Lorenzo Silva - La Sustancia Interior

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En un país indeterminado, en una época tampoco especificada, un extranjero llega a una catedral en construcción para tallar la sillería del coro. Allí, entre andamios, herramientas, albañiles y capataces, descubre una compleja organización, gobernada por oscuros personajes, que convierten la complicada tarea de erigir el templo en un instrumento para otros fines. Poco a poco, el extranjero se va adentrando en los desconcertantes entresijos de una intriga que desembocará en un final sorprendente. A medida que se desarrolla la trama, descubrimos un mosaico de caracteres fascinantes, y asistimos a una conmovedora historia de amor.
Novela de intriga y de ideas a un tiempo, La sustancia interior es una obra que se desarrolla a varios niveles y permite diversas lecturas, mostrándonos un registro más profundo y poco conocido del autor de El lejano país de los estanques.
Las intrigas y pasiones que rodean la construcción de una catedral son el telón de fondo sobre el que se desarrolla la historia de la lucha interior que todo hombre lleva consigo.

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– Veo que la cuestión le apura más de la cuenta. Náusica es una muchacha bastante abstrusa. No se pondrá histéricaporque duerma con mil mujeres, si eso le apetece.Y acaso me ordene que le haga asesinar por acariciarle el lomo a una gata callejera que se le cruce alguna noche.

– Naturalmente -aceptó Bálder, con un nudo en el estómago tras la brutal frase de Livius-. Lo cierto es que no me apetece dormir con mil mujeres. Ni siquiera con una.Y distingo mal los gatos de las gatas.

Livius extendió ante el extranjero las palmas de sus gigantescas manos.

– Eso es cosa suya.Venga por aquí siempre que le plazca. Si no le caigo bien, puede olvidarse de que existo. Seguiré velando igual por que nada le falte.

– Gracias.Aunque sólo cumpla con su misión. ¿Puede hacerme un favor?

– Si está en mi mano.

– Eso creo. Cuando vea a Náusica, dígale que no se me ocurre nada que hacer con esa libertad que me regala. Que seguiré madrugando y yendo al coro a ver pasar el tiempo, hasta que se harte.

Bálder se interrumpió. El secretario aguardaba, atento.

– Dígale también -siguió el extranjero-, que he estado pensando en la talla y en el sueño que tuve. Ella sabrá a qué me refiero. Que ella tenía razón. Que era ella.

– ¿Algo más? -intervino Livius, tras unos segundos de silencio de Bálder.

– ¿Lo recordará todo?

– Palabra por palabra.

– Pues dígale, finalmente, que si la sueño cien veces, cien veces la quemaré.

– Cuente con ello -prometió el secretario, sin inmutarse.

Bálder se levantó y caminó hacia la salida. Antes de abrir la puerta y abandonar el despacho, se dio la vuelta y dijo:

– Me ha distraído charlar con usted, Livius.

– Igualmente -le despidió la voz firme, que quedó vibrando en el aire hasta que Bálder la extinguió bajo un tenue portazo.

Al pasar junto a Eunice, el extranjero le dedicó una sonrisa.

– No vengas -le pidió-. La niña podría tomarte por una gata callejera.

– ¿Qué? -se desorientó la mujer pálida.

– -Pregunta a Livius. Él sabe todo, o casi todo.

Cuando estuvo en la calle, Bálder aspiró con fuerza el aire tibio de la mañana, hasta que le dolieron los pulmones. Aunque el sol daba en su frente y según le acababa de asegurar el secretario del Arzobispo era libre e invulnerable, sintió que hasta la más pequeña brizna de hierba le compadecía. No era más que un pobre insecto al que habían encerrado en una urna de cristal. Podía ver el alba, el mediodía y todas las estrellas de la noche; podía ir y venir de una punta a otra de la urna, en cualquier dirección y a la velocidad que se le antojase; podía zascandilear en un rincón, o mejor, en cuatro. Pero volvió a respirar fuerte y se hizo todavía más daño. El aire de la urna estaba empezando a agotarse.

Capítulo 12 PÓLUX

Bálder apuraba su tercer vaso de un alcohol apenas rebajado con agua, en el que manos incapaces o pérfidas habían macerado frutos de repugnante sabor. Estaba solo, lejos de cualquier luz, dejando dócilmente que a la oscuridad de la sala se fuera superponiendo la de su mente, espesándose, esperaba, hasta que no pudiese ver nada y la conciencia huyera de él. Pero por el momento veía, y sabía dónde estaba. La fiesta de aquella noche, si merecía ese nombre, estaba muy concurrida. No había fallado nadie, entre todos los nadies que solían acudir a aquellos acontecimientos. Horacio iba y venía, repartiendo sus gracias en cada uno de los corros y espiando a hurtadillas la presencia de Bálder en su rincón. Los artistas que le eran afines también estaban por allí, incluidos los que gozaban del supremo privilegio de ser invitados a las reuniones de Náusica. Estos últimos se movían entre los habitantes de la catacumba con la arrogancia que se les echaba a faltar cuando les rodeaban las sotanas de color púrpura. Si eran desdeñados por las mujeres recónditas que estaban reservadas al solaz de los altos canónigos, a las hetairas del subterráneo las trataban, en desquite, con displicencia de príncipes. Entre las mujeres, distinguió el grupo de Octavia, siempre secundada por su estridente escudera. Desmadejadas en los brazos de un par de funcionarios localizó a la morena del vestido verde a la que Horacio le había confiado la primera noche y a la rubia que solía acompañar a Alio. Pero Alio no estaba, y tampoco Leda, que gratuitamente, acaso por aplicación de algún decreto de los que Livius hacía firmar al Arzobispo por las noches, había debido seguir la suerte de Ennius. La música sonaba con la desgana de siempre y el extranjero volvió a preguntarse, y podía ser la décima vez desde que se había sentado en el rincón oscuro, qué era lo que había ido a hacer allí.

Aunque quizá la pregunta debía formularse al revés: por qué había de negarse a acudir a la celebración. Hasta el extremo en que le era posible, se había hecho semejante a todos ellos: a los artistas que alentaban proyectos inútiles en el recinto del templo, a los funcionarios que hacían circular el papeleo anodino del Arzobispado, a las mujeres que ocupaban el día en auxiliar al funcionamiento de la farsa y la noche en tentar los instintos polvorientos de sus compañeros varones. Bálder había aceptado un grado de anulación equiparable, sometido a los vaivenes de la obra. Sólo había una pequeña mácula que le distinguía del resto: lo que en los otros era acaso fatalidad, en él era elección. No sólo podía deshacerse, si le apetecía, de todas las rutinas que acataba sin protesta, desde el horario de la obra hasta aquella misma reunión nocturna. En alguna parte de las plantas superiores del palacio le aguardaba la posibilidad de separarse para siempre de todos ellos. En este punto, comprendió que necesitaba otro vaso.

Tras obtener del hombre que atendía el dispensario de bebidas su vaso y pagarlo, regresó a la mesa. De nuevo en su escondrijo, inició un imprudente merodeo alrededor del problema que le atormentaba. ¿Por qué había desistido? Durante un tiempo, después de que Camila desapareciera y Núbila diera su vida por él, había trabajado por recuperar su sustancia interior contra la erosión de la catedral. Ahora sólo arrancaba de la madera fragmentos de la sillería, de acuerdo con el proyecto aprobado por el extinto Ennius, y hasta se rebajaba a encomendar a sus hombres, reconstruyendo de paso la ilusión de normalidad de Níccolo, que abordaran con su poco arte tal o cual parte de ese mismo proyecto. Ebrio, Bálder rozó la respuesta que rehuía mientras estaba sereno: no quería volver a su interior por el miedo de darse, como entonces, de bruces con la presencia triunfante de Náusica.Ya no tenía fe en que la sustancia interior no hubiera sido contaminada, y antes que verse obligado a reconocerlo, prefería, humillado y quieto como las figuras que tallaba, ser lo mismo que aquella gente: un fantasma, una sombra, nadie.

Para detener el curso de estos pensamientos, se echó al estómago, de un solo trago, todo lo que quedaba en el vaso. Durante unos instantes aguantó el fuego que le arrasó las tripas, y después luchó por contener el vómito. Cuando hubo vencido la última arcada, su cabeza comenzó a dar vueltas. Cerró los ojos para abandonarse mejor. Se iba suavemente, como una barca en el agua. De pronto ya no había nada, sólo un calor que se expandía por sus venas y una ingravidez que hurtaba toda sensación de sus miembros. Sonriendo, abrió los ojos.

Recorrió la sala. Horacio estaba ahora en el grupo de Octavia y era unánimemente celebrado por las mujeres. La propia Octavia no se mostraba tan lejana como otras noches, y aun sin la delectación de las demás parecía gustar de las bufonadas del escultor. Bálder tanteó su equilibrio. No era tan malo como habría podido preverse. Apartó a alguien que le obstruía el camino y se fue derecho hacia donde estaba Horacio. Al llegar junto al grupo, se acercó una silla y se sentó frente al escultor, dejando a Octavia a su lado. Horacio le había estado mirando de hito en hito mientras iba hacia allí. Cuando Bálder se sentó enfrente de él, interrumpió su representación.

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