Lorenzo Silva - La niebla y la doncella

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No siempre las cosas son como parecen y a menudo, lo obvio no resulta ser lo real. Al sargento Bevilaqua le encomiendan la tarea de investigar la muerte de un joven alocado en la Gomera. Todo apuntaba a Juan Luis Gómez Padilla, político de renombre en la isla, al que un tribunal popular absolvió a pesar de la aparente contundencia de las primeras pesquisas. El sargento y su inseparable cabo Chamorro intentarán esclarecer este embrollado caso, con presiones políticas y con la dificultad añadida de intentar no levantar suspicacias al reabrir un caso que sus compañeros daban por cerrado.

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– Buenas, mi sargento -dijo, mientras tiraba la mochila en la silla que había a mi derecha-. ¿Qué tal?

– Psé. Metiéndome un café y tomando el sol. Como un jubilado. ¿Y tú?

– Pues he estado mejor. Ayer tuve morros, como era de prever.

– Haberme echado la culpa, ya te lo dije.

– Te la eché, pero no sirvió de mucho.

– Pues haberle recordado el punto cuarto de la cartilla del guardia civil: «Siempre fiel a su deber». Parece mentira que forme parte de una unidad de choque. Para poder servir ahí debería sabérsela de memoria.

Chamorro me miró de reojo.

– Venga, no me tomes el pelo -me regañó-. A ti la cartilla te importa un rábano. Y si tu novia te dijera que se larga con otro para quince días, aunque sea su jefe y por razones de trabajo, también te fastidiaría.

– No sé, hace mucho que no tengo novia, propiamente dicha.

Mi compañera se volvió hacia la barra.

– ¿Se puede tomar ese café?

– Sí, aunque no ganaría ningún concurso. Y puedo informarte, por si te interesa, que empiezo a sentir que tiene efectos laxantes.

Chamorro torció el gesto.

– Gracias por la información, pero ya he ido esta mañana.

– Nunca se sabe.

Fue a pedir su café. La vi completar la transacción con el camarero, y al camarero atenderla con muchísima más amabilidad que la que me había mostrado a mí. No diría que Chamorro era una mujer de una hermosura apabullante, pero siendo alta, más o menos delgada y medio rubia, ya tenía condiciones para resultar aparente a los ojos del macho promedio, y sabía además dotar a sus facciones no del todo bellas de una cierta chispa con la mirada. Podía, en suma, resultar atractiva cuando se lo proponía, y había aprendido a proponérselo y a lograrlo si le era necesario o conveniente. Cuando vino con su café hacia la mesa, todavía esperaban a ser atendidos tres o cuatro ejecutivos casposos que estaban en la barra antes que ella.

– He conseguido que me sentaran a tu lado en el avión -dijo, mientras vaciaba la mitad del sobre de azúcar en su café.

– Lo dices como si hubiera sido difícil.

– Pues sí, la chica del mostrador me dijo que no estaba autorizada a decirme tu número de asiento. Y me lo explicó. Me dijo que yo podía ser alguien que quisiera molestarte, y que ella tenía la obligación de protegerte de eso.

– Ah, mira, qué delicadeza. ¿Y cómo la convenciste?

– No tuve más remedio que sacar la chapa. Se quedó muy cortada.

– Otra vez quedamos antes de facturar. No se me había ocurrido. La verdad es que tiene toda la lógica. Podrías ser una psicópata.

– Si fuera una psicópata perseguiría a otro -bromeó.

– Gracias, Virginia, eso refuerza mucho mi autoestima. En fin, puestos a ser antipáticos, ¿te has estudiado los papeles?

– Por encima sólo. Pensaba hacerlo en el avión.

Meneé la cabeza.

– Vaya, me decepciona usted, cabo. Hace un año le habría sobrado tiempo para aprendérselos de memoria. Me temo que Arnold Schwarzenegger está siendo una mala influencia. Tendré que dar parte de él.

– Anda, déjalo ya. Y no le pongas más motes.

– Es que siempre se me olvida cómo se llama.

– Arturo. Y no se te olvida, sólo es por chinchar.

– En todo caso, espero que aproveches el vuelo para empaparte. Podríamos haberlo aprovechado para intercambiar impresiones, si hubieras sido más diligente, pero bueno. Menos mal que fui previsor y me traje lectura.

– ¿Qué has traído?

– Algo ligero, para desengrasar.

– ¿Puedo verlo?

Le tendí el libro.

– «Los muertos también hablan. Memorias de un antropólogo forense» -leyó-. Desde luego, eres un enfermo, jefe.

– Deberías leerlo. Es de un experto yanqui. Todo clarito y la mar de sencillo, apto para principiantes y para investigadores indolentes.

– Un poco de tregua, ¿no? -protestó.

Le dio la vuelta al libro y empezó a leer la contraportada:

– «No tenemos secretos para nuestros huesos. A estos silenciosos y obedientes siervos de nuestro tiempo les contamos sin rubor absolutamente todo. En los archivos de nuestros esqueletos están guardados los diarios íntimos de nuestras vidas.» Ajá. Así que la cosa va de huesos.

– Eso es lo que estudia la antropología forense. Ahí donde lo ves, este tipo, William Maples, fue el que descubrió que los huesos que guardaban en Lima como el esqueleto de Francisco Pizarro eran en realidad de un clérigo.

– Pizarro, ¿el conquistador?

– Sí.

– ¿Y cómo supo este tío que los huesos eran de un clérigo?

– Por la complexión, por su estado. De un clérigo o de alguien de vida sedentaria. Alguien blandito, y no la mala bestia que era Pizarro.

– No habría imaginado que los huesos dieran para tanto.

A veces, a uno le apetece hacer un poco de daño. Normalmente uno se reprime, y en especial cuando se trata de alguien a quien se aprecia. Pero otras veces, por razones diversas, no. La miré a los ojos y le dije:

– Te lo tengo dicho, Virginia. Eres luchadora, trabajas con rigor y se puede confiar en ti. Pero tienes que ejercitar más la imaginación.

Chamorro se puso seria. No tenía demasiada cintura para encajar un reproche, aunque fuera uno cariñoso e irónico como aquél.

– No te piques, mujer. Sólo trato de hacerte ver que esto de los muertos no es nunca un problema matemático. Hay que buscarle, bueno, la poesía.

Chamorro alzó los ojos. Sin querer, acababa de darle un triunfo.

– La poesía no es incompatible con las matemáticas. Hay que conocerlas un poco para darse cuenta, pero no es incompatible. Lo que sucede es que la poesía de las matemáticas no está al alcance de cualquiera.

La observé. Pese a todo, aunque los años transcurridos, los muertos investigados y las horas de trabajo la hubieran cambiado en la superficie, en el fondo seguía siendo la misma. Empeñosa, intransigente, y provista de un orgullo que en cierto modo la hacía deliciosamente vulnerable.

– Bueno, me está bien empleado, por inocente -dije.

Chamorro frunció el ceño, recelosa.

– Olvidaba que estaba hablando con una licenciada en Matemáticas.

– Pero qué cabrito eres -dijo, echándose a reír.

– Bueno, como mucho te quedará un par de asignaturas, ¿no?

– Me quedan unas pocas más, por desgracia. Y mientras sigan haciéndome perder el tiempo contigo me parece que tardaré en terminar.

– ¿Sientes que pierdes el tiempo conmigo?

Antes de responder, Chamorro se limpió cuidadosamente los labios con la servilleta. El superior, el inferior y ambas comisuras.

– No siempre.

Confieso mi irremediable debilidad ante una mujer que sabe decirte una frase escueta y enigmática clavándote los ojos sin pestañear. Aunque esa mujer sea mi subordinada y la teoría afirme que debo ser capaz en todo momento y situación de conservar mi autoridad sobre ella. Por suerte, siempre hay alguna trivialidad a la que recurrir en caso de apuro.

– Ya está anunciada la puerta de embarque -dije, señalando el monitor-. Vamos para allá, anda, no vaya a ocurrírseles despegar a la hora.

Naturalmente, no se les ocurrió. De hecho, nos embarcaron media hora tarde, luego nos hicieron bajar a todos del avión, alegando problemas técnicos, y volvieron a reembarcarnos en el mismo aparato tan sólo media hora después. El personal de tierra y las azafatas se ocuparon, como de costumbre, de encajar estoicamente las protestas de los clientes exigentes. Algún pasajero marisabidillo, siempre los hay, objetaba, suspicaz:

– Es imposible que en media hora hayan arreglado nada.

Pero la mayoría del pasaje, Chamorro y yo incluidos, se dejó manejar con esa admirable docilidad ovina que desarrollan los humanos cuando se hallan en un contexto aeroportuario. Llegado el momento, todo el mundo se abrochó el cinturón, se cercioró de que la mesita estuviera plegada y el teléfono móvil apagado y se encomendó a la presunta pericia del piloto, pese a que su voz gangosa y atiplada, y sus confusas explicaciones bilingües sobre la causa del retraso, no movían en modo alguno a la confianza. Es curioso constatar cómo el personal se pasa la vida midiendo al milímetro actos nimios y luego, de pronto, se lo juega todo a una carta dudosa y desconocida. Alguno pareció escuchar con especial atención el rugido de las turbinas durante el despegue, por si notaba algo raro, pero los más se abstraían en sus periódicos o revistas intentando no pensar en que iban a bordo de un montón de chatarra en potencia que se separaba imprudentemente del suelo. Chamorro se había sumergido ya en el expediente, dispuesta a recuperar el retraso que le había afeado antes. Por mi parte debo reconocer, aunque el detalle me desacredite, que era de los que estaban pendientes del bramido de los motores. Sonaban bien, no obstante, y nos colgaron del aire rápida y eficazmente.

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