Joseph Conrad - Situación Límite

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La aventura y la angustia de la encrucijada de un destino.
Hay momentos en que todo lo que ha sido un hombre, todo lo que ha hecho, todas las experiencias, relaciones e intereses de su vida, pueden conden¬sarse en un solo instante dramático: es entonces la situación límite, la aventura o la catástrofe, el desenlace o la reiniciación. Los testigos de uno de esos momentos excepcionales pueden no enten¬der, el novelista sí entiende. Es la historia de una de esas situaciones límite la que narra Conrad, en una obra maestra hasta ahora desconocida para los lectores de lengua castellana.

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– Lleva los ojos bien abiertos, serang. Está bastante obscuro; aguardaré hasta que te acostumbres.

El viejo malayo murmuró algo entre dientes, miró hacia arriba con sus gastados ojos, se fue hacia la luz de la bitácora, y asiéndose las manos por la espalda, clavó la vista en la rosa de los vientos.

– A eso de las tres y media tendrás que mirar adelante con cuidado, para avistar tierra. Aunque es bastante claro. Al pasar habrás avisado al capitán, ¿no? ¿Sabe la hora que es? Bien, entonces me voy.

Al pie de la escalera se apartó para dejar paso al capitán. Observó cómo éste subía con paso regular y seguro, y quedó un momento pensativo. -Es curioso-, se dijo. -pero nunca puedes saber si ese hombre te ha visto o no. Esta vez hasta tiene que haberme oído la respiración.

Una vez todo resuelto, había que reconocer que aquel hombres era admirable. Se decía que en su época había sido famoso. Y Mr. Sterne podía creerlo; concluyó serenamente que el capitán Whalley tenía que ser capaz de ver más o menos a la gente -como a él mismo, hacía un momento- pero no estando seguro de nada tenía que mantener aquel talante silencioso por miedo a traicionarse. Mr. Sterne era un agudo observador.

Esa necesidad constante llenaba el corazón del capitán Whalley de la humillación de ser falso. Había caído en ello por amor paternal, por incredulidad, por confianza sin límites en la justicia divina, ajustada a los sentimientos humanos en esta tierra. Le daría a su pobre Ivy otro mes de trabajo; tal vez la desgracia fuese sólo temporal. Sin duda Dios no privaría a su criatura de ayuda, ni le echaría desnudo a una noche sin fin. Se asía a cualquier esperanza; y cuando la evidencia de la catástrofe fue más fuerte que la esperanza, intentaba no creer lo obvio.

En vano. Conforme el universo se obscurecía tenazmente, sus ideas adquirían una claridad siniestra. Los momentos lúcidos de sufrimiento le hacían ver la vida, los hombres, todas las cosas y el mundo entero con su carga de naturaleza creada, como no lo había visto nunca.

A veces le asaltaba un vértigo sutil y un terror abrumador; y entonces aparecía la imagen de la hija. Tampoco a ella la había visto con tal claridad anteriormente. ¿Era posible que se viese incapacitado para hacer ya nada por ella? Nada. ¿Y que no la viese más? ¿Nunca?

¿Por qué? Era un castigo demasiado grande sólo por un poco de presunción v orgullo. Al cabo llegó a aferrarse a esa decepción con decisión v empeño de llegar hasta el fin, de mantener intacto el dinero de ella, y de volver a verla, otra vez. Y luego, ¿qué? La idea del suicidio hacía rebelar el vigor de su humanidad. Había rezado pidiendo la muerte hasta que las oraciones se le atravesaban en la garganta. Cada día de su vida había rezado pidiendo el pan diario, no caer en la tentación, con la humildad de espíritu de un niño. ¿Significaban algo las palabras? ¿De dónde venía el don de la palabra? Los violentos latidos del corazón le reverberaban en la cabeza… y parecían hacerle añicos el cerebro.

Se sentó pesadamente en la butaca de cubierta para fingir que hacia su guardia. La noche era cerrada. Ahora, todas las noches eran cerradas.

– Serang-; dijo a media voz.

– Si Tuan, aquí estoy.

– ¿Hay nubes?

– Sí, Tuan.

– Rumbo recto. Al Norte.

– Vamos al Norte, Tuan.

El serang se echó para atrás. El capitán Whalley reconoció los pasos de Massy en el puente.

El maquinista fue hacia babor y volvió, pasando varias veces por detrás de la butaca. El capitán Whalley notó que sus andares tenían un carácter inusual de prudente cuidado. La presencia próxima de aquel hombre tenía siempre la virtud de recrudecer el sufrimiento moral del capitán Whalley. No era remordimiento. Al fin y al cabo, no le había hecho ningún mal a aquel pobre diablo. Tenía también una sensación de peligro, de que había que llevar más cuidado.

Massy se detuvo y dijo:

– ¿O sea, que se empeña usted en irse?

– Tengo que irme, desde luego.

– ¿Y no podría usted, al menos, dejar el dinero para un plazo de algunos años?

– Imposible.

– ¿No quiere confiármelo sin estar usted controlándolo, no?

El capitán Whalley guardó silencio. A espaldas de su butaca, Massy suspiró profundamente.

– Sería lo suficiente para salvarme -dijo con voz trémula.

– Ya le salvé una vez.

El primer maquinista se sacó la chaqueta con movimientos cuidadosos y procedió a palpar el gancho de latón atornillado en el poste de madera. A tal efecto se colocó delante mismo de la bitácora, ocultando completamente la rosa de los vientos al timonel de guardia.

– ¡Tuan! -musitó suavemente al cabo el nativo, para indicar al blanco que no podía ver para guiar el timón.

Mr. Massy había conseguido su propósito. La chaqueta colgaba del clavo, a quince centímetros de la bitácora. Y en cuanto se hubo apartado, el timonel, un malayo de Sumatra de media edad, con viruela, tan obscuro casi como un negro, percibió asombrado que en tan breve espacio, con mar en calma, sin el menor viento, el barco se había apartado tanto del rumbo. Nunca en la vida había visto que se escapase así. Con un leve gruñido de asombro giró rápidamente el timón para poner proa al norte, como debía ser. El chirrido de las cadenas del timón, los murmullos enfurruñados del serang, provocaron cierto revuelo, que atrajo la atención del ansioso capitán Whalley.

– Lleva más cuidado -dijo.

Y en el puente todo volvió a la habitual calma. Mr. Massy había desaparecido.

Pero el hierro de los bolsillos de la chaqueta había cumplido su misión; y el Sofala, rumbo al norte según una brújula falseada por tan simple ardid, ya no se dirigía por camino seguro a la bahía de Pangu.

El silbido del agua al hender la proa, el palpitar de las máquinas, todos los sonidos de su vida fiel y laboriosa, seguían ininterrumpidos en la gran calma del mar que por todos lados se fundía con la inmóvil capa de nubes que cubría el firmamento. Una quietud agradable tan vasta como el mundo parecía aguardar su paso, envolviéndolo cariñosamente en una caricia suprema. Mr. Massy pensaba que no podía haber noche mejor que aquella para un naufragio provocado.

Encallar a seco en uno de los escollos del Este de Pangu… aguardar al amanecer… agujero en el fondo… sacar los botes… y la misma tarde estarían en Pangu. Algo así. En cuanto chocase él se precipitaría al puente, cogería la chaqueta (a obscuras nadie se daría cuenta), y vaciaría los bolsillos por la borda, o bien la soltaría al mar. Era un pequeño detalle. ¿Quién podría imaginar? La chaqueta había colgado de aquel gancho cientos de veces. Sin embargo, mientras aguardaba sentado en el peldaño inferior de la escalera del puente las rodillas entrechocaban temblorosas. Lo peor era la espera. A veces empezaba a jadear rápidamente, como si estuviese corriendo, y luego respiraba profundamente, hinchándose, con un sentimiento íntimo de dominio del destino. De cuando en cuando oía los desnudos pies del serang que se arrastraban por allá arriba; voces tranquilas y bajas intercambiaban unas pocas palabras y caían casi enseguida en el silencio.

– Serang, avísame en cuanto avistes tierra.

– Sí, Tuan. Todavía no.

– No, todavía no -asentía el capitán Whalley.

El barco había sido el mejor amigo de su decadencia. Todo el dinero que había conseguido en y gracias al Sofala se lo había mandado a la hija. Su pensamiento se detuvo al mentar a ésta. Cuántas veces habían hablado la mujer y él inclinados sobre su cuna en el gran camarote de popa del Cóndor; crecería, se casaría, les querría, vivirían cerca de ella contemplando su felicidad… así siempre. Y bien, la esposa había muerto, a la hija le había dado todo lo que tenía; esperaba poder ir donde ella algún día, verla, ver una vez más su cara, vivir con el sonido de su voz, que podía hacer soportable la negrura de la tumba viviente que le aguardaba. Llevaba demasiado tiempo privado de cariño. Imaginaba la ternura de la hija.

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