Lorenzo Silva - La Sustancia Interior

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En un país indeterminado, en una época tampoco especificada, un extranjero llega a una catedral en construcción para tallar la sillería del coro. Allí, entre andamios, herramientas, albañiles y capataces, descubre una compleja organización, gobernada por oscuros personajes, que convierten la complicada tarea de erigir el templo en un instrumento para otros fines. Poco a poco, el extranjero se va adentrando en los desconcertantes entresijos de una intriga que desembocará en un final sorprendente. A medida que se desarrolla la trama, descubrimos un mosaico de caracteres fascinantes, y asistimos a una conmovedora historia de amor.
Novela de intriga y de ideas a un tiempo, La sustancia interior es una obra que se desarrolla a varios niveles y permite diversas lecturas, mostrándonos un registro más profundo y poco conocido del autor de El lejano país de los estanques.
Las intrigas y pasiones que rodean la construcción de una catedral son el telón de fondo sobre el que se desarrolla la historia de la lucha interior que todo hombre lleva consigo.

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Durante los últimos años, mientras la salud del viejo se deterioraba, le tuvo junto a él, con el doble cálculo de que aprendiera a manejarse en los más ocultos laberintos del Arzobispado y de que, al mismo tiempo, los demás se fueran haciendo a la idea de que era el destinado a sucederle. El viejo no le dio consejos, ni le aleccionó en modo alguno. Simplemente le llamó a su lado y le instó, sin demasiado énfasis, a que estuviera atento a descubrir cuanto pudiera por sí mismo. Durante largas veladas leía para el viejo extensos trozos de libros paganos que una sombría sirviente le proporcionaba antes de entrar en la habitación. El anciano nunca le agradeció que le leyera aquellas páginas, en las que se referían historias crueles, licenciosas o inauditas, ni tuvo para él ningún gesto de afecto. Cuando estaba cansado, se limitaba a pedirle, con un ínfimo movimiento de su mano de esqueleto viviente, que cesara la lectura y saliera de la estancia.

A medida que el desenlace se fue acercando, los secretarios comenzaron a vivir una irreprimible excitación, compartida por los altos canónigos que quedaban después de la limpieza que en buena medida, gracias a la astucia del viejo, había sido protagonizada por él. Todos le urgían a que fuera haciéndose cargo de las responsabilidades que el moribundo no podía asumir, pero él les recomendó paciencia. Siguió leyendo aquellos libros impíos junto a la cabecera del viejo, que ya no tenía ni siquiera fuerzas para detenerle con el acostumbrado ademán. Muchas noches velaba junto a su lecho hasta el alba. Al entrar por la ventana el primer rayo de sol, se cercioraba de que el cuerpo desfallecido seguía alentando y abandonaba sus aposentos. Con invariable rudeza, disolvía a los buitres que aguardaban fuera, recriminándoles su vergonzosa ansiedad.

Una noche, en mitad de la madrugada, tuvo de pronto una intuición. Cerró el libro y miró al viejo, que yacía inmóvil. Nada diferente de lo que había sido durante las últimas dos semanas. No había hecho ruido, ni siquiera había producido el más leve estertor. Pero supo que había muerto; en ese mismo instante, cuando más impenetrable era la oscuridad. Cerró sus párpados y esperó hasta el amanecer, quieto ante el cadáver, tratando de entender cómo era que estaba allí, él, que sólo había buscado permanecer leal a un arte del que ni siquiera conservaba losrudimentos y a un espíritu que le había sido trastocado. Esa noche, mientras los huesos del viejo se helaban lentamente, juró que vengaría al artista desprevenido que había sido antes de que le envolvieran en aquella sotana.Aunque nada de lo que hiciera en adelante pudiera ayudarle a recobrar lo que había dejado atrás, aunque fuera cada día más el otro que jamás había querido ser, se impuso el deber, en homenaje al extranjero de quien nadie guardaba memoria, de no creer jamás en nada de lo que creían los canónigos. Pero además de este escepticismo, que no le diferenciaba en mucho del hombre lúgubre que se enfriaba sobre el lecho arzobispal, tenía otra obligación, más ardua y no menos irrenunciable: debía infligir al monstruo que le había devorado las entrañas el mismo daño que a él le había sido infligido. Todavía no sabía cuándo ni cómo, ni dónde podría enfrentarle, pero disponía de una cantidad ingente de tiempo para investigarlo.

Por la mañana, dio a todos la noticia y ordenó que se hicieran los preparativos necesarios para enterrar al viejo y llevar a término la sucesión. Una avalancha de sugerencias, consultas, lisonjas y recordatorios de lo que las normas prescribían siguió a su liso y llano requerimiento. Somnoliento y fastidiado, abortó con un gesto aquel alboroto con que los secretarios y los altos canónigos se aprestaban a ponerse a su servicio. Les exhortó a que se las arreglaran solos y se retiró a descansar hasta el día siguiente.

Ahora había transcurrido una semana. El canónigo que había al otro lado del altar seguía con su monótona salmodia y el Arzobispo había agotado otra vez la desdichada historia de su designación. Era notable que de aquellos diez años se hubieran desdibujado casi todos los pormenores, como si en ese lapso no hubiera vivido sino sumariamente, en su calidad de sombra sumisa. Miró a su alrededor y reparó en que todos los presentes asistían paralizados al giro que describía su rostro. Desde aquel día, todos, los que estaban en la capilla y los que no, eran sus servidores. Sin embargo, recordó lo que el viejo le había advertido acerca de los límites de su poder. Debía dar con la forma de traspasar estos límites, porque no era de aquellos hombres de quienes deseaba desquitarse, sino del monstruo. No ignoraba que su labor, de resultar fructífera, había de suponer la destrucción de todos ellos, pero no era destruirlos lo que le preocupaba.

Mientras el canónigo volteaba la última página de su recitación, el Arzobispo apoyó la mejilla en su mano y extendió su índice hasta tocarse la sien. Según el rito, a continuación había de dirigirse a sus súbditos, a quienes nada tenía que decir. Por su cabeza revoloteaban retazos de las cosas sobre las que había estado meditando, y nada que procediera utilizar para componer su inminente alocución. Cuando el canónigo, casi sin voz, terminó su extenuante parte en la ceremonia, aquel de quien todos estaban pendientes dejó pasar medio minuto, intentando ordenar sus ideas. Al cabo de ese tiempo, se vio forzado a inventar, improvisadamente:

– Hermanos, éste es un día confuso para mí. Por una parte, me ha sido encomendada una sublime y difícil responsabilidad, que me enaltece más allá de lo que honestamente creo que toca a mis méritos. No me quejaré, ya que tal es la voluntad de Dios. Acepto tanto el honor como la carga, acaso excesiva para mis hombros. Por otra parte, no puedo dejar de evocar, con dolor inexpresable, la figura de mi predecesor, a cuya generosidad debo estar hoy aquí. En todo momento trató de enseñarme cómo es posible ser justo, benévolo y firme, sin que la benevolencia entorpezca la justicia ni la firmeza merme la benevolencia. Como hombre y mortal, mis faltas son innumerables. Sólo aspiro a ser digno de su magisterio y de todos vosotros, hermanos, porque soy vuestro siervo al tiempo que vuestro Arzobispo.

Se interrumpió, indeciso, desconcertado por el eco de su voz, hasta que al cabo de una apresurada reflexión se le ocurrió por dónde seguir:

– Así que éste es un día de alegría y de pesadumbre ala vez. Alegría por la distinción de que he sido objeto, que engendra en mí la esperanza de hacerme acreedor a la confianza de todos vosotros; y pesadumbre por quien se marchó, de este mundo, que no de nuestros corazones. Aunque él ya no esté entre nosotros, mantendremos siempre en nuestras oraciones a quien nos condujo hasta hace unos días. También os ruego que recéis por mí, para que me sea dado tener en mis decisiones el acierto que él tuvo en todo trance. Éste es el principio que me impulsa y la balanza en que pesaré mis acciones. Hasta donde me alcancen las fuerzas, en mí tendréis a un padre infatigable y a un hermano solícito. De vosotros espero sólo la misma dedicación que demostrasteis mientras él nos dirigía. Premiaré con júbilo a aquellos que perseveren en la senda de la santidad y el sacrificio y demandaré con disgusto, pero sin flaqueza, el castigo de aquellos que se aparten de ese sagrado camino. No me resta más que suplicaros que cada uno continúe con su preciosa aportación y que excuséis las equivocaciones en que la inexperiencia o mi imperfección me hagan incurrir.

Un silencio sepulcral acogía las palabras del Arzobispo. Este dudó entre dar por rematado su parlamento o añadir algo que tomaba rápida forma en su cerebro. Antes de haberlo discurrido hasta sus últimas consecuencias, optó por dejarlo caer sobre las conciencias de quienes, expectantes, llenaban la capilla:

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