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José Somoza: Cartas de un asesino insignificante

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José Somoza Cartas de un asesino insignificante

Cartas de un asesino insignificante: краткое содержание, описание и аннотация

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Durante su solitaria estancia en el pueblo costero de Roquedal, una traductora, Carmen del Mar Poveda, recibe misteriosas cartas de un desconocido que le declara su intención de matarla. Las cartas son abandonadas en el muro que rodea su casa y el desconocido exige una respuesta. Comienza así un extraño intercambio epistolar, un juego de acertijos y falsas soluciones, de identidades y espejos, en el que, inexorablemente, se imbricarán las oscuras leyendas del pueblo, sus antiquísimas fiestas populares y algunos de sus más enigmáticos habitantes. Escrita en clave lúdica, siguiendo una estructura argumental que recuerda el juego múltiple de las cajas chinas, la novela aborda do manera brillante la idea de la muerte, ese asesino particular que siempre nos acompaña como interlocutor privilegiado de toda la vida, al tiempo que presenta la escritura como metáfora y espejo del destino humano. Estimada señorita. Voy a matarla y usted lo sabe, así que me asombra su silencio. La flor del almendro ya destella de blancura en las ramas, pero no advierto la flor de sus cartas en el muro. Eso no es lo convenido. Yo me tomo en serio mi papel de verdugo: haga lo mismo con el suyo de víctima. Le sugiero, por ejemplo, que se vuelva romántica.

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– Impresiona, ¿eh? -dijiste.

– Un poco.

Transcurrió una alegre eternidad mientras las dos comitivas se reunían en la plaza. La se inclinó ante el «Rey» y sus extremidades, inflexibles, semejaron las patas de un gran insecto. Hubo un breve silencio -de esa clase que acontece siempre cuando el silencio es insoportable, y el monarca extendió uno de los brazos de palo por detrás de la cabeza de su consorte; la mano, aberrante, parecía ir a estrangularla. Alguien, no sé quién, una voz -después muchas-, gritó: «¡Arrastráaaaaa!» al tiempo que el «Rey» parecía propinarle un fuerte empujón a la «Reina» -se escuchó un choque de maderas: ¡ploc!-y ambos desataban una tumultuosa carrera por la costana. Los monigotes se deformaron con el ímpetu, los mantos volaron a sus espaldas, los brazos adoptaron posturas inhumanas; tras ellos corrían los «Nobles» -adolescentes con calzas negras y capas-, y la mayoría de la gente que nos rodeaba. Volviste a cogerme del brazo, esta vez con más fuerza, te oí gritar con los demás: «¡Arrastra!», y nos despeñamos pendiente abajo, siguiendo la monstruosa estela de los Reyes.

– ¡Manolo! -protesté.

– ¡A. la playa!

Fue una carrera absurda, confusa, salvaje, agotadora como todas las buenas carreras -las de la infancia-, inolvidable. Sólo recuerdo un defecto: haber apretado el bolso contra el costado, como mujer de ciudad que soy, mientras te gritaba, sin aliento:

– ¿Esta es la tradición?

Naturalmente que llegamos los últimos. Nuestra intención era de las mejores pero la edad se hizo notar. Nos detuvimos en la primera ‹‹Parada››, en la arena de la playa. Los muñecotes iniciaron un melancólico minueto estorbado por la algarabía. Había un puesto metálico de bebidas, de los que se montan y desmontan según la ocasión, asediado por la muchedumbre, y hacia él nos dirigimos. Atrapaste dos cervezas entre los brazos que se alzaban y las voces fuertes.

– Ahora a reposar un poco -dijiste-, y después a la siguiente «Parada». Así es la fiesta.

La cerveza me supo a cristal. Sólo dejé de beber para jadear; pensaba que el corazón me estallaría como un globo que se infla en exceso; me dolían el pecho y el vientre; creía que un simple pinchazo de alfiler en un dedo me dejaría exangüe: brotaría la espuma de mis arterias ¡orno una botella de champán muy agitada. Mi hipocondría se inquietó: «Dios mío, qué ridículo que me muriera ahora mismo. Realmente me habrías matado tú, Manolo», Pero reuní aquellas sensaciones en la cabeza y, tras un breve instante de reflexión, decidí que eran la definición más adecuada que una intelectual como yo pue-de dar de «ser feliz».

– Bueno -dijiste tras el primer buche de cerveza-, traspasados mis sesenta tacos, y aquí me tienes. ¡Aún en forma!

– ¡Y que lo digas!

Sin embargo, a pesar de tus palabras, te costaba esfuerzo incluso respirar y tomabas aire entre ellas. Porque hablar es arriesgarnos siempre a sufrir una pequeña asfixia. Hablar es como si no nos importara morirnos: palabras y palabras pronunciadas expeliendo el aire que nos alimenta, derrochando el oro del oxígeno. Por eso yo me callo siempre; temo morirme de un exceso de habla.

– Todos los años participo en «La Arrastrá». Bueno, no todos los años… Hay que tener pareja. A solas, como no arrastres las pulgas…

– Pero tú tendrás una pareja distinta cada año.

– No tantas. -Lograste beber sin dejar de mirarme; la nuez onduló en tu cuello sagrado. lleno de runas-. La de este año es especial.

– ¡Sí, porque corre menos!

Lo negaste entre risas, y me pareció que el milagro del rubor teñía tus mejillas agrietadas como si un ángel te lo hubiera regalado. No quise enfrentarme a aquella repentina floración de tu juventud y me apresuré hasta la «Parada» con la excusa de verlo todo en primera fila.

La Reina

La «Reina» ejecutaba una curiosa mímica de clemencia, encorvándose una y otra vez ante el «Rey» mientras alzaba su máscara de porcelana triste. El «Rey», enorme, le daba la espalda con un vaivén sensual de los hombros; no parecía compadecerla. El grupo de tambores y flautas interpretaba una danza que apenas escuché debido al alboroto, pero en la que supe atrapar una fúnebre dulzura. Entonces el sonido se detuvo. Casi sentí cómo la gente contenía el aliento. El «Rey» alzó el brazo y empujó a la «Reina» otra vez -¡ploc!-, y todo comenzó de nuevo.

– ¡Arrastra! -gritaste con los demás.

Y nos arrastramos como un oleaje moribundo hasta la siguiente «Para», que así se dice aquí. Atardecía, y la oscuridad de los bordes del mar inquietó la farsa. Imaginé un verso repentino. Saltó a mi cerebro como un pequeño de colores apagados:

Verso repentino

Voy tras el rey de mayo,

Pidiendo clemencia voy.

Supe que me dejaba llevar por ti para huir de ti. ¿Contradictorio? No lo creas. Pensaba «No debo permitir el silencio. No dejaré que entre nosotros se ausente el ruido o llegue la intimidad». Tú no te ofendiste: pretendías guiarme, pero en realidad no hacías sino seguirme con cierta obcecación, cierta terquedad de amante abnegado; sólo te detenías para conseguir más cervezas, y sólo dejaste de conseguir más cervezas para presentarme el esbelto y oscuro cuerpo de los cubatas de coca-cola. No soy muy aficionada a los cubatas de coca-cola, pero esta noche he bebido más de uno. Recuerdo, entre las imágenes dispersas en el vértigo, un detalle gracioso: en el trayecto hasta la última «Parada» fui yo quien te cogí del brazo y eché a correr sobre las piedras oscuras.

– ¡Arrastráaaaaal -grité. Tú, más rígido y más muerto que los títeres que bailaban frente a nosotros, te dejabas llevar con paciencia de padre benevolente.

El último jolgorio se desarrollaba al pie de la ruinosa y legendaria torre de Roquedal, el recuerdo petrificado de algún faro o alguna almena (cerca de allí está tu casa, Manolo, ya lo sé: algún día de éstos tendré que visitarte, maldito bromista, a ver si por fin confiesas). La noche lo había convertido todo, incluyendo el mar, en una única sombra, pero la «Parada» recibía el privilegio de un luminoso cuadrilátero de bombillas donde proseguía la pantomima. Bailamos. En una de las vueltas caí románticamente en tus brazos, y abriste la boca sonriendo. Pero tus palabras, si es que ibas a decirme algo, las estorbó el cese repentino de la música, porque a veces el silencio ensordece que el ruido. Me asomé al cuadrilátero: la ‹‹Reina» alzaba su rígido brazo derecho hacia el rostro del «Rey». Simuló que le arrancaba la máscara, pero lo que hizo fue golpearla, y uno de los «Nobles» la desprendió. Se oyeron insultos, obscenidades, abucheos. El «Rey» se volvió hacia nosotros y nos desafió con un rostro que era como el ojo de un huracán.

– Es la costumbre -murmuraste con voz siniestra, formolizada como la de un cadáver-: le quitan la máscara y debajo no hay nada. Bueno, hay escayola pintada de negro.

– ¿Y por qué?

Te encogiste de hombros.

– Unos dicen que es una representación en burla de los reyes moros. Otros afirman que es una ceremonia más antigua, una especie de rito en honor de los dioses subterráneos…

– Qué miedo.

– Nadie conoce muy bien el origen de esta fiesta, pero es interesante, ¿verdad? Escribe sobre ella, tú que eres escritora…

– ¿Y tú no? -sonreí.

Un golpe de tambor me destrozó la pregunta. El «Rey» se tambaleaba en solitario, enfrentándonos con su cara socavada de luna nueva. El Mediterráneo, diseminado de barcas, yacía detrás, y aquel semblante cóncavo semejaba uno de sus trozos: un mar oscuro, no un cielo oscuro, un mar negro, no exactamente un cielo negro, porque había defectos -escayola- que simulaban movimiento. «Oscuridad pero forma», pensé. «Como el gato de la Virgen, o como el muchacho mago, o como todo Roquedal; como tú -usted-: algo que se ve y no se ve, velado por su propia existencia.»

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