Manuel Montalbán - El premio

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Un «ingeniero» de las finanzas esta contra las cuerdas y quiere limpiar su imagen promoviendo el premio mejor dotado de la literatura universal. La fiesta de concesión del Premio Venice-Lázaro Conesal congrega a una confusa turba de escritores, críticos, editores, financieros, políticos y todo tipo de arribistas y trepadores atraídos por la combinación de «dinero y literatura». Pero Lázaro Conesal será asesinado esa misma noche, y el lector asistirá a una indagación destinada a descubrir qué colectivo tiene el alma más asesina: el de los escritores, el de los críticos, el de los financieros o el de los políticos.

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– Carvalho. No. Probablemente mi bisabuelo no se duchó nunca. Viviría en una aldea gallega. Creo que era cantero, como mi abuelo paterno. En los años cuarenta aún se lavaban mediante barreños de agua extraída del pozo. No había agua corriente. Negro. Mi bisabuelo era un negro. ¿Y el suyo?

– También. Mi padre fue el primero de la dinastía que cometió el error de considerarse blanco. Yo soy negro. Pero además un negro amenazado por los más blancos del lugar porque hasta ahora no han podido conmigo. Lea esta fotocopia, por favor.

La fotocopia la tenía ya en la mano Álvaro, como si conociera exactamente la secuencia y su ritmo. El titular ya le ahorró a Carvalho cualquier lectura: «Lázaro Conesal, ¿tras los pasos de Mario Conde? Tal vez el rico más influyente de España pase por la cárcel de Alcalá Meco al igual que el ex presidente de Banesto.» Conesal calculaba el efecto de la información sobre Carvalho, pero aquel hombre parecía dispuesto a no exteriorizar sus emociones y devolvió la hoja sin ningún comentario.

– Fatalmente tengo que enterarme de lo que pasa mediante un oleoducto de fotocopias. Hace siglos que no he pisado la calle como un ciudadano normal. Ni siquiera puedo irme a tomar un pincho a cualquier tascorro porque llegaría rodeado de guardias de seguridad. Puedo hablarle con franqueza, señor…

– Carvalho -apuntó Álvaro.

– Señor Carvalho, puedo hablarle con franqueza porque no pierdo nada haciéndolo. Yo esta noche temo una provocación. Ya he resistido toda clase de zancadillas subterráneas y dispongo de medidas disuasorias, aunque uno de estos días van a encausarme judicialmente como hicieron con Mario Conde o Javier de la Rosa. Otros dos negros. Ya no convenimos para las reglas del juego y servimos en cambio como carne de catarsis, en aras de la purificación de un sistema triunfal que quiere ir por el mundo con la cabeza muy alta. Resulta sumamente divertido que el capitalismo, sin enemigos, descubra que sus enemigos son los capitalistas. Algo parecido a lo que le ocurrió al comunismo. Bien. Mi imagen es importante. Sigo siendo uno de los referentes sociales más vigentes, pero me he arriesgado a meterme en un terreno proceloso: el premio literario mejor dotado del mundo. Un patinazo en este territorio puede serme fatal. La composición del público de esta noche puede dividirse en tres grandes sectores: gentes de letras, ricos de diversas procedencias y políticos, no muchos, porque huelen mis problemas y no quieren que se les caigan encima. Vayamos por partes. Entre los de letras puede haberse colado algún provocador, aunque mi asesora, Marga Segurola, la conocida informadora literaria, me ha hecho una lista representativa de las diversas tribus del sector, tribus que he ratificado con Altamirano, sin duda el crítico más reputado de España. Yo empleo una palabra catalana, no es la única, aunque yo sea de Brihuega, para denominar a todos los drogodependientes de las letras. Los catalanes les llaman lletraferits, es decir, letraheridos. Yo dispongo de una colección completa de letraheridos que me han asesorado en este caso y con anterioridad. La Segurola y Altamirano como críticos y celestinas de premios, Mona d'Ormesson como puente entre el poder institucional cultural y la beautiful people lectora, Ariel Remesal representa la mesocracia letraherida, los escritores corporativizados etecé, etecé, etecé, Tutor es un bibliófilo que se mueve por las cuevas de las subvenciones como Alí Babá y los cuarenta ladrones. También he invitado a muchos escritores y ni hay que decir que entre esa gente está el ganador del premio: cien millones de pesetas. Tampoco creo que corra ningún riesgo de parte del sector político, poco presente en la sala, en tiempos de transición del poder socialista al de derechas, cuidando mucho las maneras de caer y las maneras de subir. No creo que se haya colado ningún suicida.

– Ciento por ciento controlado -corroboró Álvaro.

– Entonces nos quedan los ricos. Hemos cursado cincuenta invitaciones selectas y sólo hemos recibido veinte aceptaciones significadas dentro del mundo del dinero, dinero dinero, es el criterio que yo tengo cuando hablo de ricos. De cinco mil millones para arriba como dinero de bolsillo. De esos ricos asistentes no puedo confiar en ninguno, pero menos que en ninguno en cuatro que usted deberá controlar a lo largo de la velada.

Álvaro también estaba preparado para la ocasión y le tendió una carpeta dentro de la cual había cuatro fotografías y sendos currículos compactos. Tres de aquellas caras las conocía y la que más la del borrachín que se había presentado como naviero, el naviero Sagazarraz. También estaba allí en la muerte plana de la fotografía el compañero de squash de Lázaro Conesal, su socio, Hormazábal era su nombre. Y la tercera reconocida pertenecía al hombre que había interrumpido la partida de squash tan vehementemente, Regueiro Souza. Repasó mentalmente cuanto había hablado Conesal, apostillado o apuntado su hijo y algo no encajaba en el razonamiento.

– No entiendo cómo reduce tanto el espectro de posibles agresores. ¿Por qué han de ser los escritores, los ricos o los políticos? ¿Qué le parece si la provocación viene de los periodistas o de los camareros?

Conesal se echó a reír sin ganas de avasallar al detective.

– Los camareros son de la plantilla del hotel. Los tengo totalmente controlados y los periodistas que vendrán esta noche son los dedicados a que florezcan las artes y las letras. También habrá algún periodista político, sobre todo tertulianos de radio o algún director de periódico o de emisora, pero saben que en mi mano están muchos dossiers para que ocupen sus primeras páginas, créditos para que puedan pagar sus nóminas, créditos blandos para que puedan hacer algún negociete y hacerse algo ricos o influencias para que reajusten sus cuotas a la seguridad social o sus impuestos atrasados. No. No le dé más vueltas. Esos cuatro. Vigíleme usted a esos cuatro.

A Carvalho le faltaba por saber quién era un pelirrojo guapo pero de facciones algo abotargadas. Se lo señaló a Álvaro.

– Pomares amp; Ferguson, el bodeguero de Jerez.

– ¿El marido de la rubia?

Lázaro Conesal parpadeó incómodo y reclamó airado la mirada de su hijo. No era amiga aquella mirada, irritado a su vez Álvaro por la irritación de su padre.

– Normalmente pido a mis clientes que se sinceren conmigo, dentro de lo que cabe. También me gustaría saber por qué han recurrido a mí teniendo a su disposición, si quiere, hasta a todo el Mosad. Pagando, san Pedro canta.

El financiero con un ademán instó a su hijo a que hablara.

– Ha sido idea mía, señor Carvalho. Tenía noticias de su existencia y de las peculiaridades de su vida, su historia, sus méritos. Es usted un hombre que tiene estudios universitarios bastante solventes y una biblioteca consecuente, pero quema libros. Ha sido comunista, pero también agente de la CÍA. No cree en el sistema pero lo sirve ayudando a eliminar a los que matan o roban.

– Un momento. Yo no ayudo a eliminar a nadie. Yo cumplo un servicio privado y detecto, si puedo, a quien mata o roba, pero a continuación entrego mis conclusiones al cliente, no al Estado, no a ninguna institución represiva.

– Bien, allá cada cual con sus coartadas éticas. Yo creí y creo que usted dispone de matices importantes para situarse ante lo que puede ocurrir hoy con mayores estrategias que la policía convencional o nuestro servicio de seguridad privado. No tememos por la vida de mi padre. No es eso. Para solucionar este problema bastaría vigilarle a él y mantenerlo bajo siete llaves. No. Hay que vigilar discretamente lo que se cuece en ese salón, prever por dónde puede saltar la chispa.

– La chispa -apostilló Lázaro Conesal sin demasiado interés y en cambio consultó sobresaltado el reloj y casi al mismo tiempo sonó el teléfono que Álvaro tomó rutinariamente. Todo estaba a punto para que Conesal marchara al encuentro del gobernador del Banco de España. Antes de partir derivó la mirada por todos los presentes y todos los objetos del salón, como si hiciera un inventario o quizá se asía a las personas y los objetos que controlaba antes de saltar al abismo, de pasar por el Getsemaní del encuentro con el gobernador del Banco de España. El más reciente era aquel extraño detective privado gourmet y quema libros que su hijo le había aportado.

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