Salió dispuesto a bajar a la sala de máquinas. Había que atender a varias tareas, y Jack estaba tendido como muerto en el suelo del camarote, con la puerta cerrada por dentro. Se le hizo un nudo en la garganta al pensar en trabajar. ¡Ay! Si uno quería no hacer nada, antes tenía que conseguir una buena cantidad de pasta. Un barco no era solución. Totalmente cierto. Estaba cansado de aguardar alguna ocasión que le librase de una vez de aquel barco que había venido a ser una maldición.
El profundo e interminable alarido de la sirena de vapor tenía en su grave y vibrante nota un algo intolerable que causó un leve estremecimiento en la espalda de Mr. Van Wick. Eran las primeras horas de la tarde; el Sofala estaba zarpando de Batu Beru para Pangu, la próxima escala. Surcó la corriente, mal escoltado por algunas canoas, y deslizándose por el ancho río dejó de verse desde el bungalow de Van Wick.
Esta vez, el hacendado no había ido a despedirlo. Generalmente bajaba hasta el embarcadero, intercambiaba algunas palabras con el puente mientras el buque se alejaba y en el último momento saludaba con la mano al capitán Whalley. Aquel día no salió ni a la balaustrada de la galería.
– Tampoco me iba a ver, -dijo para sí-. Me gustaría saber si puede siquiera distinguir la casa.
En cierto modo, ese pensamiento le hizo sentirse más solo que en ningún otro momento de aquellos años. ¿Cuántos eran? ¿Seis o siete? Siete. Era mucho tiempo.
Se sentó en la galería con un libro cerrado sobre las rodillas, y contempló por así decir su soledad, como si el hecho de la ceguera del capitán Whalley le hubiese abierto los ojos. Había muchos tipos de penas y dolores del corazón, y no había lugar en que pudiese uno ponerse a salvo. Y se sintió avergonzado, como si durante seis años se hubiese comportado como un chiquillo enfurruñado.
Su pensamiento seguía la ruta del Sofala. Apremiado por las circunstancias, había actuado impulsivamente, atendiendo a lo más urgente. ¿Qué otra cosa pudiera haber hecho? Más adelante vería. Parecía necesario que saliese al mundo, al menos por un tiempo. Tenía dinero… algo podría hacer; no ahorraría tiempo, ni esfuerzos, ni pérdida de soledad. Sentía un peso en el corazón… veía al capitán Whalley cubriéndose los ojos con la mano, allí sentado, como si decepcionado en la confianza de su fe, se encontrase más allá de todo el bien y todo el mal que puedan hacer manos humanas.
El pensamiento de Mr. Van Wick seguía al Sofala río abajo, dando giros, cruzando la franja costera de la selva, entre los troncos enormes de los grandes árboles, luego entre mangles y finalmente cruzando el bajío. En pleno día el barco lo atravesó fácilmente, pilotado en aquellos momentos por Mr. Sterne, que tenía la guardia de cuatro a seis, y luego bajó a sumergirse con fruición en la perspectiva de estar virtualmente empleado por un hombre rico… como Mr. Van Wick. No concebía que pudiese interponerse ya ningún obstáculo. No parecía capaz de sobreponerse al sentimiento de que «al fin estaba instalado». De seis a ocho, cumpliendo con su deber, el serang veló sólo por el barco. Tenían un camino sencillo hasta las tres de la madrugada aproximadamente, cuando se acercarían al archipiélago Pangu. A las ocho Mr. Sterne salió contento a tomar el mando hasta la medianoche. A las diez estaba todavía gorjeando y tarareando en el puente, y para ese tiempo el pensamiento de Mr. Van Wick abandonaba al Sofala. Mr. Van Wick había caído dormido al cabo.
Massy, cerrando la escotilla de la sala de máquinas, se enfundó airado en la chaqueta de tweed, mientras el segundo aguardaba con el ceño fruncido.
– ¡Ah! ¡Ahora aparece! ¡Será imbécil! Bien, ¿qué alega en su defensa?
Había cuidado las máquinas hasta entonces. Una rabia sombría le obscurecía la mente: una rabia enconada contra el barco, contra los hechos de la vida, contra lo falsa que era la gente, contra sí mismo también… por el temblor que le sacudía el alma.
Por toda respuesta recibió un gruñido incomprensible.
– ¿Cómo? ¿No puede abrir la boca ahora? Pues bien sabe chillar sus tonterías cuando está borracho. ¿Qué pretende molestando a la gente de esa forma? ¡Un inútil cocido es lo que es usted!
– No puedo evitarlo. No recuerdo nada de eso. Usted no debería escuchar.
– ¡Encima! ¿Qué pretende usted cogiendo cogorzas como esa?
– No me pregunte. Me habían puesto malo las malditas calderas… A usted le pasaría lo mismo. Estoy harto de la vida.
– Entonces, ojalá estuviese muerto. A mí me puso malo usted ¿No recuerda el escándalo que montó anoche? ¡Miserable cuba de licor!
– No… no. No pretendía. La bebida es la bebida.
– Pues no sé por qué no le echo. ¿Qué pretende usted?
– Relevarle. Lleva usted ya bastante tiempo aquí, George.
– De George nada… ¡Viejo canalla harto de vino! Si yo me muero mañana, se muere de hambre. ¡Recuérdelo. Diga Mr. Massy.
– Mr. Massy -repitió el otro, estúpidamente.
Hecho un cristo, con ojos inyectados de sangre, camisa grasienta y llena de hollín, pantalones manchados por todas partes, pies desnudos metidos en alpargatas rotas, se lanzó hacia abajo en cuanto Massy le dejó paso.
El primer maquinista miró en torno. La cubierta estaba vacía hasta el coronamiento de popa. Todos los pasajeros nativos se habían apeado en Batu Beru esta vez, y no había subido ninguno. En el extremo del barco, el limbo de la corredera tintineaba, periódicamente. Había una calma chicha, y bajo el cielo nublado, por una atmósfera quieta que parecía abrazarse cálida con aroma de algas a su alargado casco, el barco avanzaba con la quilla inconmovible, como si flotase totalmente libre en un espacio vacío. Pero Mr. Massy se dio una palmada en la frente, se tambaleó, y se asió a una cobilla del pie del mástil.
– Voy a volverme loco -musitó caminando por cubierta con paso inseguro. Una pala estaba recogiendo el carbón esparcido abajo… se cerró una portezuela del fogón. En el puente, Sterne empezó a silbar una nueva melodía.
El capitán Whalley, sentado en el lecho, despierto y totalmente vestido, oyó que abrían la puerta de su camarote. No hizo el menor movimiento, aguardando a reconocer la voz, con un tremendo esfuerzo de prudencia.
La luz de una lámpara del mamparo cayó sobre la blanca pintura, la pana carmesí, el barniz tostado de las cimeras de caoba. La blanca caja de embalaje de madera de debajo de la cama había permanecido cerrada desde tres años antes, como si el capitán Whalley hubiese sentido que tras perderse el Fair Maid no pudiese haber en el mundo lugar seguro para sus afectos. Mantuvo las manos sobre las rodillas; su agradable rostro de grandes cejas presentaba un perfil rígido al que lo veía desde el pasillo. Al fin, la voz esperada habló.
– Una vez más: ¿Cómo debo llamarlo?
Ah Massy. De nuevo. El hastío de aquella insistencia le hacía migas el corazón… y el dolor de la vergüenza era casi mayor que lo que podía soportar sin chillar.
– Bien. ¿Seguiremos siendo socios?
– No sabe lo que me pide.
– Al menos, sé lo que quiero… Y quiero intentar convencerle una vez más.
El tono era mitad persuasivo, mitad amenazador.
Massy entró y cerró la puerta.
– Porque no sirve de nada que me diga que es pobre. Cierto que no gasta nada para usted, esto es muy cierto; pero eso tiene otro nombre. Usted piensa que va a arrancarme lo que quiere durante tres años, y luego va a dejarme tirado sin oír siquiera lo que pienso de usted. Se imagina que yo iba a someterme a sus antojos si hubiese sabido que tenía sólo quinientas miserables libras. Tendría usted que habérmelo dicho.
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