Un codazo de Chamorro me devolvió de golpe a mi realidad, que no era la de todas estas filosofías, músicas y poesías, sino la de un perro policía olisqueando en busca del tufo que dejan los malos.
– Mira a ése -murmuró.
Me fijé en quien me decía. Encajaba en todo en el perfil. Por edad, por aspecto, incluso por actitud. Se mantenía apartado y miraba en derredor con un gesto entre desencajado y tenso. Concluida la ceremonia fúnebre, se le veía dubitativo entre seguir allí o marcharse sin aguardar más. Sentí como un trallazo el subidón de adrenalina, y casi sin solución de continuidad, el temor: estaba demasiado lejos, había demasiada gente entre medias, íbamos a perderlo antes de poder llegar hasta él. Hice algo desesperado: saqué mi cámara digital y le di a tope al zoom. Pude dispararle una sola foto. Cuando iba a hacerle la segunda, el individuo ya no estaba dentro de mi campo de visión.
– ¿Lo has pillado? -preguntó mi compañera.
– Sí -dije, mientras comprobaba la pantalla con dificultad, por el reverbero del sol entre las paredes de los bloques de nichos-. Es una mierda de foto, pero menos da una piedra. Joder, Chamorro.
– Qué.
Los ojos le brillaban. Estaba pensando lo mismo que yo.
– Que mira que si es él… Llama a Rubio, rápido.
A la suerte le complace quitarte con una mano lo que te da con la otra. Primero Chamorro no tenía cobertura en su móvil, y tuvo que salir de donde estábamos para encontrarla, apartando como pudo a la masa de gente que se arremolinaba para dar el pésame a la familia. Solventado este contratiempo, tuvimos otro: el número de Rubio comunicaba, y tardamos cuatro o cinco minutos en poder hablar con él. Resultó que se había alejado de su puesto de vigilancia para ir a comprobar algo que le había llamado la atención: un Audi A3 plateado, modelo 1.9 TDI, y matrícula CHJ. Y aunque Tena seguía allí, cuando conseguimos conectar con ella ya hacía siete u ocho minutos que nuestro hombre se había esfumado. Pasamos la descripción de su indumentaria a todo el equipo, pero fue inútil: nadie se cruzó con él. Debió de aprovechar la salida masiva de la gente para confundirse en el tumulto. Luego dedujimos que, para redondear la fatalidad, había pasado junto a la posición de Tena en el instante en que ésta estaba distraída hablando por teléfono con Rubio, que era por lo que el sargento comunicaba cuando habíamos tratado de avisarlo. Controlamos aquel Audi, pero también eso fue en balde. La propietaria, luego comprobamos la matrícula, resultó ser una mujer de cuarenta y cinco años.
Con todo, mantuvimos la vigilancia hasta el final, es decir, hasta que Altavella y el resto de los parientes cercanos hubieron pasado el trago de recibir las condolencias de todos los que querían dejar testimonio personal de su presencia en el entierro. Pudimos localizar a algún otro varón moreno de veintitantos, pero ninguno que nos pareciera tan sospechoso como el que se nos había escabullido. Cuando ya no nos quedaba mucho más que ver, el capitán Cantero se acercó a mí.
– ¿Cómo era el pajarito? -susurró.
– Clavado, mi capitán. Y el comportamiento, raro.
– No jorobes. ¿Y cómo es que lo perdiste?
– No lo perdí, lo llevo aquí. -Mostré la cámara-. Pero sólo pude sacarle una foto de lejos. Cuando quisimos ir por él, ya no estaba.
– Espero que alguno de los míos lo haya fichado también. Una foto de lejos y con esa cámara de juguete…
– Tres megapíxeles, con zoom -la defendí-. No pesa, es pequeña y sobre todo la puedo pagar, que ésta me la he comprado yo.
– Bueno, hombre, no te piques. Nos vemos en la comandancia.
Por un momento, dudé si acercarme a Altavella. Pero seguía pendiente de su anciana madre y me olí que no estaría en la mejor disposición para conversar conmigo. Tampoco yo me sentía muy despejado, a la sazón, y no quise reanudar nuestra relación en condiciones tan desventajosas. Ahora, además, eran otras nuestras prioridades.
CAPÍTULO 7 JUZGARLA POR ESO
En la comandancia, cuando regresamos del entierro, nos aguardaban varias novedades. La más notoria era la presencia de Juárez, nuestro hombre de los ordenadores, que al final había venido solo, lo que no le había impedido progresar en la tarea. Lo encontramos ante el portátil de Neus, en cuya pantalla ya no se veía la petición de password donde la víspera nos habíamos quedado atrancados Chamorro y yo.
– Chupado, Vila -dijo, al vernos-. Una protección de lo más convencional, si quieres te explico cómo me la he cargado.
– No digo que no me interese, pero, honestamente, dudo que supiera repetirlo -confesé-. Así que, si no quieres hacer gasto…
– Vale, no te aburro entonces. Lo tengo abierto y he localizado todos los archivos susceptibles de contener información, dondequiera que los tuviera camuflados: archivos de correo, de texto, de imagen, hojas de cálculo, PDF. También he recuperado los que había borrado. Os los he copiado en carpetas separadas donde podéis acceder a todos ellos, clasificados por tipo y listados por antigüedad. Ahora os estaba sacando un backup en cedé para dejar el ordenador como me lo encontré y poder devolverlo si queréis. Vamos, que creo que me merezco una caña.
Asentí, complacido. Ya sabía que Juárez era un buen elemento.
– Y una comida. Cuando tengas el cedé se lo das a Chamorro y te vienes a almorzar con el resto de la peña, si no te va mal.
– Bueno, me han sacado puente aéreo. Y con llegar a casa antes de las nueve para leerle el cuento a mi niña, me doy por satisfecho.
– A lo mejor hay que mirar más ordenadores, ya te dije. Los de su casa y la oficina, si tiene, que supongo que sí -le recordé.
– Si se pueden atracar esta tarde, cuenta conmigo, aunque mi niña me retire el saludo, qué le vamos a hacer. Pero si no, tendrá que ser otro día. Ha salido más curro urgente y mañana tengo que estar en Madrid sin falta. Yo creo que con esto ya vais a tener para no aburriros. Mensajes de correo hay un par de miles, y archivos de texto, cientos.
– De acuerdo -concedí.
Mientras Juárez y yo conversábamos, mi compañera observaba fijamente la lista de ficheros que aparecía en la pantalla
– Oye, ¿y has visto algo raro? -preguntó al informático.
– A bote pronto, no -respondió Juárez-. El ordenador normal de un usuario no muy avezado, con los cuatro programas básicos. Procesadores de texto, correo, navegador estándar, algo elemental de retoque de imágenes, más todo el spyware que se le suele meter a un pardillo que no actualiza el antivirus, que no es poco. Por si acaso algún día os interesara saber quién le enmerdaba el ordenador, también lo he copiado en una carpeta, pero no creo que sea nada, lo normal que te va entrando de data miners masivos cuando navegas por Internet. Lo que no he encontrado es programas P2P, o sea, que no tenía la costumbre de piratearse música o cine, o no desde aquí. Sí tenía dos programas de mensajería instantánea, y he podido sacarle las cuentas de correo web que utilizaba, siete en total. Si queréis saber con quién se relacionaba a través de ellas ya sabéis que necesitamos intervenirlas, o sea, orden de un cabezón con toga y puñetas. En cuanto la tengáis me muevo con algunos colegas que me deben favores en los proveedores de correo y os lo digo en seguida. También he extraído de los archivos temporales las direcciones web a las que accedió en los últimos tiempos. Todo eso lo tenéis en la carpeta que llamo «datos complementarios».
– ¿Nada sospechoso, tampoco, entre esos datos? -insistió Chamorro.
– Ya te dije que no soy cotilla. Me lo he turrado a ciegas, aislando la información por categorías pero sin meter la nariz en ninguna. No sé si tiene fotos de puestas de sol o del cirulo de sus novios, yo me he limitado a copiar en la carpeta de imágenes los archivos con la extensión pertinente. Lo mismo con los rastros de páginas web visitadas. Y en cuanto a las direcciones de correo que usaba, tampoco llaman la atención, los nombres más o menos rebuscados que ponemos todos.
Читать дальше