– Nada, Chamorro -intervine-, que te va a corresponder el honor de acceder a las intimidades de Neus en primicia.
– No preguntaré por qué se me adjudica, el honor.
– ¿No lo imaginas? Porque sé que eres una chica proba y respetuosa y que no usarás indebidamente lo que descubras.
– No sé yo, si tengo que informarte a ti.
– Ya deberías saber que mi reino no es de este mundo -afirmé-. Lo que tuviera guardado ahí dentro esa mujer, al margen de su utilidad policial, me resulta total y absolutamente indiferente.
– Claro. Ya te pondré a prueba -amenazó.
Aparte de los frutos del fino trabajo de Juárez, teníamos otros dos regalos encima de la mesa. El primero era la lista de las llamadas enviadas y recibidas por el móvil de Neus, remitida por la compañía telefónica junto con la identificación del titular de aquellos números de los que constaba este dato. Ni mucho menos era fácil disponer de esta información con semejante rapidez, ni siquiera mediando una orden judicial, porque las compañías tenían a gala arrastrar los pies cuanto fuera posible. Nuestro truco era tan eficaz como poco sofisticado: una amiga de infancia de Chamorro que trabajaba en el departamento oportuno, y que rezábamos para que no cambiara nunca de empleo. Para repartir un poco el juego, les pedí a Rubio y a Tena que se metieran con esta lista y fueran depurando y seleccionando la información.
Además, nuestra gente de Madrid nos había mandado otra lista, la de los Audi A3 plateados, modelo 1.9 TDI, que cumplían con las condiciones de antigüedad que había señalado el empleado de la gasolinera, tres meses arriba o abajo como margen de seguridad. En listas más breves, los matriculados en Cataluña y Barcelona, aquéllos con titular varón entre los veinte y los treinta años, y las intersecciones entre ambos conjuntos. Fui a la última lista, la que daba la acotación más estrecha: con todo, era bastante más larga de lo que hubiera deseado, y además no podíamos limitarnos ciegamente a ella. Por fortuna no se trataba de un modelo de los que suelen tener las compañías de alquiler, pero había otras muchas razones por las que cabía que el conductor no coincidiera con el titular, así que muy bien podía estar el coche que buscábamos fuera de la lista reducida. Decidí darles el embolado a Gil y a Ponce, para que se me fueran entreteniendo. Después de todo, y aunque no fuera lo que yo prefería, manejar un equipo amplio tenía sus compensaciones: permitía avanzar a la vez en muchos frentes engorrosos y acaso cruciales. En alguna de esas listas figuraba probablemente el nombre del acompañante de Neus, a quien sólo podía imaginar, ahora, como el tipo que se nos había escabullido en el cementerio.
Durante el almuerzo hicimos la puesta en común de la Operación Funeral. En total habíamos localizado a una docena de individuos que encajaban, con mayor o menor aproximación, en la descripción del sospechoso. De todos habíamos conseguido grabar la imagen, de mejor o de peor calidad, quieta o en movimiento, y de tres de ellos teníamos muestras susceptibles de aportarnos restos biológicos. Nuestros hombres se las habían arreglado para entablar con la mitad de los sujetos conversaciones casuales, de las que no habían obtenido frutos incriminatorios (o, razonando a la inversa, que movían a pensar que se trataba de candidatos descartables a efectos de la investigación). Le mostré a Gil la fotografía lejana que había sacado al tipo que no se me iba del pensamiento, y el veterano guardia sonrió aviesamente.
– Hay que revisar la cinta -dijo-. Pero desde ya te digo que lo tengo pillado, en planos mucho mejores que ése. Recuerdo la chupa.
– Pues me vas a perdonar que te pida que me tengas esos planos entresacados e impresos en papel antes de las tres y media -le apremié-. Esta tarde voy a ver a alguien y quiero poder enseñarle ese careto.
Gil asintió, mientras masticaba a dos carrillos.
– Claro, mi sargento, no sufras, que para eso sirve la informática. ¿Los quieres en papel mate o con brillo? ¿Con o sin borde blanco?
– Como mejor se le vea. No tengo manías.
– Entendido. Me cepillo lo que me queda de ragut, si das tu permiso, y el café me lo tomo mientras hago los trabajos manuales.
Para los demás comensales el almuerzo no fue tan precipitado, pero tampoco nos recreamos excesivamente. Yo andaba con prisa porque quería ir a ver a Meritxell Palau a tiempo de llevar conmigo a Juárez, para que le hurgara las tripas al ordenador de la oficina de Neus. Y el capitán Cantero y el teniente Vendrell estaban acuciados por otro asunto que acababa de salirles, una operación antidroga en el puerto que iba a reventarse esa misma tarde y para la que les habían pedido ayuda los de la unidad fiscal. Debo confesar que me aliviaba que otras tareas los reclamaran, permitiéndome a mí ir más a mi aire. De todas formas, Cantero no dejó de recordarme que estaba al quite:
– No hace falta que te lo diga, Vila, si necesitas más gente, no tienes más que pedírmela. Para clasificar la información, pedir datos, hacer seguimientos o controles, lo que sea. Sin cortarte, que aunque esta tarde tengamos zafarrancho, siempre podemos hacer un esfuerzo.
– De momento me apaño, mi capitán -le aseguré.
– Vale, sólo quiero ayudar, no dar por saco. Que quede claro.
– Lo tengo claro, mi capitán.
Para no hacer frente a Meritxell Palau un despliegue demasiado aparatoso, y también para ir progresando en todas las líneas, decidí ir a verla yo solo con Juárez y que Chamorro se quedara en la comandancia analizando los datos de la agenda y del cuaderno de Neus y los ficheros de su ordenador. Era consciente del volumen ingente de información que eso suponía, pero también de la agudeza de mi compañera, así que no me privé de plantearle un desafío ambicioso:
– Esta noche quiero que me propongas algo sobre la base de lo que encuentres ahí. Algo que nos sirva para pedir mañana mismo diligencias al juzgado, aparte de la que ya debes ir solicitando esta misma tarde, la intervención de todas sus cuentas de correo.
Chamorro me observó con desconfianza.
– ¿Me pones a prueba?
– Por supuesto. Como lo estoy yo, y éste, y el otro, todos los días. La vida es así de chunga, Virgi. Esta noche tengo que llamar a Pereira y no quiero balbucear al aparato mientras le digo que todo lo que puedo contarle es que creo haber visto al tipo y que se nos escapó.
– Bien, pues haré lo que pueda -repuso, con una expresión abstraída que denotaba que su mente ya estaba trabajando en cómo organizarse. Por detalles como aquél me inspiraba una irresistible ternura.
A las tres y veinticinco, antes de que pudiera echarlo en falta, apareció en el cubil del equipo de investigación el guardia Gil. Traía una carpeta que me exhibió con gesto ufano, mientras anunciaba:
– Aquí lo tengo. Dos tomas, frontal y semiperfil. Te los he impreso en un formato que parece Víctor Mature en una peli de Cinemascope.
– ¿Víctor qué? -preguntó Tena.
– Víctor Mature -repitió Gil-. ¿No sabes quién es? Dios, pero qué incultas sois las nuevas generaciones.
– Tampoco te pierdes nada, Tena, era un actor muy malo -dije, mientras examinaba las fotos-. Y éste se le parece como yo a Brad Pitt.
– Me refería a lo suntuoso de la imagen, no a la jeta -aclaró Gil.
– Desde luego es un buen trabajo, te felicito.
– Tiene cara de hijoputa cobarde y de matamujeres, ¿eh, mi sargento? -opinó Gil-. A mí me da que va a ser el que buscamos.
La apreciación del guardia podía parecer gratuita, pero a su manera no dejaba de constatar algo objetivo. Aquel tipo mostraba un gesto inseguro, huidizo, turbio. En una de las fotografías aparecía despistado, ausente. En la otra, en la que notoriamente había percibido la presencia de la cámara, se le veía como un pecador cogido en falta.
Читать дальше