a tener-dijo otro portero abriéndose ligeramente la campera para que se le viera la pistola.

– Yo la llevo en el sobaco. Creo que Dios, en su infinita sabiduría, nos puso sobacos para que pudiéramos llevar pistolas. ¿Para qué sirven si no los sobacos? Es una de las zonas del cuerpo más idiotas y a veces comprometidas, sobre todo en esas mujeres que se niegan a afeitarse los sobacos. Díganle al señor Olavarría exactamente lo que he dicho y esperen su reacción. Limítense a ser porteros.

Con la voz asfixiada por el respeto a lo que decía, cuidando de no ser oído por nadie, uno de los porteros comunicó con el inquilino y muy preocupado luego miró a su compañero de portería y asintió con la cabeza.

El señor Olavarría dudó sobre la imagen que debía componer y finalmente optó por la de jugador de golf de despacho de alto standing. El suelo reproducía el tapiz de un césped de campo de golf con el hoyo consiguiente, como si fuera el ojo del culo de la naturaleza libre. En el rostro de Olavarría se apreciaban los signos de la inquietud, parecía tener un ojo más grande o más abierto que el otro y había procurado que la entrada de Carvalho coincidiera con el descenso de los brazos en busca del golpe definitivo.

– Esto ya lo he visto en alguna película, cómica naturalmente, creo que de Jerry Lewis.

– ¿A qué se refiere usted?

Carvalho le señaló el campo de golf del despacho.

– Yo tenía un amigo que en su despacho tenía un río navegable, el nacimiento de un río navegable.

Olavarría había empezado a sudar y se le despegó el peluquín por las sienes, un peluquín hasta entonces inadvertido por Carvalho.

– Mi portero me ha dicho algo muy extravagante.

– Lo es. No llega a incesto, porque no hay cosanguinidad entre cuñados, pero usted es el padre del hijo de Helga, y, por lo que sé, consiguió esa paternidad mediante una violación.

– ¿Existen las violaciones?

– Me imagino a Helga y le conozco a usted. Sólo pudo ser una violación.

– ¿Cuánto quiere? ¿No hay suficientes chantajes?

– ¿Le hacía chantajes Helga?

– Los chantajes nunca me los hizo Helga. No la volví a ver desde que se marchó de casa. Yo ignoraba que estuviera en estado, ella también, supongo. Fue una noche tonta. Una noche tonta la tiene cualquiera. Yo había bebido, Gilda no estaba en casa y Helga estaba deprimida. También ella bebió. Soy un hombre normalmente contenido.

– Reprimido.

– Helga me irritaba.

– Porque le excitaba. Si no le hacía chantaje Helga, ¿quién se lo hacía? ¿Hasta el punto de aceptar que su hijo viviera con ustedes?

– Cuando lo acepté yo no sabía que era hijo mío. Parece un culebrón venezolano, amigo, pero es verdad. Luego entendí que mi mujer había aprovechado la ocasión para meterme una cuñada en casa, un recordatorio de que había pecado contra ella. Mi mujer me odia.

– Suele suceder.

– Ni siquiera hoy me consta que fuera hijo mío. Pero hace un año me abordó por la calle un mendigo, un vagabundo, y yo me lo saqué de encima como pude. En realidad no pude. Se me enganchó y me dijo que conocía mi historia con una tal Palita, que había podido ser Emmanuelle, que teníamos un hijo y que vivía conmigo, un escándalo más en la España de los escándalos. Yo tengo mi vida privada. Yo no soy un político que hoy se cae, mañana se levanta. Mi crédito como consultor de empresas. Eso es todo lo que tengo.

– Y entonces ordenó matar a Helga-.

Olavarría estaba desconcertado.

– ¿Matar? ¿Quién habla de matar?

El relato de Olavarría se interrumpió bruscamente. La puerta del despacho se abrió y allí estaba Lifante, dedicado al estudio de las señales emitidas por Carvalho y Olavarría. Carvalho se dispuso a estudiar a su vez el sistema de señales emanado del inspector y Olavarría balbuceó algo que parecía una demanda de explicación, algo parecido a no se entra en los sitios sin llamar, pero era una queja más que una agresión, desatendida por Lifante que al fin había encontrado la entrada a un discurso verosímil y compartible con Carvalho.

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