– No se preocupe -traté de aliviarle-. No nos asusta el trabajo que haya que hacer, ni el tiempo que tengamos que dedicarle.
– Si puedo darle un consejo, hable con sus compañeros de aquí. Ellos me conocen. Le dirán a qué me dedico y quién soy en esta isla.
– Gracias por el consejo. Así lo haremos. Buenas tardes.
– Buenas tardes.
Soltó la puerta, no podía hacer otra cosa. Un minuto después, ya en la calle, tras dejar atrás al hosco vigilante jurado, Chamorro me dijo:
– Aquí hay tomate, mi sargento.
– De eso no cabe duda, Virginia. Lo que no quiero ni pensar es hasta dónde puede llegar, el tomate. A lo peor vamos a necesitar esos refuerzos que le dije antes a Guzmán que no nos mandara. Déjame el teléfono.
Chamorro rebuscó en su bolso. Sacó el teléfono. Estaba apagado.
– Pero qué… Se me ha quedado también sin batería. Olvidé recargarlo.
– Vale. ¿Cómo vivíamos cuando no había móviles?
Buscamos una cabina. Desde allí telefoneé a Morcillo. Le pedí que dejara lo que estuviera haciendo y viniera a buscarnos. Diez minutos después, aparecían ella y Azuara en el coche. Antes de nada, les pregunté por el resultado de sus gestiones. Morcillo resumió: muchas caras de susto, mucha saliva tragada y ninguna respuesta útil. Decidí continuar la reunión en el parador. Me urgía ante todo recargar la batería de mi teléfono. Me preocupaba que Guzmán o mi jefe pudieran estar llamándome y no me encontraran.
Por eso, en cuanto llegamos al parador, los dejé en la terraza y fui a mi habitación para buscar la fuente de alimentación del teléfono. Lo enchufé a la red y lo encendí para ver si tenía mensajes en el buzón de voz. Había nada menos que siete. Cinco no eran más que el ruido de la llamada al interrumpirse. Uno era de Guzmán y el otro de Pereira, confirmando mi intuición. Después de oírlos, decidí llamar primero a Guzmán. Pero antes de que pudiera marcar su número, empezó a sonar el aparato. Descolgué.
– ¿Sí?
– ¿Sargento? ¿Es usted?
– Sí -contesté.
– Al fin. Llevo llamándole un buen rato.
Creí que me engañaba mi oído. Pero no. Era ella. Desirée Gómez.
– Desirée. ¿Cómo estás?
– Creo que tengo algo importante que decirle.
– ¿Sí? Te escucho.
– Verá, esa chica rubia de la moto. Le dije que no había vuelto a verla. Bueno, le mentí un poco. Me pareció verla después, lo que pasa es que no estaba segura por una cosa que… En fin, que me daba, no sé…
– No te preocupes. Así que volviste a verla. ¿Dónde?
– Bueno, eso es lo de menos, ahora. Lo que le importará saber es que he vuelto a verla hoy. Y ahora sí que no tengo ninguna duda.
– ¿Que la has visto hoy? ¿En La Palma?
– No. En el periódico. Aquí tengo la foto. Viene su nombre, debajo.
Desirée me lo leyó, el nombre, con su cristalina vocecita infantil. La escuché decirlo, y tardé un rato en poder hablar. Le pregunté si estaba segura. Me dijo que sí, que era ella, aunque con el pelo recogido. Pensé que estaba equivocándose, hasta que recordé la foto que yo mismo había visto. Entonces en mi mente se deshizo aquel malentendido, y poco a poco fueron deshaciéndose otros. La voz de Desirée volvió a llamarme a la realidad.
– ¿Sigue ahí, sargento?
– Sí. ¿Dónde estás?
– En el hotel.
– No te muevas de ahí. Mando a alguien para que esté contigo.
– ¿Y eso?
– Sólo por seguridad. No te asustes. No pasará nada.
Aún tuve que tranquilizarla un poco más, aunque la impaciencia me mordía el corazón. Cuando conseguí apaciguarla, llamé a Pereira. Le pedí que hablase él con el subdelegado del gobierno, y que entre ambos se pusieran de acuerdo con la juez para organizar todo el dispositivo necesario, cuyas complicaciones y envergadura me superaban. Por mis propios medios sólo podía ocuparme de uno, que era, además, en quien quería concentrarme. Igual que yo había hecho con Desirée, mi comandante, no podía ser menos, me preguntó un par de veces si estaba seguro. Le respondí que de una parte no, pero que de la otra sí. Tan seguro como lo estaba de que en la vida no hay casualidad que explique la coincidencia de tantos detalles en una sola dirección.
Capítulo 19 LA HORA DE PAGAR
No fue fácil persuadir a Morcillo y a Azuara de que debían regresar a Tenerife y pasar la noche en sus casas. Estaban empeñados en quedarse allí a dormir. Pero insistí en que no hacía falta y los convencí para que tomaran el último barco. Morcillo, no se me ocultó, se marchó un poco escamada. Qué se le iba a hacer. De todos modos esperaba poder decirle pronto por qué había actuado así. Para cerrar el círculo, llamé al teniente Guzmán, a quien le conté que habíamos recogido nuevos indicios en la línea de lo que ya le había avanzado pero que teníamos que profundizar y que prefería continuar al día siguiente, temprano. Guzmán se mostró comprensivo y me exhortó a que descansara, después de la acumulación de emociones del día.
Una vez cubierto ese frente, me quedaba el otro. Antes de nada, le expliqué a Chamorro lo que me proponía, y por qué. Me escuchó con atención, y no quise dejar de pedirle que me expusiera con toda libertad su criterio.
– Estoy de acuerdo -dijo-. Es sólido. Es más que sólido. Me revienta haberlo tenido delante de las narices todo el tiempo y no…
– Quién iba a pensar -la disculpé.
– Parece mentira, sí. Pero estas cosas pasan. Ya se sabe.
– No te lo quiero ocultar. La maniobra tiene peligro.
– Ya me doy cuenta yo.
– Quiero que andes pendiente del menor movimiento.
– No te preocupes.
Lo citamos en el parador, y con el pretexto del teléfono móvil descargado, que debía dejar conectado a la red porque esperaba llamada de mis superiores, le hicimos venir a mi habitación. No opuso resistencia. Si se hubiera resistido, habríamos tenido que salir a buscarle sin perder un segundo, y habría habido que hacerlo de otra forma. Pero era mejor así, fuera de su terreno. Primero nos avisaron desde la recepción. Les pedimos que le indicaran el camino. Un par de minutos después, sonaban unos golpes en la puerta.
– Atenta -le dije a Chamorro.
Mi compañera se colocó el arma entre la parte posterior de la cadera y el pantalón, al alcance de la mano. La había montado antes, como yo la mía.
– Hola, pasa -dije, tras abrirle la puerta.
– Qué tal -respondió, con gesto cansado.
Pasó al centro de la habitación. Me quedé a su espalda. Chamorro, desde el fondo, lo tenía cubierto desde el otro lado, en diagonal.
– Bueno, vaya paliza de día, ¿no? -comentó, mientras buscaba donde sentarse. No le invité a hacerlo en ningún sitio.
– Nava. Levanta las manos. Sobre la cabeza.
– ¿Qué?
– Que levantes las manos. Donde pueda verlas.
– Oye, ¿pero qué…?
– No te lo voy a decir otra vez -advertí, encañonándole.
Se volvió a Chamorro, que también le apuntaba, ahora.
– Joder, ¿qué es esto? -protestó, mientras obedecía.
Vi inmediatamente dónde traía el arma. Bajo el brazo.
Me acerqué despacio, sin dejar de encañonarle. Me miró con una especie de desolación. Luego alzó el rostro y cerró los ojos. Exhaló un largo suspiro.
– No tengas miedo, Vila -dijo-. No voy a hacer nada. No soy un asesino.
Se dejó desarmar sin mover ni un músculo. Mientras retrocedía, comprobé el estado de su pistola. Sin montar, y con el seguro puesto.
– Vaya, qué mal rollo. ¿No vais a dejar que me siente, siquiera?
– Sí. Allí, junto al cabecero. Extiende la mano y déjala cerca. Voy a esposarte a la cama. Chamorro te va a estar apuntando. Y tira bien. Te aviso.
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