José Somoza - Cartas de un asesino insignificante

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Cartas de un asesino insignificante: краткое содержание, описание и аннотация

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Durante su solitaria estancia en el pueblo costero de Roquedal, una traductora, Carmen del Mar Poveda, recibe misteriosas cartas de un desconocido que le declara su intención de matarla. Las cartas son abandonadas en el muro que rodea su casa y el desconocido exige una respuesta. Comienza así un extraño intercambio epistolar, un juego de acertijos y falsas soluciones, de identidades y espejos, en el que, inexorablemente, se imbricarán las oscuras leyendas del pueblo, sus antiquísimas fiestas populares y algunos de sus más enigmáticos habitantes. Escrita en clave lúdica, siguiendo una estructura argumental que recuerda el juego múltiple de las cajas chinas, la novela aborda do manera brillante la idea de la muerte, ese asesino particular que siempre nos acompaña como interlocutor privilegiado de toda la vida, al tiempo que presenta la escritura como metáfora y espejo del destino humano. Estimada señorita. Voy a matarla y usted lo sabe, así que me asombra su silencio. La flor del almendro ya destella de blancura en las ramas, pero no advierto la flor de sus cartas en el muro. Eso no es lo convenido. Yo me tomo en serio mi papel de verdugo: haga lo mismo con el suyo de víctima. Le sugiero, por ejemplo, que se vuelva romántica.

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Tambores y aplausos resonaron dentro de mi cuerpo como trompetas del juicio, despertándome.

– Se acabó -dijiste.

Regresamos por la playa más nocturna, escogiendo la soledad. Yo sabía que habíamos fabricado un recuerdo, lo supe con la certeza de un profeta. Hay cosas que ya han sucedido mientras suceden; que, siendo, fueron; impresiones que se te quedan detrás, como elegidas para formar la memoria. Sentí cansancio ante esta vida invisible que se levanta a nuestras espaldas como las olas mientras nadamos hacia el mar profundo, esta vida llena de pérdidas, porque todo recuerdo es también aquello que ya no es. Aquello que está y no está.

– Bonito nombre -te oí decir-; Carmen del Mar. ¿Por qué te pusieron Carmen del Mar? Nunca te lo he preguntado.

– Porque nací en Madrid -respondí con toda mi risa estúpida de fin de fiesta. Temí convertirme en el tema de tu improvisada conversación y volví a reírme para distraerte. Tú entraste al trapo de mi alegría y me imitaste, pero tu risa finalizó en un silencio hondo.

Caminábamos -ya era imposible correr y muy difícil caminar- abrazados, en la fortísima intimidad del alcohol y la náusea. Y ése fue el instante que elegiste para espetarme tu cariño:

– Por cierto, en septiembre me voy unos días a un pequeño pueblo de los Pirineos. Unos amiguetes me prestan una casa en plena naturaleza. Ya he estado otras veces allí, y te aseguro que la experiencia es maravillosa…

– ¡Qué bien! -dije. Yo distaba de hallarme a la altura de tus intenciones: pretendía desgarrar una invencible rodaja de salchichón sobrante de una de las incontables tapas que habíamos consumido-. ¡Cuánto te envidio!

– Precisamente quería invitarte a venir conmigo.

No se deben decir estas cosas cuando tratas de destrozar con la boca un pedazo de embutido, sea salchichón, chorizo o similar. Estuve a punto de atragantarme: me reí hasta que los ojos se me nublaron y sólo pude distinguir frente a mí una réplica impresionista de tu rostro en la penumbra de la playa. Tú no te reías.

– Lo siento -dijiste.

– No, no, qué va. Es que así, de pronto…

– No me hagas caso.

– No, no, es que,…

Mi cruel diafragma temblaba todavía cuando me limpié los ojos con el dorso de la mano y volví a ajustarme las inseparables gafas.

– Estoy superocupada este verano, Manolo, lo siento. La traducción de Faulkner… Tengo que entregarla justo en septiembre. Te lo agradezco, pero…

– No es necesario que me des explicaciones.

– Te lo agradezco de verdad.

Hubo una pausa entretenida por el mar y el bullicio cada vez más lejano. Te detuviste frente a las olas y me dejaste imaginar tu sonrisa.

– No te habrás mosqueado, ¿eh? -murmuraste.

– ¿Mosquearme? ¿Por qué?

– No soy un viejo verde, te lo juro… Bueno, soy verde, pero no viejo.

Volví a reírme, esta vez con tu beneplácito, y ello te condujo a la ruina de insistir:

– Te lo digo en serio. Yo no te molestaría, Carmen del Mar. La casa es grande. Tendrías una habitación privada para ti, para…

Hablé al mismo tiempo, bruscamente sobria:

– Gracias, Manolo, de verdad. Prefiero quedarme.

Suspiraste -un suspiro breve y violento, casi una tos, como si te negaras a ser dulce incluso entonces- y volviste la oscuridad de tu rostro hacia mí.

– En fin. Han sido unos Reyes de Mayo muy bonitos.

– Lo mismo digo -asentí.

Nunca he sabido por qué se revelan las cosas más importantes en la penumbra, generalmente tras el vaho del alcohol y el cansancio; o en la oreja del otro, como un veneno; o en el momento inmediatamente posterior al sexo, bajo las sábanas, mirando al techo; o arrodillados tras una rejilla. Lo cierto es que siempre te quedas sin capturar las expresiones de una confesión: nunca llegas a saber si el otro llora, o si sonríe con amargura, o si sus facciones se relajan, o si te mira o te rehuye.

Tu rostro, Manolo, era un Rey Negro de Mayo.

Las últimas palabras de esta carta van dirigidas a mi asesino.

Carta a mi asesino

Escribo esto a las cuatro y media de la madrugada. No es para usted, aunque usted lo leerá. Su amenaza y mi tranquilidad no son respuestas sino monólogos. Ninguno de Jos dos espera que el otro reaccione, sólo que sepa lo que pensamos. Quizá ahí reside el secreto: que usted suena con matarme; yo, con ignorarle. Como ambos debemos soñar, usted no puede matarme ni yo ignorarle, y por eso escribimos. Pero no sé por qué hoy, a estas horas y con el torbellino del alcohol y el baile encima -quizá por esto mismo-, se me ocurre que la nuestra es la mejor comunicación a la que pueden aspirar dos personas: Lejos entre sí, sabiendo que el encuentro es imposible pero llenando el vacío con palabras que no tienen destino. Cuando escribimos para alguien escribimos mentiras (discúlpeme si es ahora la novelista la que le da clases al respecto); sólo decimos la verdad frente a las sombras. Así que miro hacia las sombras y me dirijo a ellas. Estimadas sombras.

* * *

¿Por qué no un pañuelo también? Tacones altos, maquillada, un pañuelo al cuello. El pañuelo podría ser blanco, si usted guarda siquiera el más ligero afecto por mí, o negro, atado al brazo, si me odia. Hablemos mediante símbolos sin significado; escribamos mentira tras mentira hasta llegar, por pura probabilidad, a una verdad involuntaria. Sobre todo, imagine. Supongamos que soy Manolo Guerín, como usted cree. ¡Piense en mi diversión cuando la vea salir dócilmente vestida según mis instrucciones! ¿Quiere percibir el peso de un pañuelo atado al cuello? Úselo ahora mismo y recuerde que lo hace por obedecerme. ¿Quiere probar la altura exacta de sus tacones, medir cada paso? Salga con ellos ahora. Pero mejor aún: no me obedezca, imagine que se rebela, que no los usa porque pretende desafiarme; reconocerá que es otra forma de usarlos; notará la ausencia del pañuelo como un suave frío de serpiente en el cuello; el espectro de sus zapatos de tacón le alzará los talones. Negar es también afirmar. El sólo hecho de que yo estoy, ¿acaso no influye en sus decisiones? Si elige ignorarme, ¿logrará olvidarme? Si me olvida, ¿podrá impedir que mi recuerdo llame alguna vez a su puerta? Incluso si no le escribo más, ¿dejará por ello mi insignificante presencia de influir en su camino? De no haberse dado mi existencia, señorita, la suya sería otra. Ni siquiera me preocupa ser un asesino tan inútil: la vida de una víctima también es insignificante. Suponiendo, en contra de toda evidencia, que yo no la matara, que sólo le escribiera cartas como ésta, fácilmente olvidables, usted ganaría la muerte de igual forma. Soñando con asesinarla, la asesino. A diferencia de los zapatos de tacón, desobedecerme en esto sería únicamente postergar su obediencia. He aquí una verdad evidente. La única.

Verdad evidente

Usted morirá.

Hable con Francisca Cruz, Amparo Mohedano y Eulogia Ramírez. Ellas le revelarán otra verdad evidente. A Eulogia la encontrará mañana por la tarde en la iglesia, a las cinco en punto.

* * *

He visitado varias veces la iglesia de Roquedal, y siempre me ha parecido que era el mar. La sensación se agota cuando pasa el tiempo, romo si mi imaginación se acostumbrara a ella igual que los ojos a la penumbra. Hay varias cosas que son el mar sin serlo: el nicho lapislázuli de la pared del altar, que ampara la delicada figurita de Nuestra Señora de Roquedal, la polícroma patrona de los pescadores del pueblo; pero también las maderas que forman la gran cruz, procedentes, afirma la fábula, de las cuadernas de una vieja carabela de las Indias que naufragó en las cercanías y cuya tripulación vive aún bajo las olas del espigón (Manolo desmiente que tal leyenda exista, porque en Roquedal hay leyendas de leyendas); y la piedra desportillada de las paredes; y la gruta de la Virgen del Gato, excavada en un lateral sobre roca esponjada. Pero la sensación, como digo, desaparece pronto, y sólo (queda la mancha del recuerdo y la percepción autentica de una vieja iglesia de pueblo, con sus esquinas misteriosas y sus figuras veneradas.

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