Manuel Montalbán - El premio

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Un «ingeniero» de las finanzas esta contra las cuerdas y quiere limpiar su imagen promoviendo el premio mejor dotado de la literatura universal. La fiesta de concesión del Premio Venice-Lázaro Conesal congrega a una confusa turba de escritores, críticos, editores, financieros, políticos y todo tipo de arribistas y trepadores atraídos por la combinación de «dinero y literatura». Pero Lázaro Conesal será asesinado esa misma noche, y el lector asistirá a una indagación destinada a descubrir qué colectivo tiene el alma más asesina: el de los escritores, el de los críticos, el de los financieros o el de los políticos.

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– Unos minutitos, José, unos minutitos.

Se hizo el aparte y algo inconveniente le diría simplemente José porque Conesal le dio la espalda bruscamente desentendiéndose de él.

– Dígale a su hermana que hable con mi mujer o con quien quiera. Pues vaya.

Al llegar a la altura de su hijo y Carvalho se explayó con Álvaro.

– ¿Esa chica aún está por aquí?

– Tú me dijiste que no la despidiera pero que no fuera demasiado visible hasta…

– No la despidas pero la quiero invisible del todo. En casa y cobrando. De momento. Y si quiere hablar con tu madre que se tomen un té juntas, pero no aquí.

Luego buscó refugio en una recordada complicidad con aquel hombre recién llegado cuyo apellido no recordaba.

– Usted es el gourment, ¿verdad? ¿Su nombre?

– Carvalho.

– Eso es, Carvalho. ¿Aprueba el menú de Alfonso Dávila?

– Habrá que probarlo.

– De eso se trata.

Como si tuviera telepatía apareció en la puerta la reencarnación de Lázaro de Tormes, pero ahora vestía de perfecto camarero de restaurante cinco tenedores. Se sentaron los dos Conesal y Carvalho a la mesa y Simplemente José les ofreció aperitivos que los anfitriones rechazaron y Carvalho aceptó.

– Un fino. Pero sorpréndame con la marca. No me abrume con los de siempre.

Tenía respuesta el restaurador para aquel desafío e, interesado, Lázaro Conesal se sumó a la fiesta.

– Pues si va a sorprender al señor Cabello, sorpréndame también a mí.

– Carvalho, papá, Carvalho.

– ¿Usted, don Álvaro, también se suma al aperitivo?

– No, gracias.

Se frotaba las manos satisfecho el financiero y le guiñaba el ojo a Carvalho como a un compinche que viniera de lejos y le prometiera compañía de por vida. Jugueteó luego con el menú impreso en una cartulina y se lo tendió a Carvalho como una ofrenda.

– Extracto de pescados ahumados con ostras a la hierbabuena, pichones de Talavera rellenos al estilo Jockey y milhojas de mango con helado de jengibre. ¿Qué tiene que decirme?

– Espero probarlo.

Se presentó el camarero con un Moriles frío y tapas de chanquete tan sutiles que parecían espuma de mar frita.

– Pregunta de lego a experto. ¿Un pescado frito antes de un entrante de ahumados y ostras, no desentona?

– Si se tratara de un surtido de pescado frito convencional sí, porque absorbe mucho aceite y se empaparía el paladar. Por más que el aceite en el estómago siente bien, si no es refrito, para cualquier digestión posterior. Pero el chanquete no es casi pescado. Es tan etéreo que el aceite lo perfuma más que lo fríe.

– Cada día se aprende algo. En casa siempre hemos comido bien pero con esa solidez con la que comen las burguesías españolas, sin demasiada información ni cultura gastronómica, es más, con un cierto pudor como si el comer bien fuera pecado. Excelente este Moriles. ¿Recuerdan aquella cuña radiofónica? La elección es bien sencilla, o Moriles o Montilla.

Consultó el reloj y le perseguía el tiempo por lo que agitó el brazo en el aire, evidente reclamo a la aceleración de la comida. No le quitó ojo a Carvalho cuando olía los alimentos a distancia, los probaba, alternaba la bebida de los vinos.

– ¿Podría usted adivinar lo que hemos comido? ¿Cómo se ha hecho?

– No del todo, pero en el entrante es fácil adivinar la combinación de gusto entre el ahumado, las ostras, la hierbabuena y una punta de nuez moscada. Es una combinación excelente la de la concreción casi obsesiva del ahumado con la ligereza marina de la ostra e igual combinación se establece entre la nuez moscada, un sabor tan determinado, y la de la hierbabuena, un sabor tan abierto.

Lázaro dirigía a su hijo cabezazos de afirmación que Álvaro no contestaba, ni siquiera parecía estar escuchando a Carvalho.

– Los pichones de Talavera rellenos estilo Jockey dependen no sólo del punto de la carne, porque el pichón se vuelve harinoso si está demasiado cocido, sino del equilibrio del relleno que parece fácil de conseguir, pero no es así. La trufa puede poner malicia exquisita en cualquier relleno, pero también arruinarlo. Hay sabores que bloquean el paladar más que estimularlo. Y en cuanto al milhojas de mango con helado al jengibre que aún no he terminado, he de confesarle que admiro la arquitectura de los postres, pero no me conmueven. Tal vez sea una cuestión de memoria histórica. Pertenezco a la generación del plato único. Aun así, confieso que me parece excelente.

– Pues ahí le he pillado, porque yo soy un experto en postres e incluso los cocino. Dile, Álvaro, a este señor cómo me salen las tartas de manzana.

– Tú crees que te salen excelentes.

– ¿Y no es así?

– Casi nunca.

– Pero ¿será posible?

Padre e hijo ponían cara de haber repetido la broma hasta el hartazgo, sobre todo Álvaro parecía saturado y no quiso Carvalho exagerar su regocijo. Se limitó a sonreír tal vez desmesuradamente y prefirió dedicarse a la copa de un excelso Pedro Ximénez Viña 25. A Conesal se le habían ablandado los esfínteres, a su hijo no. El chico estaba constantemente vertebrado, discretamente tenso y Carvalho tuvo curiosidad por saber cómo se comportaba cuando su padre y el entorno de su padre dejaban de ser el referente de su vida. Lázaro Conesal apenas probó el jerez y se dejó caer contra el respaldo de la silla sin descuidar una mirada de reojo a un reloj sin duda carísimo pero de apariencia discreta.

– ¡Ah! No hay nada como una buena comida en compañía inteligente. ¿Se dejaría contratar sólo para explicarme el menú que como? Véase la importancia de la cultura, es decir, del patrimonio del saber en la degustación. Desde la cultura gastronómica se paladean mejor los guisos y de la misma manera desde la cultura plástica se paladea mejor una exposición. Hay que conseguir pertenecer a esa raza blanca que conoce todo lo necesario para paladear todo lo que se pone a su disposición. Pero hay que saber que esa sensación es pasajera y que luego los negros vuelven a su color y los blancos también, incluso en mi situación mestiza. ¿Ustedes saben qué es un blanco que tiene el alma negra? Si se tiene el alma negra se es negro hasta las últimas consecuencias, sin paliativos ni coartadas. Hace algún tiempo leí un artículo en El País, un artículo de Manolo Vicent, amigo mío, siempre compro cuadros en la galería de su mujer, Mapi, en el que se preguntaba si el presidente del Gobierno, Felipe González, era blanco o negro. Era una clasificación que le había aportado Mario Conde, aquel financiero tan especulativo que luego fue acusado de especulador. Las palabras que se parecen suelen ser peligrosísimas entre sí. Por ejemplo, no es lo mismo ser un oportunista que tener sentido de la oportunidad. Pues bien, contaba Vicent que Mario Conde le había dicho: «Yo soy un negro que sabe que es negro. Mariano Rubio, entonces gobernador del Banco de España, y Carlos Solchaga, ministro de Hacienda a la sazón, se creen que son blancos, pero son negros. Felipe González es un negro como yo y tampoco se olvida nunca que es negro.» Era una reflexión muy brillante, muy inteligente pero mal asumida por el propio formulador, Mario Conde, porque llegó a creer que una mezcla de audacia y dinero podían blanquearle y conseguirle un lugar en esa oligarquía formada en las cumbres por nieves perpetuas, por las sucesivas nieves perpetuas que se apoderan de las cimas del poder. La oligarquía está llena de arqueologías que representan las sucesivas oleadas de nuevos ricos, desde la época de la tribu y la horda y sólo van quedando los que consiguen engancharse a las nieves anteriores. Mario Conde, por ejemplo, no lo consiguió. Era un negro. Como decía el articulista Vicent, sólo eres blanco de veras si tu bisabuelo se duchaba todos los días… ¿Se duchaba todos los días su bisabuelo, señor…?

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