Manuel Montalbán - El premio
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– Los posconceptualistas se han empeñado en buscar un arte fugaz, la instalación, impracticable y condenado a desaparecer y la arquitectura hotelera es la única salida porque implica lo rutinario de la escenificación del vivir lejos de casa. Más coincidencias para la magia de la coincidencia entre la rutina del servicio y la angustia del cliente desidentificado, imposible. ¿Ha observado usted la inquietud con la que el cliente de un hotel aguarda que se compruebe su reserva previa? Si no figura en esa lista puede llegar a dudar de su propia identidad. ¿Ha figurado usted alguna vez en las listas de espera de un aeropuerto? ¿No se ha angustiado?
– Hace ya muchos años tuve un excelente profesor de Literatura francesa que se llamó Joan Petit. Un día me explicó la diferencia entre la angustia metafísica de unos tíos que se llamaban existencialistas y la angustia concreta de los ciudadanos de a pie. La angustia concreta es que la sientes cuando llama a tu puerta la policía o el cobrador de la luz y no tienes la Historia clara ni dinero para pagar.
Carvalho obvió que Álvaro le miraba con curiosidad porque las escaleras del supuesto Partenón rosa les habían llevado hasta un hall que parecía una selva birmana y de entre las lianas, las palmeras liofilizadas, los árboles sombríos y asombrados, emergían los rótulos de Armani, Gucci, Bulgari, Ferré e incluso el de una sucursal de Tiffany's que Lázaro Conesal había financiado sólo por el prestigio de coleccionista de los mejores horizontes de este mundo. Los cuatro ascensores subían y bajaban con la cara hacia la Castellana, como con ganas de marcharse hacia Burgos y las espaldas interiorizadas dentro de aquel hall selvático, tan alto como los treinta pisos del hotel, enseñaban los secuestrados en el interior vigilados por un ascensorista disfrazado de ascensorista de entreguerras, de entre qué guerras no importa, se dijo Carvalho, pero nada hay tan característico como los vestuarios y los gestos en los períodos de entreguerras. Todavía inquieto por la escenografía siguió a su guía hasta una habitación tan normal que le aburrió nada más verla. En el diseño de aquella estancia no había intervenido la mirada lúdica de ningún diseñador de prestigio. Tal vez la había diseñado algún ciego dotado de cierta memoria visual. La habitación tenía vocación de seria y uniformada, hasta el punto de que parecía amueblada por unos grandes almacenes, prueba evidente de subalternidad, avalada por el hecho de que allí estaba el reposo de la seguridad del hotel, junto a otra estancia en la que las terminales de televisión y telefonía introducían el decorativismo sideral e irreal de la telemática. Pero en el ámbito uniformado de nada y de nadie, se tejían y destejían conversaciones entre una docena de hombres de parecida edad y cara, tan parecidos entre ellos que no valía la pena mirarles de uno en uno. Las pantallas de los monitores transmitían información de lo que ocurría en todos los puntos generales del hotel y se podía seleccionar cualquier sector si desde allí llegaba la señal de alarma.
– El programa permite desconectar sectores según convenga. Mi padre, por ejemplo, cuando se hospeda en este hotel no tolera que el circuito controle la zona de su suite, porque a veces no quiere dejar constancia de quién le visita. Hoy, por ejemplo, se meterá en su suite y quedará desconectada la zona del entorno.
El rostro de uno de los empleados se coló en la memoria de Carvalho y empezó a revolverla. Es el jefe de seguridad y de personal del hotel, le informó Álvaro. La búsqueda dio resultado. Entre las fichas destruidas de su mente salió la vivencia en penumbra que compartía con aquel individuo. El jefe de seguridad había sido uno de los más duros policías políticos de la dictadura en su fase terminal, con la edad suficiente para que se le recordaran torturas sin que fueran demasiadas, y con un cierto prestigio de policía ecléctico, posmoderno, de los primeros en comprender que la justicia y la injusticia, la legalidad y la ilegalidad, la guerra y la paz estaban pasando de la iniciativa pública a la privada. Era hielo lo que emitían sus ojos cada vez que el joven Conesal les refería el cometido de Carvalho, un comodín, con libertad de instalación por todo el ámbito de la concesión del premio, sin autoridad sobre nadie, a no ser que por intermedio de él, Álvaro Conesal, las observaciones de Carvalho se convirtieran en medidas. Álvaro emitía estas explicaciones pacientemente, ante el evidente disgusto del jefe de personal, una cara y una actitud que Carvalho quería reconocer y no podía hasta que Álvaro pronunció el nombre. Era obligación, recalcó Álvaro, del jefe de personal y seguridad, Sánchez Ariño, mantener a la policía informada sobre la libertad de movimientos del detective privado. Sánchez Ariño, alias «Dillinger», aquel joven policía fascista de la etapa inicial de la Transición, capaz todavía entonces de infiltrarse en grupos de extrema izquierda y luego patearles el hígado. Carvalho recordó de pronto aquellos ojos saltones vigilantes al lado del comisario Fonseca, en el transcurso de su investigación en el caso de Asesinato en el Comité Central, «Dillinger», un jovenzuelo turbio especialista en los movimientos de infiltración de la KGB en el Universo, ahora provocaba un aparte con Álvaro Conesal para decirle algo privado. Una esquina de una oreja de Carvalho captó una pregunta de «Dillinger» dirigida a Conesal Jr.
– Así éste, ¿de qué viene? ¿De mirón?
– Exactamente, de voyeur.
Cualquier policía que haya pertenecido a la Brigada Político Social conserva una mirada detectora de comunistas y Carvalho se sintió examinado como si lo fuera y devuelto por lo tanto a treinta años atrás cuando lo era y tenía que soportar miradas como aquélla. Muchas veces había pensado en la angustia, la frustración, la mala leche de los anticomunistas en un mundo en el que apenas quedaban comunistas y cómo debían por lo tanto aprovechar a los supervivientes para conservar la propia identidad. Álvaro percibió la inquina de fondo del jefe de personal.
– El señor Carvalho tiene libertad de movimientos por expreso deseo de mi padre.
– No faltaba más.
Si Carvalho hubiera tenido diez años menos le habría pegado una patada en la bragueta pero consideró cuánto duraría el altercado violento con «Dillinger» y no se sentía seguro de sí mismo. Pidió permiso para dar una vuelta por su cuenta según un plano de distribución de las dependencias del Venice y lo primero que comprobó fue que el gran salón comedor donde iba a celebrarse la cena y el anuncio del fallo del jurado disponía de una gran entrada y de una salida de menor dimensión, pero también considerable. La salida iniciaba un circuito por la sección de tiendas menores y llevaba hacia dos de los ascensores que comunicaban con las plantas. La entrada comunicaba con el espectacular hall selvático y sus selectas tiendas que aportaban al huésped la impresión de comprar en Tiffany's en plena selva tropical. En cualquier caso la decoración predisponía a vivir una aventura de niños entre objetos y señales dibujados puerilmente, como si el diseño hubiera sido encargado por una manada de niños melancólicos perdidos en la selva. ¿Cómo se llamará este estilo?, se planteó Carvalho cuando todo le recordaba el diseño del perro mascota de la Olimpiada de Barcelona, pero el melancólico Cobi tenía una estructura aplastada, fugitiva de sí misma. Aquí, cuanto le rodeaba era una burla de su función. Por ejemplo, las mesas eran como huevos fritos. ¿De quién había sido la idea de aquella decoración? En principio, Carvalho se la atribuía a Álvaro, pero después de escuchar a su padre tal vez fuera un capricho del financiero, dispuesto a recuperar el diseño del mundo de su infancia. Aquel hombre interpretaba continuamente un papel que le había resultado rentable en los últimos quince años, durante el aventurerismo modernizador, cuando bastaba el referente modernidad y el verbo modernizar para abrir toda clase de puertas. Pero Carvalho sabía detectar el desgaste de las poses, tal vez porque cada vez era más consciente de su propio desgaste, de la progresiva flaccidez de una musculatura que le había hecho sentirse irónicamente poderoso durante dos décadas y desde esa capacidad de autocomprensión detectaba el deterioro muscular de Lázaro Conesal, por más que estuviera en una fase inicial y aún no hubieran aparecido los nuevos modelos de conducta sustitutorios. Se quedó al pie de los ascensores por si le venía la pulsión de subirse a ellos, como cuando ascendió en el ascensor exterior del Fenimore en San Francisco, hacía más de treinta años, en busca del buffet sueco del restaurante del último piso. Hacía treinta años de todo y pronto haría cuarenta años de casi todo. Cuando regresaba hacia la central de seguridad del hotel percibió la silueta de «Dillinger» en el umbral de la puerta, realzada por las luces interiores. Fumaba y le observaba, con las narinas posiblemente excitadas ante el olor de un antagonista. Se apartó sin demasiadas ganas cuando Carvalho se introdujo en la habitación por si estaba Álvaro. No estaba y ya volvía a sus andaduras libres para evitar la encerrona con el jefe de personal cuando sintió que le silbaba a su espalda. No estaba para responder silbidos y continuó su marcha hasta que la llamada tuvo voz humana.
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