Lorenzo Silva - La niebla y la doncella

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No siempre las cosas son como parecen y a menudo, lo obvio no resulta ser lo real. Al sargento Bevilaqua le encomiendan la tarea de investigar la muerte de un joven alocado en la Gomera. Todo apuntaba a Juan Luis Gómez Padilla, político de renombre en la isla, al que un tribunal popular absolvió a pesar de la aparente contundencia de las primeras pesquisas. El sargento y su inseparable cabo Chamorro intentarán esclarecer este embrollado caso, con presiones políticas y con la dificultad añadida de intentar no levantar suspicacias al reabrir un caso que sus compañeros daban por cerrado.

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– Le cuento lo que hemos encontrado, simplemente.

– Pues no sé. No tengo ninguna explicación -dijo.

Me quedé quieto, desafiándole a sostenerme la mirada. No la rehuyó, pero advertí en sus ojos, o creí advertir, la tensión del esfuerzo.

– Le voy a apuntar algo que hemos pensado, para tratar de hacer un poco de luz. Quizá haya alguien, alguna persona en particular, que trabaje a la vez para sus dos empresas, y que también tenga relación con el hotel.

Se tomó unos segundos para reflexionar.

– Algunas de las personas que trabajan en esta oficina tienen relación con todas mis empresas. Pero son contables, comerciales… No sé qué pueden tener que ver con el asesinato de una guardia civil. Yo si quiere le preparo una lista, faltaría más, pero temo hacerles perder el tiempo.

Había dos posibilidades: o Pascual Pizarro era ajeno a la conspiración, o no lo era. En cualquiera de las dos, aunque sin duda en una más que en otra, aquél de entregarnos a su gente para entretenernos y apartar la atención de sí era un gesto de insigne abyección. Supuse que no era por ingenuidad por lo que omitía considerar a quien de forma más inequívoca tenía que ver con las tres entidades, es decir, él mismo. Entre lo uno y lo otro, admito que cualquier simpatía que hubiera podido inspirarme quedó abolida.

– No sé -dudé, haciéndome el tonto-, a lo mejor las actividades de esas empresas tienen alguna relación, o a su vez hay alguna otra entidad con la que se relacionen o tengan negocios. Perdone si lo digo de una forma tan imprecisa, no estoy familiarizado con el mundo empresarial.

– Pues, no sé, pertenecen al mismo grupo, eso es todo lo que puedo decirle -respondió-. Tratos con otras empresas, pues claro, las tres tienen préstamos de los mismos bancos y de las mismas cajas, las tres tienen los mismos auditores, a las tres las asesoran los mismos abogados… Pero mire, de verdad que esto me resulta incomprensible. No alcanzo a imaginar por qué demonios tendría su compañera esa tarjeta con esas anotaciones…

Creí que ya había conseguido descentrarle bastante con aquella maniobra de diversión. Era el momento de acercarse al meollo del asunto.

– No voy a engañarle -dije, despacio-. La verdad es que tampoco nosotros acabamos de entender todo esto. Le agradeceré si puede prepararnos esa lista que nos dijo antes, con todas las personas y empresas que tengan alguna relación con el hotel, la inmobiliaria y la compañía de transporte. Observo que nos aguarda un trabajo poco prometedor, pero qué le vamos a hacer.

– Déme al menos un día. Y se la preparo.

– Gracias. Verá, hay otra cosa que quisiera preguntarle.

– Pregunte usted.

Le hice aguardar mi pregunta durante unos segundos. Y antes de formularla, miré de reojo a Chamorro, de forma que él pudiera percatarse de que lo hacía. Mientras tanto, mi compañera le escrutaba, hierática.

– ¿Conoce usted a Juan Luis Gómez Padilla?

Pizarro no se apresuró a responder. Pero cuando lo hizo, fue firme:

– Por supuesto.

– Perdone, ¿por qué por supuesto?

– Ha sido concejal durante años, ha sido vicepresidente del cabildo, y hasta hace un año salía en los periódicos un día sí y otro también. Ya sabrá usted por qué, me imagino que no necesita que yo se lo cuente.

– No le pregunto si le conoce de los periódicos. Sino en persona.

– También. He tenido que negociar con él a menudo.

– ¿Y qué tal se lleva con él?

– No somos amigos, ni enemigos -explicó-. El cumplía con su papel, y yo con el mío. Las relaciones siempre fueron correctas, aunque no siempre tuviéramos el mismo punto de vista. Creo que es un hombre honrado, como político, quiero decir. De lo otro no sé más que lo que leí en la prensa.

– ¿Tomó alguna vez el señor Gómez Padilla, que usted recuerde, decisiones contrarias a sus intereses empresariales, señor Pizarro?

No podía dejar de ver la intención de la pregunta. Y eso era justamente lo que buscaba, que se viera en la línea de fuego, a ver qué hacía. Pero Pizarro no se arrugó, y optó por reaccionar de una manera didáctica:

– El interés de un empresario es siempre ganar el mayor dinero posible. El político tiene el interés de ganar las elecciones. A veces esos intereses no coinciden. Y el político resuelve. Pero no pasa nada. El juego es así.

– Entiendo que su respuesta a mi pregunta es sí.

– Gómez Padilla, y otros políticos antes y después de él, han tomado decisiones que no me convenían. Con ello contaba. Llevo treinta años en el mundo de los negocios. Debo bregar con disgustos peores que ésos.

– Ya veo -asentí.

PP aprovechó mi silencio, o más bien no quiso que durara.

– ¿Qué tiene que ver todo esto con la muerte de su compañera?

– No lo sé -respondí-. Puede que nada. O puede que algo, es una de esas miles de minucias que no tenemos más remedio que comprobar.

– Me obliga a hacer un ejercicio de deducción, entonces -advirtió-. Bueno, no me importa, soy lector asiduo de novelas policiacas.

– ¿Ah, sí?

– Me encanta Agatha Christie. Me relaja mucho la mente leerla.

– Puedo entenderlo. ¿Y qué es lo que deduce usted?

– Que su compañera andaba investigando algo en relación con Gómez Padilla. Lo que fuera en particular, no lo sé.

– No anda del todo descaminado.

– Era fácil pensar que por ahí iban los tiros.

Le observé con una media sonrisa que dejé que interpretara a su gusto.

– Hay un último detalle que quisiera consultarle -dije.

Apoyó la espalda en el asiento, disimulando su expectación.

– ¿Conoció usted o tuvo alguna vez relación con un chico que se llamaba Iván López von Amsberg? -inquirí.

– El chaval al que mataron hace dos años -precisó.

– Ese mismo.

– No. ¿Qué le hace pensar que pude haberla tenido?

Me encogí de hombros.

– No lo sé, señor Pizarro. Mi compañera y yo venimos de Madrid, no estamos demasiado al corriente de cómo funciona la sociedad de la isla. Quizá traemos ese prejuicio de la capital, que en los sitios pequeños todo el mundo se conoce y se relaciona, de una o de otra manera.

– De vista conoce uno a mucha gente, sí, pero no a toda. Y en cuanto al trato, pasa como en cualquier otro sitio. Uno trata con quien tiene algo en común con uno. Y la verdad, yo, con ese chico… Como no diera la casualidad de que fuera amigo de mis hijos… Pero por lo que sé de él, llevaba una vida muy diferente de la de ellos. Mi hijo está haciendo un máster en Estados Unidos y mi hija está en Madrid, terminando Arquitectura.

– Le felicito. Parece que le han salido estudiosos.

– No puedo quejarme.

– Está bien, señor Pizarro. No le molestamos más.

Nos pusimos en pie. El empresario, satisfecho de haber pasado la prueba, eso debía de creer, nos acompañó hasta la puerta del ascensor. Allí, mientras esperábamos, completó su faena de anfitrión cordial:

– Les deseo suerte en la investigación. Imagino que coger al asesino es el único consuelo que pueden tener tras la pérdida de su compañera.

– Sí -dije, abstraído-. Oiga, perdone si le parece una estupidez, y perdone que hasta en la puerta le siga haciendo preguntas. Pero, ¿no conocerá usted por casualidad a un tal Florencio Torres, al que le dicen el Moranco?

No se me escapó la dilatación de sus pupilas. Se apresuró a contestar:

– Ni idea. ¿Quién es?

– No, si ya me parecía una tontería. Disculpe.

Llegó el ascensor. Entramos. Pizarro sujetó mientras tanto la puerta.

– Sargento -dijo, antes de soltarla.

– ¿Sí?

– Verá, entiendo que está haciendo su trabajo, y que cumple con su deber. Si esa tarjeta estaba ahí, debe investigarlo. Pero no puedo dejar de temer que se esté haciendo ideas equivocadas, y más que nada, para serle sincero, me preocupa el tiempo que vaya a perder por culpa de esas ideas.

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