Lorenzo Silva - La Sustancia Interior

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En un país indeterminado, en una época tampoco especificada, un extranjero llega a una catedral en construcción para tallar la sillería del coro. Allí, entre andamios, herramientas, albañiles y capataces, descubre una compleja organización, gobernada por oscuros personajes, que convierten la complicada tarea de erigir el templo en un instrumento para otros fines. Poco a poco, el extranjero se va adentrando en los desconcertantes entresijos de una intriga que desembocará en un final sorprendente. A medida que se desarrolla la trama, descubrimos un mosaico de caracteres fascinantes, y asistimos a una conmovedora historia de amor.
Novela de intriga y de ideas a un tiempo, La sustancia interior es una obra que se desarrolla a varios niveles y permite diversas lecturas, mostrándonos un registro más profundo y poco conocido del autor de El lejano país de los estanques.
Las intrigas y pasiones que rodean la construcción de una catedral son el telón de fondo sobre el que se desarrolla la historia de la lucha interior que todo hombre lleva consigo.

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– Si es así como te consuelas.

Bálder bebió más vino. El sol bajaba despacio, inundando el barracón aun a través de las ventanas mugrientas.

– No me consuelo, pero tampoco voy a atormentarme. Hice lo que pude y no bastó. La vida es eso, casi todo el tiempo.

– Eres duro. Náusica debe de estar encantada. Al fin alguien semejante a ella. Dudo que te sirva para salvarte, en cualquier caso. Te largará lo mismo, cuando empiecen a aburrirle tus caricias y lo demás.

Bálder detectó la fisura en la coraza escéptica de aquel hombre. Sin apiadarse, hundió allí su aguja:

– Nunca la he tocado, Pólux.

Su interlocutor quedó anulado.

– ¿Qué?

– A Náusica. Ni una vez siquiera.

– Tratas de engañarme.

– ¿Qué ganaría con eso? Es la pura verdad. Apartó su ropa y miré su cuerpo, no lo discuto. Pero no la toqué. Ni entonces ni la otra vez que tuve ocasión, una noche, en lo alto de una de las torres. Puse su manto sobre sus hombros y me fui. ¿Tú sí la tocaste?

Pólux apuró su vaso y se sirvió otro, del que tomó inmediatamente la mitad. Estuvo callado durante un buen rato. Al fin, reconoció:

– Por supuesto que la toqué. Quién habría podido resistirlo, después de las mujeres de los subterráneos, después de verla maltratar a los canónigos. Me invitó, con la dulzura que no tenía para nadie. Me prometió todo: sería el dueño y los demás, todos, estarían a mi servicio.Y yo, hundiéndome para siempre, la toqué. No ambicionaba nada, nunca me valí del poder que ella me dio para dominar a nadie. Sólo quería que nadie me dominara a mí. Así fue como me hice esclavo, su esclavo. Mientras tuvo lo que quería, no me pesaron las cadenas. Todos me respetaban, hacía lo que me apetecía, cuando me apetecía y como me apetecía. Incluso obtuve mejoras en las condiciones de trabajo en la obra. Sin proponérmelo, reiné sobre los demás artistas. Gracias a Náusica, intimidaba a los canónigos, y sus altivas concubinas se cuidaban de darme el trato que daban a los otros.

El estucador tomó otro trago.

– Pero cuando a ella se le pasó el antojo -prosiguió-, todo voló. Tuve que suplicar para poder terminar aquí, arrinconado y miserable. Tuve que arrancarle su clemencia, ¿te das cuenta, maestro? Entonces, todos, aunque a ninguno hice mal, que yo recuerde, se rieron a mi costa. Subí un par de veces a la torre, en busca de dignidad. Sólo encontré el camino de vuelta hasta esta botella que me mantiene en pie. ¿Para qué? Para que llegue cada año el verano y me dé el sol en la cara, como esta tarde. Para ver la luna en primavera. Para ser una basura, pero viva. Maldita sea, nunca había confesado esto a nadie. ¿Por qué a ti?

Pólux le miraba como si hubiera olvidado dónde y con quién estaba.

– He dicho que no la toqué, nada más -le socorrió Bálder.

– Ah, sí. ¿Cómo pudiste?

– Cómo no pude, más bien.

– No te entiendo.

– Para tocarla habría tenido que traicionar todo lo que tiene algún valor para mí. O tenía.

– ¿Y qué?

– No pude. Eso es todo.

– Estás atontado, Bálder. Ésa es la razón. Cualquiera de los que sirven al Arzobispo traicionaría a su madre por ella, si fuera necesario.

– Mi madre está muerta.

– ¿Cuál es tu escudo, entonces?

Bálder no deseaba repetir a Pólux lo que ya le había contado a Camila, a Núbila, a Ennius, a Livius y a la misma Náusica. Improvisó para él un resumen distinto:

– Precisamente eso, mi madre muerta. Murió cuando yo era un muchacho. Por casualidad, pasé junto a la habitación donde la estaban amortajando. Me asomé. Todavía no la habían vestido. La habían dejado tendida, desnuda, sobre una larga mesa de mármol. Era alta, como Náusica, y la enfermedad la había dejado esquelética. Cuando la hija del Arzobispo apartó sus ropas, tuve la sensación de que el instante se repetía. Pensé que si la tocaba borraría el recuerdo de mi madre y lo sustituiría para siempre por ella, por Náusica. Tal vez cualquiera de los otros traicionaría a su madre, como aseguras.Yo no pude.

Pólux dibujó una tenue sonrisa.

– Ya veo. Todo es un cuento.

– Todo es cierto. Si no lo comprendes es otra cuestión. Hay quien no tiene nada de lo que renegar y quien carece de escrúpulos si la contrapartida es suficiente. Creo que obré por escrúpulo, pero si te resulta increíble, pon que la contrapartida no era suficiente.

Pólux frunció el ceño.

– Si todo esto no es un embuste, me he dado demasiada prisa en formarme una idea acerca de ti.

Bálder vació su vaso y se sirvió más vino. Invitó al otro, que le tendió el vaso como un autómata. Mientras escanciaba, el extranjero ofreció:

– Tómate el tiempo que quieras. Aún quedan un par de horas de sol.

Pólux bebió tres o cuatro sorbos seguidos. Deshaciéndose del tono condescendiente que había empleado hasta entonces, apostó:

– Si no la has tocado, es que estás enfermo o que no te gustan las mujeres.

– He tocado a otras, demasiadas -objetó Bálder.

– ¿Es posible que seas inmune? -se cuestionó Pólux, como si no le hubiera oído.

– No lo soy. Náusica me atrae. Sueño con ella.

– ¿Sueñas con ella? -regresó el otro.

– Sí.Y he llegado a tallarla.

Pólux pareció regocijarse con la última revelación del extranjero.

– Entonces no eres inmune.

– Quemé la talla, a los pies de la torre, mientras ella estaba arriba.

– Eso no importa. Yo quemé todos los retratos que hice de ella. Y luego los repetí, uno por uno. ¿Quieres verlos?

Antes de que Bálder dijera nada, el estucador se fue hacia un estante y cogió una carpeta grande. Sus dedos se enredaron mientras desanudaban las tapas, las manos le temblaban cuando descubrió la imagen de Náusica. El primer dibujo era un busto. La mirada de la muchacha se perdía en el vacío, la nariz recta bajaba hasta casi tocar los gruesos labios, entreabiertos, dejando ver los dientes. Fue pasando las láminas. Náusica de pie, con la cabeza baja; Náusica de espaldas y de frente, Náusica tendida; Náusica abrazada a sí misma, Náusica de perfil, Náusica inclinada, cubriéndose los pechos con sus manos afiladas como puñales. Había al menos veinte dibujos, todos realizados con la prodigiosa exactitud de la plumilla de Pólux, y en todos Náusica aparecía desprovista de otra vestidura que no fuera su piel, el blanco del papel entre los trazos devotos del artista.

– Eres un magnífico dibujante -apreció Bálder.

– Soy un magnífico desgraciado -rectificó Pólux-. Yo también sueño con ella. Cada noche que no consigo emborracharme lo suficiente. La recuerdo milímetro a milímetro, como si todavía la tuviera entre mis brazos. Por lo que tú desprecias, yo daría el alma, aunque sólo se me brindara una vez. Ahora ya has visto lo que soy. Qué puedo hacer por ti.

– No lo sé. Alguien me aconsejó que viniera a verte. Alguien que no se ríe nunca de ti y que desearía librarse de mí. Hace tiempo que dejo que los días vayan pasando sin más, sintiendo que todo se me va de las manos y que ella está cada vez más cerca de salirse con la suya. Venir aquí no me pareció mejor ni peor que seguir donde estaba. Aunque me temo que quien me dirigió hacia ti no desea mi bien.

Pólux inspiró largamente.

– ¿Aulo? Le malinterpretar.

– No he mencionado ningún nombre.

– Me has dado demasiadas pistas.

– Está bien. ¿Qué es lo que intenta, en tu opinión?

– Aulo es el único constructor auténtico que hay entre estos muros, aunque probablemente no se haya dado cuenta. Quiere que no le eches abajo lo que ha conseguido levantar hasta ahora.Tu mal no le es indispensable para eso, o al menos prefiere no provocarlo. Ha creído que yo podría moderar tus impulsos que le asustan. Pero se equivoca.Yo no puedo cambiar nada de lo que decidas hacer. No podría aunque fueras como yo. Menos puedo si hasdesplantado a Náusica. Eso es algo que ni siquiera puedo concebir.

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