Fue entonces, exactamente entonces, cuando tuve aquella -¿azarosa?- tentación. Principiaba la traducción de los capítulos en los que se narra la relación entre la señorita Burden, solterona abolicionista, y el híbrido Joe Christmas, con su blancura manchada de antepasados negros, a quien ella llama «Negro» en sus frenesíes. La señorita Burden vive sola, enjaulada en su memoria, perdida como una isla en un océano de esclavos y amos. Con ella se extingue la estirpe. El Negro Christmas llega a su casa con pasos de león africano, también solitario, sinuoso, esbelto, trágico; lleva en sus ojos el destino sureño como una marca de fuego en la espalda de un esclavo; su silencio es de campo de algodón. Ambos se parecen en algo: lo Negro arde en su interior. Son negros íntimos. Ella se relaciona de forma extraña con él: le deja comida en la cocina como lo haría con un gato grande; no renuncia a su contacto pero tampoco lo reclama; le escribe cartas que esconde en un poste hueco cerca del establo, y que le ofrecen pistas sobre dónde podría hallarse ella, como en un juego del escondite. El la busca por toda la casa, a oscuras, y a veces la encuentra oculta en un armario, waiting, pan ting, her eyes in the dark glowing like the eyes of cats, y a veces en el campo de los alrededores, con la ropa desgarrada, esperándole.
La soledad es una extraña compañera de cama. Vivir con ella es como caminar sonámbula. No sé en qué momento de aquella noche, ni por qué razón -los ojos ardiéndome de Faulkner-, alcé la pluma con la mitad de una palabra interrumpida y dirigí la húmeda -negra- punta hacia otro cuaderno, iniciando la primera carta de mi asesino Negro, que ya sólo conservo en la memoria, aunque implacable:
«Estimada señorita. Voy a matarla. No le diré cuándo ni cómo, pero confíe en que lo haré. Usted no me conoce, yo a usted tampoco. Pero hemos coincidi do de esta forma: habrá una colisión, y mi cuerpo, más fuerte, la destruirá. No me mueve la codicia, ni siquiera el placen Mi deseo de matarla tampoco ES intenso. Pero es puro. Yo estoy hecho sólo de su muerte; soy una veta profunda de su crimen. Acepte Esta misiva como el comienzo de nuestra relación. Denunciarme sería tan inútil como denunciar que Algún día morirá».
Naturalmente que no fue una tragedia. Nada es trágico en la soledad: todo lo que hacemos cuando estamos solos nos hace reír en el fondo. Cogí un sobre de la estantería y guardé la carta sin leerla. Entonces salí de casa. Envuelta tan sólo en mi bata de baño, la sensación fue como si me arrojase al mar: el sonido, el frío, incluso el vértigo. Mis ojos traspasaron la profundidad.
La casa donde vivo aquí en Roquedal posee dos plantas, tres dormitorios, un espacio para el perro o el gato en la parte trasera y un huerto en la delantera con varios naranjos enfermizos. La cancilla del huerto se prolonga con una tapia, un muro de piedra de baja altura que nada protege, nada oculta y nada previene. Abandoné la carta en una esquina del muro, asegurada con una pequeña piedra, en la posición en que se dejan los regalos, a conciencia, mostrada como algo blanco y rectangular que alguien colocara con el único propósito de que otra persona lo advirtiera. Deseaba recibir al día siguiente el impacto del hallazgo ficticio.
Dio resultado. Por la mañana me encontré, me leí y soporté un escalofrío. Contemplé el mar, que ya lo era, quiero decir, que ya no era parte de la oscuridad sino una autonomía turquesa más allá de la pequeña línea de árboles secos, y pensé: «Así que incluso aquí puedo sentir temor». Pero fue como si el temor cobijara otras emociones, aún indefinibles.
A partir de aquel día adquirí la costumbre de escribirme y responderme, al menos, un par de cartas a la semana. Conforme conocía a las gentes del pueblo, gustaba de especular con la identidad oculta de mi asesino. La primavera comenzó muy divertida gracias a esta lúdica manera de elaborar un diario. Cuando me asaltaba de nuevo el sentido de la realidad y frenaba la pluma con la voz de mi Negro, me agradaba pensar, con la señorita Burden: Don't make me have to pray. Dear God, let me be damned a little longer, a little while, no me obligues a rezar, déjame en pecado un poco más, Dios mío, y comenzaba otra carta:
«Soy un tren imposible , una máquina negra que trepa velocísima por la vertical de un precipicio: y usted cae por él hacia mí».
Pero vinieron malos tiempos: la muerte en accidente de Luis Blasco, por ejemplo, el pintor que aún creía en el LSD. Fue extraño, porque apenas lo conocía, pero al enterarme de la trágica noticia -hace ahora dos meses- sólo pude escribir con la voz de mi Negro y amordacé a la señorita Burden. «En Roquedal nadie debe morir», pensaba. «Todo lo que suceda aquí, todo el ruido y la furia, ha de ser ficticio. He venido a Roquedal para iniciar una crónica fantástica de mi vida. Aquí sólo debe ocurrir aquello que se escribe.» Pero no pude dominar mi aprensión a partir de la muerte del pobre Luis.
Después regresaron los recuerdos.
El mar, que es una vacilación constante, te contagia. Anoche ya no quise escribir más cartas anónimas. Tampoco quise la luz, y apagué el flexo. Penetraba un poco de resplandor lunar por la ventana, pero no me permitía leer. Sin embargo, mi pereza me impidió devolver los libros a la estantería y permanecí sentada ante ellos, asombrada de lo misteriosos que parecían, apilados en un inútil montón sobre la mesa, cerrados. Pensé: «No. No puedo huir de los recuerdos con fantasías». Y hoy
* * *
Estimada señorita, A pesar de su falacia, el juego de la identidad puede resultar interesante en algún momento. Yo no la engaño, pero no puedo impedir que usted se engañe conmigo. Razones tendrá para ello y yo ninguna para desmentirla, ya que su error puede no concluir (es posible que muera equivocada con mi identidad), así que, ¿qué importancia tiene un error que dura toda la vida? Si existen verdades breves, ¿por qué no errores eternos? El hecho ineludible es que va a morir: yo la mataré. Y, sobre esto, ¿qué se puede razonar? He aquí un sencillo ejercicio de lógica.
Si no podemos razonar, tampoco podemos equivocarnos. Es decir, si no hay razonamiento posible, no hay error posible. Por tanto, todo aquello en lo que podríamos fallar es intrascen dente, y lo único importante y cierto (su muerte) es infalible.
Contemplado el tema desde esta perspectiva, se impone emplear nuestra relación, o su preámbulo, en lo que más le agrade: escríbame o deje de hacerlo; rompa mis cartas o léalas con avidez; juegue a buscarme o ignóreme por completo; crea, si le apetece, que yo soy usted. Haga algo, señorita, que la consuele por fin de lo inevitable. Recuerde que «perder el tiempo» es una justísima metáfora de la muerte.
* * *
Manolo: eres un cabrón. Me has dado un susto terrible. Soy muy miedosa para todo lo que atañe a la realidad, ¿no lo sabías? Cuando descubrí ayer tu carta en el lugar exacto del muro donde dejaba las que me escribía a mí misma casi me desmayo. Afortunadamente, te había visto la noche anterior rondando por los alrededores, y no me fue difícil resolver el misterio tras algunas horas de tila y prudente reflexión. Pero que sepas que el peor susto te lo hubieras podido llevar tú, ya que al principio me entraron ganas de coger tu anónimo y presentarme en comisaría, ¡tan horrorizada estaba de que mi fantasía se hubiera hecho realidad!… Ahora me parece una idiotez, pero en aquel momento no podía ni siquiera pensar en lo que estaba haciendo, porque el miedo nos traiciona la razón. ¡Te has vengado de mi cinismo con mis propias armas! Ya sé que no puedo reprocharte nada, pero dime, por favor, quién te mandaba espiar mis sueños por el ojo de la cerradura. Es verdad que los sobres, que sin duda hallarías por casualidad cualquier noche pasada en el muro, no tenían remite ni destino. También reconozco que, hablando estrictamente, no se encontraban en el interior de mi propiedad sino en el límite. Pero aun así, dime cómo has podido cogerlos, leerlos y dejarlos en el mismo lugar, una y otra vez, sin decirme nada. Oh, Manolo, cabronazo. La lectura atenta de tu carta me permite deducir que llevas fisgando en mis locuras desde hace bastante tiempo, incluso has logrado imitar con mérito el estilo inexorable de mi asesino Negro. No me atrevo a pensar en todas las cosas que sabrás sobre mí y que no me dices a la hora de las cañas en la Trocha, ni siquiera con oíos ensopados de cerveza.
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