Manuel Montalbán - El premio

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Un «ingeniero» de las finanzas esta contra las cuerdas y quiere limpiar su imagen promoviendo el premio mejor dotado de la literatura universal. La fiesta de concesión del Premio Venice-Lázaro Conesal congrega a una confusa turba de escritores, críticos, editores, financieros, políticos y todo tipo de arribistas y trepadores atraídos por la combinación de «dinero y literatura». Pero Lázaro Conesal será asesinado esa misma noche, y el lector asistirá a una indagación destinada a descubrir qué colectivo tiene el alma más asesina: el de los escritores, el de los críticos, el de los financieros o el de los políticos.

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– ¿Por qué quema libros, señor Cabello?

– Si quiere una respuesta brillante, porque no me han enseñado a vivir tan bien como a usted.

– ¿Y una respuesta sincera?

– Porque no me han enseñado a vivir tan bien como a usted.

Levantó el millonario el dedo índice y musitó un casi inaudible Okay. Carvalho creyó ver una cierta curiosidad maligna en la mirada que Álvaro dirigió a su padre cuando abandonó el comedor, pero cerró los ojos cuando se dio cuenta de que Carvalho había captado aquella expresión y cuando los abrió volvía a ser un anfitrión solícito que ofreció a Carvalho repetir una copa de Armañac. No se hizo rogar el detective, que saboreó el brebaje y luego lo dejó caer dentro de su cuerpo con cuidado, como si quisiera seguir mentalmente el recorrido del alcohol orientándolo por la ruta menos dañina. No se puede beber con miedo, se dijo Carvalho y se añadió, no se debe vivir con miedo. Álvaro Conesal encendía un puro largo y sólido que había sacado de un humidor, al tiempo que se lo ofrecía a Carvalho.

– ¿Tan decisiva es la reunión con el gobernador?

– No será la última. De hecho estamos iniciando un tour de force que puede acabar mal o catastróficamente.

No parecía afectarle la opción.

– ¿No le importa el resultado?

– No. Son resultados que afectarán a la vida y a la historia de mi padre, no a la mía. Mi vida empieza al día siguiente de la catástrofe. Mi vida empieza al día siguiente de cualquier cosa que le pase a mi padre.

No apretaba los dientes, pero sí los ojos contra los de Carvalho, para no dejarle el menor beneficio de duda. Le estaba diciendo: Soy un hijo con problemas. Mi padre ha de morir para que yo viva o simplemente, mi padre ha de arruinarse para que yo viva o a mi padre le ha de pegar dos hostias el gobernador del Banco de España para que yo respire. Carvalho le enseñó las cuatro fotografías de los altamente peligrosos.

– Cuénteme la teoría de los niveles. Su padre puede jugar con este hombre a squash y ser su socio, pero le teme. ¿Por qué?

– Iñaki Hormazábal nunca es incondicional de nada ni de nadie y tenemos pruebas de que ha pasado información confidencial a gentes próximas al Gobierno y a políticos de la oposición que pueden ser Gobierno dentro de pocos meses. Mi padre hasta ahora ha ganado la batalla de la imagen y esta noche hay una escaramuza decisiva.

– Los conflictos con Sagazarraz ya me los ha contado. ¿Y éste?

– Éste se hunde. Regueiro Souza. Aportó al grupo sus buenas relaciones con el Gobierno que nos permitieron pujar por empresas reprivatizadas a precios de ganga, pero ha salido implicado en demasiados líos de corrupción y se hunde con el Gobierno. Mi padre juega con él al gato y al ratón. De momento mi padre es el gato.

– ¿Sólo de momento?

– Digamos que Regueiro tiene claves secretas que podría hacer jugar.

– ¿Y éste?

Álvaro no estaba cómodo ante la foto de aquel hombre joven robusto, pecoso.

– Es una historia personal. Éste es el marido de la mujer que usted vio.

– Un marido que sospecha.

– Más que sospechar, le consta.

– ¿Y cómo lo digiere?

– El problema no es tanto él como ella. Beba se ha enamorado de mi padre y de su histeria depende la de su marido. Últimamente Beba está muy histérica. A mi padre todas las mujeres se le ponen histéricas. Él provoca esa histeria. ¿No le ha hablado el barman de la historia de su hermana? Él se autollama Simplemente José y ahora vive de la historia de su hermana, Simplemente María, una azafata de la empresa que según parece ha quedado en estado por culpa de mi padre.

– ¿Se llama la chica realmente María?

– Tal como suena. Y él se llama José, simplemente José.

O le cansaba la conversación o era realmente la hora de partir hacia el Venice para conocer el lugar de lo que podía ocurrir, informó Álvaro sin paliativos y esta vez viajaron a bordo de un Lotus Ford pilotado por el chico Conesal. Antes de llegar al Venice, Álvaro se metió por una de las urbanizaciones colaterales a la Castellana y se detuvo ante un chalet con vocación no ultimada de estilo francés alpino residente en Madrid.

– Recogeremos a mi madre.

Aquel muchacho era tan educado que ni siquiera tocó el claxon. Salió del coche y se valió del contestador automático conectado al circuito televisivo para reclamar a su madre. La salida de la mujer fue casi inmediata. Pero venía cargada de agravios y entre la madre y el hijo hubo un intercambio de frases duras que Álvaro trataba de cortar indicando la presencia de un extraño en el interior del coche. Carvalho reconoció en ella a la mujer angulosa que había visto dialogando con la azafata rubia y llorosa a las puertas del despacho de Lázaro Conesal. Era una cincuentona delgada sin maquillar que vestía ropa deportiva y subrayaba sus canas con un plateado excesivo. No parecía la mujer de Lázaro Conesal, ni siquiera la madre de Álvaro. Estaba echa una furia y Carvalho pulsó el resorte para que descendiera el cristal automático y captar lo que quedara de disputa.

– Tu padre es como Atila. La hierba no vuelve a crecer por donde él pasa.

– No es el momento, mamá.

– ¿Cuándo será el momento? ¿Por qué eludes la cuestión? Yo ya no cuento. Pero ¿cuándo irá a por ti?

Álvaro le señaló el coche para que ella viera por fin que eran observados. La obligó a acercarse y Carvalho salió del vehículo para saludarla.

– Mi madre, Milagros Jiménez Fresno. PepeCarvalho.

Cedía Carvalho el asiento delantero a la dama, pero ella eligió sentarse detrás.

– Me fastidian los cinturones de seguridad.

Suspiró aliviada en cuanto se instaló en el asiento trasero y su hijo puso en marcha el coche.

– No sé cómo las aguanto. Sólo hay una cosa peor que una mujer rica y tonta. Treinta mujeres ricas y tontas.

– ¿Erais treinta?

– Treinta y una, hijo, exclúyeme a mí.

– Perdona. No eres tonta pero eres rica.

– En casa el único rico es tu padre. ¿Le veré esta noche?

– ¿Cómo no vas a verle si asistís los dos a la concesión del premio?

– Pues mira que yo no sé si ir. Tu padre siempre está rodeado de fascistas, explotadores y putas.

Álvaro dejó de mirar el recorrido para echar sobre su madre una sonriente mirada de reproche.

– Iré si me haces un favor.

– Hecho.

– La reunión de hoy era por lo del Rastrillo y cada año vienen escritores a firmar sus libros para que no se diga que sólo vendemos objetos para beneficencia. Quiero que me ayudes a hacer una lista de escritores equilibrada. Estas necias no salen del repertorio de escritores vinculados a ABC. Vosotros, tu padre y tú, que ahora traficáis en Literatura, a ver si me ayudáis a compensarlas. Tenéis de todo, ¿no?

– Tenemos de todo. Un repertorio completo. Derechas, izquierdas, centros, altos, bajos, gordos, catalanes, leoneses, leídos, no leídos.

– Ahora bien, yo estaré atenta. No me vais a dar el pego, ¿usted escribe, señor…?

– Carvalho. No. Yo quemo libros.

Se estableció el silencio en el asiento trasero.

Álvaro estaba al borde de la risa pero mantenía el volante con una elegancia de chófer de nacimiento. Detuvo el coche ante la que parecía ser mansión de los Conesal oculta por una espesa y alta tapia de ladrillos morados y su madre se metió en ella apresurada, pretextando tiempos imposibles, arreglos imprecisos y sin atreverse a decirle nada a aquel extraño tan cortante, quemador de libros. Uno de los muchos fascistas que rodeaban a su marido. Fascistas, explotadores y putas. Bastaron tres manzanas para llegar ante el Venice y el Lotus Ford apenas si tuvo tiempo de ponerse en marcha. En cuando Alvarito apretó el pedal ya estaban ante aquel templo griego de color rosa rodeado por cuatro torres cilindricas para sendos ascensores que subían y bajaban estuvieran vacíos o llenos, como émbolos simbólicos de la rutina y la tenacidad de un edificio de servicios, alertó Álvaro al que se le notaba satisfecho con el edificio y su conceptualidad, palabra que repitió varias veces.

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