Lorenzo Silva - La Sustancia Interior

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En un país indeterminado, en una época tampoco especificada, un extranjero llega a una catedral en construcción para tallar la sillería del coro. Allí, entre andamios, herramientas, albañiles y capataces, descubre una compleja organización, gobernada por oscuros personajes, que convierten la complicada tarea de erigir el templo en un instrumento para otros fines. Poco a poco, el extranjero se va adentrando en los desconcertantes entresijos de una intriga que desembocará en un final sorprendente. A medida que se desarrolla la trama, descubrimos un mosaico de caracteres fascinantes, y asistimos a una conmovedora historia de amor.
Novela de intriga y de ideas a un tiempo, La sustancia interior es una obra que se desarrolla a varios niveles y permite diversas lecturas, mostrándonos un registro más profundo y poco conocido del autor de El lejano país de los estanques.
Las intrigas y pasiones que rodean la construcción de una catedral son el telón de fondo sobre el que se desarrolla la historia de la lucha interior que todo hombre lleva consigo.

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Horacio largó a su jarra un trago generosísimo. Se secó la boca con el dorso de la mano y aprovechando el final del movimiento indicó con ella la totalidad de la sala.

– Mira a esta gente. Empezaron como tú, sentándose frente a un canónigo y recibiendo una sarta de recomendaciones y advertencias. Estuvieron un tiempo ateniéndose a ellas, sin pensar en nada más. Un día, alguien les trajo aquí, o a los otros cuatro o cinco lugares semejantes a éste que existen en la ciudad. Al principio este ambiente les intimidó tanto como les fascinaba. Dudaron y dudaron, perdieron el sueño antes de sucumbir y venir por segunda vez. A eso siguió la tercera, la cuarta, la quinta. Comprobaron que no pasaba nada, que no había represalias, tuvieron la intuición de que los canónigos toleraban esta pequeña, diminuta desviación.Y entonces se sintieron aliviados. Durante una época fueron más felices viniendo aquí de lo que lo habían sido al principio. Recorrieron la colección de mujeres, que a su vez los recorrían a ellos como la colección de hombres. Pronto pasó la novedad. Una noche, mientras roncaba a su lado, desnuda, la más bella de la primera fiesta a la que acudieron, comprendieron que habían desembarcado al fin en tierra firme: en la Rutina.

Entre la bruma de una vertiginosa embriaguez, Bálder cazó otra vez, con disgusto, la mayúscula de Horacio. Este se paró para terminar la jarra y abrió los brazos al tiempo que preguntaba:

– ¿Y qué crees que hicieron?

Bálder no se hallaba en condiciones de contestar. No estaba habituado al alcohol y aquella bebida era fuerte como la coz de un mulo.

– Se acomodaron -rugió Horacio-, se dijeron al fin en casa y se hicieron alcohólicos nocturnos para no percatarse de lo bajo que vuelan. Para no sentir la tierra que les rasca la panza mientras se arrastran.

El escultor abandonó la jarra junto a su asiento, en el suelo. Se echó hacia atrás y contempló durante unos segundos el panorama.

– Sí, maestro, esto no es más que un vertedero. Sácale el jugo, pero tú puedes ahorrarte el engaño. Hemos venido y vendremos más veces porque el primer paso siempre va antes que el segundo. No es esto lo que te ofrezco.

– ¿Qué es lo que me ofreces? -se interesó Bálder, con el plano sentido común que a veces también insufla la bebida.

– No puedo decírtelo tan pronto -agitó enérgicamente la cabeza Horacio-. Otro día. No mañana, ni la semana que viene. Antes tienes que pasar por aquí.

– Odio perder el tiempo -alegó Bálder, al azar.

– No vas a perderlo -prometió Horacio, con un brillo maligno en la mirada que descolocó a Bálder-. Y ahora, si me disculpas, voy por más de beber. Volveré a recogerte, pero mientras tanto alguien se ocupará de ti.

Horacio fue tropezando hasta una muchacha morena vestida de verde que le devolvió la sonrisa con menos cansancio que el que habían exhibido las cuatro o cinco mujeres que ahora rodeaban a un Bálder solitario. La del pelo negro le observaba con terco desprecio, demasiado terco quizá para ser auténtico. En todo caso, Bálder no acertó a enfrentar competentemente el fulgor chorreoso de aquellos ojos tan negros como el cabello que caía sobre ellos.

Un minuto después, Horacio se había perdido entre la concurrencia y la muchacha morena vestida de verde guiaba la mano adormecida de Bálder por debajo de su falda. Las yemas de sus dedos le transmitían el reclamo de la piel joven, pero Bálder se sentía disperso y más bien mareado.

Entonces la música cesó por un momento y una ola de expectación recorrió la sala. La percusión, manejada por dos hombres somnolientos que parecían carecer de las fuerzas necesarias para golpear con las baquetas la tripa tensada de sus instrumentos, inició un redoble que presagiaba alguna irrupción especial. La mayoría contuvo el aliento, aunque no pocos continuaron absortos en sus jarras o en las mujeres que tenían encima. Bálder se olvidó por un momento de los trabajos de la muchacha, que seguía intentando atraerle al terreno movedizo de su vientre. Lejos, entre la niebla, vio a Alio. Sostenía con un brazo a la rubia, exhausta y desistida sobre su regazo. Con el otro se llevaba su jarra a la boca. Le miraba, a él, a Bálder, con un asco que tal vez fuese, contra la apariencia, su reacción frente a algo que no era el extranjero ni nada que él hubiera hecho.

El redoble cesó y entró en la pista de arena una mujer descalza, envuelta en ropas semitransparentes. Caminaba con un paso flexible y armonioso. Los músicos comenzaron a tocar música de danza y la mujer, lentamente, fue moviendo su cuerpo hasta acompasarlo a la música. Mantuvo el esfuerzo durante un par de minutos, cometiendo tres o cuatro errores que Bálder pudo advertir. A continuación la música aminoró su ritmo y la mujer quedó inmóvil. Buscando ceremonia, dejando que se le escurriese un poco de hastío, fue retirando las prendas que cubrían su cuerpo, abandonando a la ofensa de la luz sus miembros entrevistos bajo las transparencias del tejido durante la danza. Pronto estuvo completamente desvestida, con la única excepción del tocado que le cubría la cabeza y ocultaba su rostro. Era la sorpresa final. Se lo arrancó con furia, dejando ver unos pómulos carnosos, una boca áspera, unos ojos hostiles resaltados por la fosforescencia de la pintura.

Bálder tardó un instante en apartar mentalmente lamáscara que la cubría. La reconoció en el mismo momento en que Camila, desde su orgullosa desnudez sobre la arena, le divisaba a él y no dejaba que asomase a su cara la menor emoción. La muchacha del vestido verde se levantó y se deslizó silenciosamente por detrás de Bálder, sin despedirse. Horacio estaba allí, junto a él, como la araña cuidando el tramo crucial de su tejido.

– Basta por hoy -dijo.

– Sí, basta -repitió mecánicamente Bálder.

Capítulo 6 LOS ERRORES

Desde la entrada del coro, Bálder observó la inestable estampa que componían Alio y Sexto, en primer término, y Paulo y Casio, quince o veinte metros por detrás, mientras transportaban, acuciados por Níccolo, los dos primeros maderos de la remesa que acababan de recibir. Sólo remotamente preocupado por la operación que se desarrollaba ante sus ojos, repasó el vengativo razonamiento con que Aulo había ido a darle la noticia:

– Te quedaste sin pretexto para tratar de amargarme la vida, maestro. Ha llegado la madera. Si tienes la bondad de enviar a tus hombres al almacén, pueden empezar a trasladarla y tú puedes empezar a ganarte el jornal.

En aquel instante, Bálder no había experimentado el alivio que se había esforzado en suponer que experimentaría, tan pronto como tuviera los medios para sacar su proyecto del papel en que permanecía confinado. Había transcurrido el tiempo suficiente para que le implicasen, vedándole una vida de estricta santidad artística. Ahora tenía la materia para construir su reino, pero una porción preciosa, acaso indispensable de sus ganas de emprender la tarea se había corrompido.Ya no estaba aislado de la catedral. La catedral se había infiltrado en él y cualquier intento de hacerle frente entrañaba el riesgo de acrecentar la penetración.

Ahora el fracaso, siempre probable en arte, no iba a ser sólo una lesión de su amor propio, sino también un indicio de que erraba sus esfuerzos y una invitación a dejarse caer en las oscuras tentaciones que se le ofrecían. Cualquier hipotético triunfo, por otra parte, podía ser devaluado por alguna de las prestidigitaciones de Horacio, presto a deshacer cualquier ilusión a la que el extranjero tratase de aferrarse en menoscabo de sus propósitos. En otro tiempo Bálder habría porfiado en creer que disponía de un reducto intocable, pero Horacio había sabido golpearle y de paso rendirle a la evidencia de que en la catedral las cosas escapaban a su dominio. Una parte de sí le conminaba a rechazar las aproximaciones del escultor. Otra, por ahora triunfante, le disuadía de oponerse. Al principio había achacado a una reprobable curiosidad su transigencia con las maniobras de Horacio. Ahora comprendía que una vez exhibido ante sus ojos y puesto en su mano un cabo del enigma que le había confundido desde su llegada, se le iba a hacer difícil soltarlo sin haberlo recorrido hasta el otro extremo. Podía ser o era una trampa, pero intuía que no tenía otra salida que tolerarla.

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