Lorenzo Silva - La Sustancia Interior

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En un país indeterminado, en una época tampoco especificada, un extranjero llega a una catedral en construcción para tallar la sillería del coro. Allí, entre andamios, herramientas, albañiles y capataces, descubre una compleja organización, gobernada por oscuros personajes, que convierten la complicada tarea de erigir el templo en un instrumento para otros fines. Poco a poco, el extranjero se va adentrando en los desconcertantes entresijos de una intriga que desembocará en un final sorprendente. A medida que se desarrolla la trama, descubrimos un mosaico de caracteres fascinantes, y asistimos a una conmovedora historia de amor.
Novela de intriga y de ideas a un tiempo, La sustancia interior es una obra que se desarrolla a varios niveles y permite diversas lecturas, mostrándonos un registro más profundo y poco conocido del autor de El lejano país de los estanques.
Las intrigas y pasiones que rodean la construcción de una catedral son el telón de fondo sobre el que se desarrolla la historia de la lucha interior que todo hombre lleva consigo.

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Salió del barracón cuando apenas quedaban dentro cinco o seis operarios de cierta edad. Caminó con decisión. Aunque era la hora menos fría del día, helaba sobre la catedral. Para ir al barracón donde había citado a Níccolo tenía que atravesar el recinto del templo. Mientras discurría por las inmediaciones del lugar donde levantaban el altar, alguien le llamó:

– Eh.

Bálder se dio la vuelta y no vio a nadie.

– Aquí.

Alzó la vista. A poco más de un metro por encima de su cabeza divisó al que enseguida reconoció como el escultor que se le había quedado mirando la tarde anterior, cuando salía de la catedral. Estaba sentado sobre la cornisa, con los pies colgando. En cuanto Bálder se detuvo el otro se inclinó hacia delante, se sujetó un momento con las manos en la cornisa y aterrizó en el suelo. Se sacudió las manos y sonrió maliciosamente.

– Menudo lío has provocado -dijo-. ¿Quién eres? A Bálder no le gustó ni la mueca ni la voz del escultor. Sin demasiadas contemplaciones, repuso:

– ¿Quién eres tú?

– Horacio. Hago mujeres y las visto de ángeles o de santas para que me las dejen poner aquí. Mi única condición es no tocar el ramo de las mártires. No hay cosa más macabra.

– Ya.

– ¿Qué vas a hacer ahí dentro?

– La sillería del coro.

– Vienes de fuera, ¿no?

– ¿Es un interrogatorio?

– Quizá. A propósito, te veo muy unido al de azul.

– ¿El capataz?

– El gritón. No le abras demasiado tu alma. Es el enemigo.

Bálder trataba de escoger sus palabras con aquel individuo. Le intranquilizaba el brillo rapaz de sus ojos, le desagradaba su entonación insolente. Ya le había dado mala espina la primera vez que había posado sobre él su atención.

– ¿Quién no lo es? -inquirió con lentitud. El escultor intensificó su sonrisa.

– Depende de quién seas tú, o mejor dicho, de quién quieras ser.

– ¿Hay varias posibilidades?

– Hay miles de posibilidades. Si sabes a quién debes preguntar.

– ¿A ti, tal vez?

– No he decidido todavía si mereces mis confidencias. Si me preguntas tan pronto tendré que escabullirme de cualquier forma.

– Probaré en otra parte, entonces.

Bálder hizo intención de seguir su camino. Horacio le puso la mano en el hombro. El extranjero dudó si apartarla de un manotazo. Finalmente la retiró sin violencia, cogiendo entre el índice y el pulgar la muñeca del otro.

– Tengo cosas que hacer -aclaró.

– Yo también. Sólo quiero decirte una cosa. Cuando vayas haciéndote al panorama piensa si quieres que continuemos esta charla. No soy un hombre justo, pero te enseñaré algunas de las cosas que no puedes ver. La gente como yo se mueve bien en la oscuridad.

– ¿Qué te va a ti en todo esto?

– Ah, eso todavía no lo sé. Siempre hay un precio, naturalmente. Habrá que ver el que tú puedes pagar.Y lo veremos. Aquí el tiempo no es obstáculo.

– Esperaré, entonces. He venido a tallar madera, no a suplicar al primero que me ofrece adivinanzas.

El escultor rió abiertamente.

– Espléndido. Una salida inusual. Presiento que nos vamos a interesar el uno al otro. Hasta la vista.

Flexionó las piernas y de un salto se encaramó a su cornisa. Sin volver a mirar a Bálder, se aplicó a la figura que estaba cincelando.

En el barracón de trabajo le aguardaban Níccolo y, más confusamente, Pólux. El semblante de este último ofrecía un aspecto somnoliento. Pese a ello, reunió la lucidez imprescindible para saludar:

– Buenas tardes, Fálder.

Bálder no contestó. Se fue directo hacia la mesa donde estaba Níccolo junto a los utensilios que le había encomendado conseguir. Los examinó y mostró su aprobación de la gestión efectuada por su subalterno:

– Perfecto, Níccolo. Esta tarde no voy a necesitarte más. Me gustaría que fueras donde están levantando el entoldado y te ocuparas de que todo quede lo más limpio y despejado posible.

– De acuerdo, maestro.

Níccolo salió deprisa, sin detenerse a mirar atrás. Pólux espiaba con la boca a medio abrir y los ojos a medio cerrar. Haciendo caso omiso de su presencia, Bálder se sentó ante la mesa, tomó papel y humedeció en el tintero una de las plumas. Como Pólux había pronosticado, la luz era bastante exigua. Despacio, arrastró la punta de la pluma sobre el papel y trazó las palabras: Sillería. Nivel inferior. Perspectiva general. El sonido del metal surcando el papel infundió en su espíritu una especie de paz. Olvidó a Pólux y se concentró en el trabajo rápidamente. Aquel boceto era muy preliminar, tanto como lo imponía el hecho de que carecía de medidas y sólo podía guiarse por la forma y las proporciones que había obtenido de una somera observación. Venía a ser el paso intermedio entre sus borradores previos y los planos detallados que podría levantar en cuanto el coro estuviera cubierto y libre de estorbos.

La tarde discurrió apaciblemente. Pólux dormía como un leño y no despertó hasta que la campana anunció el final de la jornada. Bálder tuvo tiempo para preparar varios esquemas que abarcaban casi toda la sillería, tal y como empezaba a concebirla. La cercanía de la catedral y de sus cuatro torres le inspiraba poderosamente, aunque disminuía al tiempo el control consciente que ejercía sobre las formas que escapaban de sus dedos. Una vez que la campana hubo sonado, mientras Pólux se desperezaba, Bálder revisó su trabajo con una sensación indefinida, que no era alegría pero tampoco, ni mucho menos, decepción. Pólux le sacó de ella con su voz pastosa:

– La campana, Fálder. Hora de retirarse. La catedral seguirá aquí mañana.

– Hasta mañana -murmuró Bálder, implorando que el otro se largase.

– El barracón se cierra por la noche. Si te descuidas te encerrarán y amanecerás tan rígido como tu temperamento.

– Demasiado pronto descubres el temperamento de los hombres.

– No lo diría así. Algunos hombres pronto descubren demasiado su temperamento, más bien. Hasta mañana.

Pólux salió tropezando a la calle. Al cabo de un rato, a la luz que se desvanecía, Bálder comprendió que no tenía mayor objeto continuar allí y recogió sus cosas. Los bocetos los guardó en una carpeta que apartó para llevarse consigo. Antes de irse, cedió a la tentación de acercarse a ver lo que hacía Pólux. Su papel estaba lleno de manchas, pero la filigrana casi obsesiva que su pluma había ejecutado sobre él era de una precisión absoluta. En el ángulo inferior derecho del pliego, en una letra minúscula y picuda, Bálder leyó una frase desconcertante:

Y antes de que el Hombre pudiese hallar un remedio,

Dios le acogió.

Escrutó la miniatura que Pólux había dibujado. El estucador había despreciado la mayor parte de la superficie blanca disponible para construir en el centro una delgada red de arabescos. A intervalos regulares se repetía una pequeña figura, lejanamente antropomórfica. Sus miembros se enredaban en la malla que la envolvía, o mejor, eran la propia malla, sin solución de continuidad. Sintiendo los ojos doloridos por el esfuerzo a que los sometía en la semioscuridad que invadía el barracón, Bálder abandonó. Se puso la ropa de abrigo y salió a que el viento incesante le limpiara las ideas.

De vuelta a su alojamiento, bajo una tarde de invierno no menos triste que la que le había visto llegar, Bálder se entretuvo en seguir a un grupo de operarios. Siempre con ellos precediéndole, atravesó la ciudad hasta el palacio arzobispal. Los otros rodearon el palacio y se esfumaron tras uno de los primeros portales del edificio anexo. Había un cierto bullicio por allí, provocado por un par de decenas de operarios que formaban tres o cuatro corros. Bálder anduvo un poco más, hasta uno de los últimos portales, que era el suyo. Para acceder a él por donde había venido, era preciso realizar un trayecto más largo que para llegar a los portales donde parecía habitar la mayoría. Sin embargo, sus aposentos estaban más cerca del palacio propiamente dicho, que se unía al anexo por uno de sus vértices. Bálder sospechó la existencia de un atajo por el otro lado, y se propuso buscarlo en cuanto tuviera ocasión.

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