– Comprobará que sé servir bien, señor.
Mr. Sterne aguardaba al menos un apretón de manos, pero inesperadamente, con un:
– ¿Qué ocurre? Mejor no nos vean juntos.
La blanca forma de Mr. Van Wick osciló, y al instante pareció fundirse en la negra atmósfera de debajo de las altas copas. El segundo quedó desconcertado. Sí. Se oían unos golpes sordos.
Salió sigilosamente de la sombra. Desde lejos se distinguía el ojo de buey iluminado. La cabeza le flotaba por la intoxicación del éxito repentino. ¡Qué maravilla tratar con un caballero! Subió a bordo, y se dio cuenta de que algo raro sucedía en aquella extensión sombría de cubiertas vacías, que resonaban con gritos y ruidos procedentes de una zona de mitad del barco particularmente obscura. Mr. Massy estaba hecho una furia ante la puerta del camarote: la voz ebria de dentro seguía imperturbable en medio de la violenta embestida de patadas.
– ¡Calle! ¡Apague la luz y túmbese, maldito cerdo borracho! ¿No me oye, pedazo de bestia?
Las patadas cesaron, y aprovechando la pausa, la voz borrosa del oráculo anunció desde dentro:
– ¡Ah! Massy… ya es otra cosa. Massy es profundo.
– ¿Quién anda ahí atrás? ¿usted Sterne? Es capaz de cogerse las curdas más horrorosas.
El primer maquinista apareció vago y grande en la esquina de la lumbrera de la sala de máquinas.
– Mañana estará en perfectas condiciones para trabajar. Yo en su caso le dejaría, Mr. Massy.
Sterne se dirigió a su camarote, y tuvo que sentarse inmediatamente. La cabeza le flotaba exultante. Se metió en el jergón como soñando. Le invadió un sentimiento de paz profunda, de alegría pacífica. En cubierta, todo estaba tranquilo.
Mr. Massy, con el oído pegado a la puerta del camarote de Jack, escuchaba críticamente la respiración profunda y a estertores del interior. Era un profundo sueño de borracho. El ataque había pasado, y tranquilizado por ello, también él se metió en el camarote y con lentos movimientos se sacó la vieja chaqueta de tweed. Era una prenda de muchos bolsillos, que usaba en diversos momentos del día, cuando le daban repentinos ataques de frío; al sentir calor se la sacaba y la dejaba colgando en cualquier parte del barco. Se veía aquella chaqueta balanceándose en las cabillas, echada en lo alto de los cabrestantes, o colgada de los pomos de las puertas. ¿No era el propietario? Pero el lugar favorito era un gancho del puntal de madera del toldo del puente, casi delante de la bitácora. Al principio esta preferencia le había costado más de un encontronazo con el capitán Whalley, que quería el puente limpio. En aquella época, Massy se había molestado muchísimo. Sin embargo, últimamente, había conseguido desafiar impunemente a su socio. El capitán Whalley no parecía darse cuenta de nada. En cuanto a los malayos, el miedo que sentían por aquel blanco irascible impedía que ninguno pusiese la mano encima de la prenda, estuviese donde estuviese.
Tan de improviso que Mr. Massy dio un brinco y dejó caer la chaqueta al suelo, llegó desde el camarote vecino el estruendo de una caída aparatosa. El fiel Jack debía de haberse quedado dormido sentado, y ahora habría rodado con silla y todo, rompiendo a juzgar por el ruido todas las botellas y vasos de la estancia. Tras el terrible choque todo quedó un tiempo en calma, como si hubiese muerto en el acto. Mr. Massy contuvo la respiración. Al cabo, al otro lado del mamparo se produjo lentamente un suspiro quejumbroso y somnoliento, inseguro.
– Espero que esté demasiado borracho para despertarse, -musitó Mr. Massy.
El sonido de una suave risita de inteligencia le llevó al borde de la desesperación. Juró violentamente para sus adentros. Seguro que aquel loco no le dejaba pegar ojo en toda la noche. Maldijo su suerte. A veces necesitaba olvidar sus problemas enloquecedores durmiendo. No podía detectar movimientos. Sin hacer al parecer ni el menor intento de levantarse, Jack siguió riendo para sí en el suelo; luego echó a hablar, como si dijésemos recogiendo el hilo anterior.
– ¡Massy! ¡Me gusta ese sucio canalla! Querría condenar a su pobre Jack a morirse de hambre… pero fijaos, lo arriba que ha llegado…
Tosió espasmódicamente, como con autosuficiencia…
– Armador, como los buenos. Necesita un billete de lotería. ¡Ja, ja! Te voy a dar billetes de lotería muchacho. Deja que el viejo barco se hunda y el viejo colega se muera de hambre… eso está bien. El no se equivoca nunca… Massy, no. Nunca. Es un genio… eso es lo que es ese hombre. Es la forma de recuperar el dinero: que se vayan al cuerno el barco y el colega.
Ese condenado viejo chocho se lo ha tomado a pecho, musitó Massy para sí. Escuchaba atentamente tratando de detectar cualquier indicio de que le volviese a dar el ataque. Se sintió profundamente descorazonado por un estallido de risa lleno de ironía alegre.
– ¡Querrías ver el barco en el fondo del mar! ¡Ah, más que listo! ¡Diablo! Quieres que se hunda, ¿eh? Sin duda, muchacho; con este vejestorio se hundirían todos tus problemas. Recogerías el dinero del seguro… le volverías la espalda al viejo colega… y todo resuelto… otra vez hecho un caballero.
El rostro de Massy había quedado de piedra, sombrío. Sólo sus grandes ojos giraban incómodos. Aquel loco de atar. Pero todo lo que decía era cierto. Sí. Billetes de lotería. Todo cierto. ¿Empezar de nuevo? No, esperaba que no…
Pero siempre pasaba eso. El imaginativo borracho del otro lado del mamparo sacudió la quietud mortal que tras sus últimas palabras había invadido el obscuro barco amarrado en un muelle silencioso.
– No se le ocurra decir nada contra George Massy, caballero. Cuando se haya cansado de esperar, se deshará del barco. ¡Fíjese! Todo al cuerno, el barco y el colega. El sabrá cómo…
La voz vacilaba, fatigada, soñadora, pérdida, como desvaneciéndose en un gran espacio abierto.
– … encontrar un truco que funcione. Anda tras esto… no tema…
Tenía que estar muy borracho, pues al cabo se apoderó de él un pesado sueño, repentinamente, como un hechizo, y la última palabra se alargó hasta convertirse en un ronquido interminable, ruidoso, profundo. Luego se acabó hasta el roncar, y todo quedó en calma.
Pero daba la impresión de que súbitamente Mr. Massy había empezado a dudar de la eficacia del sueño contra los apuros de uno; o tal vez hubiese hallado el alivio que necesitaba en la quietud de una contemplación tranquila que podía contener los pensamientos vividos de riqueza, de una racha de suerte, de un ocio interminable, y podía poner ante la vista de uno la imagen de todo lo que desease. Porque, se dio vuelta, puso los brazos sobre la litera, y se quedó allí de pie con los pies sobre la vieja chaqueta preferida mirando afuera por el ojo de buey la noche y el río. A veces un aliento de viento entraba y le daba en el rostro, un aliento fresco cargado del toque húmedo y fresco de una gran extensión de agua. Todo lo que podía ver era algún destello ocasional; y en un momento dado pudo suponer que en definitiva había dormitado, pues súbitamente, y sin relación con ningún sueño, aparecieron ante su vista una serie de guarismos llameantes y gigantescos -tres cero siete uno dos- que formaban un número de boleto de lotería. Y luego, de pronto, el ojo de buey ya no estaba negro: era gris perla, y enmarcaba una costa llena de casas, abigarrados techos de paja, paredes de estera y bambú, aguilones de madera de teca labrada. Hileras de viviendas levantadas sobre un bosque de columnas bordeaban la orilla de acero del río, llena de salientes y calmo, con la marea cambiando de signo. Era Batu Beru… y había amanecido.
Mr. Massy se sacudió, se puso la chaqueta de tweed, y temblando muy nervioso, como quien ha sufrido un gran shock, anotó el número. Era una inspiración rara y cargada de buenos augurios. Sí; pero para buscar la fortuna necesitaba dinero… dinero en mano.
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