– ¿Molesto? -se interesó el extranjero.
Horacio dudó antes de defenderse:
– ¿Qué te hace pensar eso?
– Te has callado. ¿Por qué no sigues? Se te veía muy divertido.
Antes de que Horacio pudiera responder, Octavia se dirigió al tallista:
– ¿Por qué buscas tú nuestra compañía, maestro? ¿No viene Camila esta noche?
– Está indispuesta -lamentó brumosamente Bálder.
– Y lo estará por mucho tiempo, ¿verdad? -aventuró Octavia, con rencor.
– Por demasiado tiempo -asintió el extranjero-. Pero no hay que ocuparse de ella. Esto es una fiesta y aquí estabais pasando un rato entretenido. Si no os estorbo, que continúe.
– No hemos dicho que no nos estorbases -atacó Octavia.
– No hablo contigo, sino con Horacio. Él estaba contando la historia.
Horacio observaba a uno y a otra y sostenía alternativamente las miradas de ambos sin atreverse a intervenir. Octavia insistió:
– ¿Por qué no te vas, maestro? Nos estás estropeando la fiesta.
– Horacio -dijo el extranjero, soslayando a Octavia-. Si no vas a seguir con lo que estabas contando, no sé qué pintas entre nosotros. Octavia opina que yo debo irme, pero yo opino que eres tú quien tiene que esfumarse. ¿Qué opinas tú?
Un denso silencio sucedió a la interrogación de Bálder. Horacio tartamudeó:
– ¿Me estás echando?
– Por favor.
– ¿Por qué? -se quejó el escultor.
– Porque puedo hacerlo -se jactó Bálder, y con la desconsideración de su borrachera, añadió-: Eso y cosas mucho peores. Mis poderes son infinitos y tú eres un gusano demasiado minúsculo. ¿Está claro? Vete. Ahora.
Horacio, blanco como la cera, se levantó y se fue. Bálder se quedó observando su espalda mientras el otro se escurría hasta la salida. Junto a él todo estaba inmóvil. Octavia fue la única que se atrevió a hablar:
– ¿Y eso qué ha sido?
– Nada, Octavia, absolutamente nada -juzgó Bálder-. En cuanto a las demás, Octavia y yo tampoco os necesitamos, así que podéis ir desapareciendo de aquí. Muchas gracias.
Las otras mujeres se apresuraron a retirarse. Bálder y Octavia se quedaron solos. Ella quebró nuevamente el silencio:
– ¿Se supone que debo tenerte miedo yo también? Bálder tardó un segundo en girar hacia la mujer la cabeza, y con ella la nube en que flotaba. Esforzándose por que no se le trabase la lengua, explicó:
– No, tú no. Es más, no he venido hasta aquí para despachar a Horacio, como quizá se te haya ocurrido. Me repele cruzar una sola palabra con él. He venido por ti, y he venido por ti porque tú no tienes miedo. Ni a mí ni a lo que es peor que yo. Sigues siendo la más bella, Octavia.
Lo dijo porque acababa de reparar en la depravada estampa que ofrecía la mujer. Sus labios pintados de acero brillaban sobre el escote de su corpiño. Bajo su larga falda de seda, sus piernas incitaban más que si estuvieran desnudas.
– Creí que lo dudabas -le desafió ella.
– Ni por un momento.
– ¿Ni cuando Camila?
– Entonces menos que nunca.
– ¿Por qué me rechazaste, entonces?
– Quería a Camila -recordó Bálder, notando por un momento que los músculos de su cuello tenían dificultades para sujetarle el cráneo.
– ¿A mí no me quieres?
– ¿Me querrías tú a mí?
– Yo no quiero a nadie -aclaró Octavia.
– Pues igual.
Octavia se estiró sobre su diván y preguntó:
– ¿Has venido a buscarme?
– Claro. Por eso me he librado de todos los que se interponían.
– Ahora yo podría rechazarte.
– Ésa es la segunda razón por la que he venido.
– ¿Y si lo hago?
– No vas a hacerlo.
La mujer apartó la vista.
– Me hiciste daño -le recriminó-. Me despreciaste y te reíste, delante de todos.
– Precisamente por eso no vas a rechazarme. Si quieres una revancha, saldaremos nuestras cuentas.Ya sabes cómo. Octavia no pudo disimular un súbito interés.
– ¿Es ésa tu tercera razón para venir? -ronroneó.
– No. Mi tercera razón no la sabrás nunca. Quizá nunca la entienda yo mismo. ¿Importa?
– No. A propósito. ¿Por qué te teme tanto Horacio?
– Por lo que dije antes. Porque él es un gusano y porque mis poderes son infinitos.
– Estás borracho.
– Por supuesto. ¿Y tú?
– Yo siempre estoy borracha, si hace falta.
Aquella noche, en la celda de Octavia, Bálder se precipitó al desorden de todos sus sentidos. La loca le hirió a conciencia y él no sintió apenas dolor. La acarició, la besó, la mordió hasta sacarle sangre, y apenas sintió placer. Navegó sin rumbo por un océano en el que los largos brazos blancos de Octavia trataban de ahogarlo mientras sus piernas le apresaban y le atraían hacia el fondo. Envuelto en el aroma de aquel cuerpo terrible, lo recorrió de una punta a otra, clavando los dedos como si quisiera reventarla. Saboreó su aliento, su piel, su saliva, sus lágrimas. Y en el paroxismo de la lucha, el alarido de la mujer le ensordeció. Después se separó de ella y la contempló, interminable, sudada, fibrosa como el muslo de un tigre.
Jadeante, Octavia sollozó:
– Me duele hasta morir. Júrame que volverás siempre que te llame, maestro.
A Bálder le vino una náusea. Quiso impedirlo, pero esta vez fue más fuerte que él. Apenas tuvo tiempo de correr al retrete. Devolvió hasta que los músculos del estómago no pudieron seguir empujando.Tambaleándose, regresó a donde estaba Octavia. Seguía tumbada, desnuda, aguardando una respuesta. El extranjero recogió del suelo sus ropas.
– No volveré nunca -dijo, sacudiendo la cabeza-. Perdóname, Octavia. No soy dueño de lo que ocurre.
– ¿Es ésa tu mejor excusa? -le increpó la mujer, conteniendo la ira.
– Sí.
– Vete y muérete, entonces.
– Que los dioses te den satisfacción -deseó mansamente Bálder.
– Aquí sólo hay un Dios. ¿Todavía no te has enterado? gritó Octavia.
La mujer no volvió a mirarle. Apuntó los ojos al techo y empezó a tararear una canción. La cantaba a golpes, desafinando. Bálder salió al pasillo, con la ropa abrazada contra su pecho. Cerró la puerta y apoyó contra ella la espalda. Estuvo oyendo a Octavia durante el tiempo que la mujer tardó en cansarse o dormirse. Luego dejó caer la ropa y vagó aterido por corredores y escaleras. Cuando al fin dio con su celda, se metió en la cama, temblando. Antes de dormirse, comprendió que aquella noche había consumado un crimen demasiado sucio. Estaba triste, descorazonado, y todavía revuelto. Pero no arrepentido.
El día siguiente, a la hora del almuerzo, se acercó a la mesa de Aulo. Cuando el capataz le vio de pie ante él, detuvo la cuchara llena de sopa en el aire, a medio camino entre su boca y el cuenco. Suspiró.A continuación engulló con energía el contenido de la cuchara y la sumergió de nuevo en la sopa.
– ¿Qué te trae por aquí? -se extrañó Aulo-. Creía que no te mezclabas con el resto.
– No con el resto. ¿Puedo sentarme contigo? Aulo se rió, sin ganas.
– Como al principio. El polluelo bajo el ala de la gallina. Pero tú ya no necesitas protección.Y si la necesitas, la mía no sirve.
– No pido protección. Pido hablar con alguien.
– ¿Y por qué yo?
– Creo que eres el único a quien respeto.
El capataz dejó caer la cuchara.
– Ésta es buena.Yo creo que no me reconforta semejante distinción. Come en otro sitio, maestro. No me compliques la vida.
– Voy a sentarme.
– Si de veras me respetas no lo harás -repitió Aulo. Te respeto -aseguró Bálder, sentándose.
El capataz le observó fijamente.
– ¿No te parece innoble aprovecharte así?
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