Si era un cuento, tenía la contundencia y la meticulosidad suficientes para acreditar a Nava como un fabulador bastante capaz.
– Luego me llamó. Y cuando me presenté allí y lo vi, sólo me dejé arrastrar por lo que ella propuso. En algún momento, sí, pensé en detenerla. Mientras limpiábamos la sangre, mientras lo preparábamos todo, pasó por mi cerebro la única idea sensata, ponerle unas esposas, entregarla, y aceptar que la función también había terminado para mí. La expulsión del Cuerpo, la cárcel, y después la nada. Si hubiera estado solo, lo habría aceptado. Pero acababa de conocer a otra mujer. Y ella estaba embarazada de dos meses, íbamos a casarnos. Quise ser yo el que cuidara de esa criatura. O la usé como pretexto, para cuidar de mí mismo. Ponlo como quieras.
– No estoy aquí para juzgarte -le aclaré. En definitiva, no era el primer hombre que perpetraba una infamia invocando una buena intención.
– En cuanto hubimos limpiado todo, volvimos al puesto. Ruth entraba de turno a las doce. Mientras ella salía de patrulla con Siso, yo dije que me iba por ahí a tomar unas copas. Hice unos cuantos viajes. Primero en mi coche hasta el chalet donde seguía el cuerpo. Luego en la moto del chico hasta las inmediaciones de la casa del concejal. El BMW estaba aparcado fuera, me costó poco hacerme con él. De nuevo vuelta al chalet, esta vez en el coche del concejal, y de allí, ya con el chico, al parque. Abandoné el BMW no demasiado lejos del chalet y fui andando a recuperar mi coche. La moto la recogimos y la llevamos a la casa del chico al día siguiente. Sabíamos que no estaba la madre y que no había prisa. Fue un poco laborioso, pero cuando estuvo hecho, creí que todo había salido a pedir de boca. Entonces pensé que si la hubiera detenido habría hecho el primo. A fin de cuentas, yo no había matado a nadie. Y de momento, había logrado alejar el problema.
Nava se interrumpió, apenas un instante. Luego siguió:
– Pero algo me decía que era sólo eso, una prórroga. Que todo se acabaría viniendo abajo algún día. Siempre conté con ello. Por eso no me puse tan nervioso como Ruth, cuando vinisteis. Aunque verle las orejas al lobo no es reconfortante, yo ya lo esperaba. Sabía que era demasiado difícil mantener el engaño, si venía alguien que le pusiera voluntad y paciencia. Sabía que algo fallaría. Aunque controlásemos a los confidentes, aunque os diéramos pistas falsas, aunque supiéramos en todo momento por dónde ibais.
– Estuvisteis cerca de saliros con la vuestra -dije.
– No lo creo. Vosotros no teníais más que hacer vuestro trabajo. Nosotros teníamos que mantener el tipo contra viento y marea. Y costaba.
Me acordé, cómo evitarlo, de Ruth, a lo largo de todos y cada uno de los días de aquella semana. Sí, en algún momento la había visto perder la compostura. Pero nunca hasta el extremo de permitirme vislumbrar cuáles eran las verdaderas razones de su comportamiento. Se las había arreglado siempre para que yo pudiera imputarlo a cualquier otro motivo. Y en cuanto a Nava, aunque él lo había tenido más fácil, otro tanto podía decirse. Para su mala cara no había pensado en otra causa que las noches que le daba su hija, y para explicar su bronca actitud durante aquella cena, tampoco se me había ocurrido nada más que el vino al que él la había achacado.
– Sobre todo -prosiguió-, le costaba a ella. Cuando me daba novedades, normalmente por las noches, podía notar que estaba desquiciada. Y a medida que avanzaban los días, iba a más. Olí que iba a pasar algo, y que iba a ser ella la que lo provocase. Vi que reventaría en cualquier momento.
Mientras le escuchaba, me sentí ciego, sordo, imbécil. Por haber estado con aquella misma mujer, esos mismos días, y haber mostrado tal incompetencia para descifrar sus gestos, sus reacciones, sus ausencias.
– Lo que no me imaginaba era hasta qué punto iba a reventar. La gota que la desequilibró fue lo de la hija del concejal. Confirmar que la había visto. Que la podía reconocer. Ahí, Vila, sí que perdió la cabeza.
– Por qué dices eso. Qué hizo.
– Vino a verme, desencajada. Nos fuimos a dar una vuelta con el coche. Intenté tranquilizarla. Incluso me atreví a plantear si no debíamos rendirnos. Le sugerí que podía huir, perderse por Sudamérica, o por donde fuera. Me miró como si estuviera trastornada. Me insultó. Me dijo que ni se me ocurriera pensar que me iba a salir de aquello. Que me tocaría lo que a ella le tocase, que lo que había hecho había sido en beneficio de los dos.
Nava parecía ahora exhausto. Me di cuenta del esfuerzo que le suponía.
– En resumen -siguió-, había tenido una idea: matar a la chica. Eliminar al testigo, enfollonarlo todo aún más. Y había pensado quién tenía que ser el ejecutor. Ella estaba con vosotros. No podía ir a La Palma. Me lo expuso así, con esta misma sencillez con que te lo estoy contando ahora. Y yo, qué quieres que te diga, me reí. Le respondí que no. Que yo no mataba a nadie. Y menos a una pobre chica que sólo recordaba vagamente una cara.
No quería creer nada de lo que estaba oyendo, por demasiados motivos. Quería interpretar que Nava se estaba montando una película fabulosa, para librarse de aquello de lo que menos podía proclamarse inocente. Pero recordaba palabra por palabra mi conversación telefónica con Ruth, después de interrogar a Desirée; lo que le había contado yo, lo que ella me había preguntado. Sentí que empezaba a dolerme insoportablemente la cabeza.
– Lo que vino después -dijo-, fue muy confuso. Sé que ella sacó la pistola, que me gritó, que me amenazó. Sé que la cogí. Que intenté quitársela. Que se disparó. Y sé que nadie me va a creer, ya te lo dije antes. Por eso me comeré los veinte años, como Dios. Pero no voy a dejar de negarlo, mientras me quede aliento. Yo no la maté, ni quise que muriera. No habría podido quererlo. Hasta el final, aunque ahora veo que con bastante poca fortuna, lo único que quise fue protegerla. De lo que había hecho y de lo que podía caerle por ello. Y también, por encima de todo, de sí misma. Ahí fue donde la cagué. No comprendí que mi enemigo podía más que yo.
Chamorro se volvió hacia mí, con un gesto expresivo. Asentí. Ya estaba. Ésa era la historia que aquel hombre iba a sostener. Ya se la habíamos arrancado. Ahora podíamos creerla, o no. Pero la historia estaba ahí. No estaba peor construida que otras. Y nos bastaba para hundirle.
– No quiero dejar de preguntártelo, Nava -me sinceré-. Aunque me digas que no es asunto mío, y que no me quieres responder. No lo hagas si no quieres. Pero me intriga, de veras. Hace algunos años juraste defender lo que tú sabes. Por qué coño te pasaste al bando de enfrente. Para qué.
Las lágrimas volvieron a brillar en los ojos del sargento primero.
– No dejé de defender lo que juré defender, a pesar de todo -aseguró-. Si he podido ayudar a alguien, no he dejado de hacerlo. Pero a la vez me pasé al bando de enfrente, sí. No es tan raro. Los demonios, a fin de cuentas, fueron antes ángeles, ¿no? A todos nos tira lo que combatimos. Y cuando peleas contra alguien, te haces en cierto modo como él. Miente el que dice que nunca ha tenido la tentación. Yo la tuve, y caí. Eso es todo.
– ¿Por dinero?
– El dinero ayuda, claro. Hace que compense.
– ¿Y qué compraste con él?
– Algún capricho. El chalet. Un coche un poco mejor. Pero tuve cuidado, el chalet no está a mi nombre, y nunca fui por ahí regando billetes. La ostentación es el cepo en el que se pillan los dedos los pardillos. Casi todo está ahorrado. Pon que lo que quise comprar fue un futuro menos incierto.
Había una pizca de sorna, en aquello del futuro menos incierto. Quise entender cómo era posible que un hombre se despeñara así. Hasta el punto de hacer chistes mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas.
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