Lorenzo Silva - La Sustancia Interior

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En un país indeterminado, en una época tampoco especificada, un extranjero llega a una catedral en construcción para tallar la sillería del coro. Allí, entre andamios, herramientas, albañiles y capataces, descubre una compleja organización, gobernada por oscuros personajes, que convierten la complicada tarea de erigir el templo en un instrumento para otros fines. Poco a poco, el extranjero se va adentrando en los desconcertantes entresijos de una intriga que desembocará en un final sorprendente. A medida que se desarrolla la trama, descubrimos un mosaico de caracteres fascinantes, y asistimos a una conmovedora historia de amor.
Novela de intriga y de ideas a un tiempo, La sustancia interior es una obra que se desarrolla a varios niveles y permite diversas lecturas, mostrándonos un registro más profundo y poco conocido del autor de El lejano país de los estanques.
Las intrigas y pasiones que rodean la construcción de una catedral son el telón de fondo sobre el que se desarrolla la historia de la lucha interior que todo hombre lleva consigo.

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Contempló el paisaje que se ofrecía ante sus ojos. Al Sur y al Este se extendían por la llanura amplias zonas boscosas, de un verde turbio bajo el cielo pertinazmente gris. Al Norte había montañas, cuyas cimas permanecían ocultas por las nubes. Al Oeste estaba la ciudad y más allá de ella había más bosque. En la ciudad distinguió sin esfuerzo el palacio arzobispal; el resto era una masa anodina, sin otro punto que llamara la atención que seis o siete campanarios de iglesia con sus agujas negras hendiendo el mediodía. Los edificios cubrían sin dejar resquicios las laderas de la colina coronada por el palacio. Bálder creyó entender por qué estaban levantando allí la catedral, y no junto al palacio, como el capataz había sugerido la víspera. Ambos se observaban en la distancia, desde su altura natural el palacio y desde la suya artificial la catedral, inasequibles a las restantes edificaciones. Perdió la noción del tiempo. Durante ese instante inmóvil, Bálder soñó compartir la conciencia de quien había planeado la empresa de la que él era un minúsculo partícipe.

Entonces sonaron, abajo, las campanas. Bálder contó, sin curiosidad, hasta cinco campanadas, espaciadas y cortas, como si alguien abortara la vibración del metal apenas iniciado el tañido. Sin prisa, acometió el descenso. Después del respiro que se había tomado, apreció mayor seguridad en sus movimientos, aunque la bajada no estaba exenta de sus peculiares peligros. A la mitad del tramo inferior de la escalera se tropezó con alguien que subía. En la penumbra que reinaba en el interior de la torre le costó al principio reconocerle. Era Níccolo.

– ¿Se encuentra bien, maestro?

– ¿Qué te hace pensar lo contrario?

– Está usted muy pálido.

– Imaginaciones tuyas -se escurrió Bálder, continuando su camino. Níccolo le siguió. Parecía nervioso.

– No ha debido subir. Cuando me dijeron que le habían visto entrar en la torre temí que le hubiera pasado algo.

– ¿Tan torpe me crees?

– No se trata de eso. No tiene costumbre, eso es todo. Varias personas han muerto en estas torres. Tampoco estaban acostumbrados.

– Siempre que hablo contigo acaban saliendo muertos a relucir. ¿Hay alguna maldición sobre esta catedral? Níccolo eludió la pregunta y preguntó a su vez:

– ¿Ha llegado hasta arriba?

– Hasta donde llegan las escaleras. Cuando empiezo algo me gusta terminarlo.

Lo dijo con una punta de reproche. Níccolo se limitó a aconsejar:

– No debe volver a hacerlo. Si se enteran tendrá problemas.

– ¿Si se enteran quiénes?

– No soy quién para decirlo.

– Ya veo. Si quienes sean no quieren que nadie suba, ¿por qué no ponen guardias?

– No hace falta. Nadie se atrevería, salvo que ordenasen reanudar el trabajo en las torres. Hace años que están como las ve.

– Tú has entrado a buscarme.

– Soy su ayudante. Pensé que podía necesitarme.

– No entiendo nada, Níccolo.

– No soy quién para explicárselo, maestro. Le ruego que haga caso de lo que le digo. No deseo que tenga problemas.

Bálder suspiró, irritado.

– Me temo que no voy a poder evitar tenerlos. Es decir, si alguien no deja de esperar tranquilamente a que me estrelle y me hace el favor de contarme qué es lo que pasa aquí.

Níccolo hizo como que no había oído. Bálder se mordió la lengua y masculló:

– Vamos a comer algo.

La comida se repartía en uno de los barracones que rodeaban la catedral. Una vez que tuvo su ración, Bálder buscó entre las mesas un sitio para sentarse. Juzgó que no debía hacerlo con Níccolo, pero tampoco le resultaba evidente quién o quiénes eran la compañía correcta. Vio a Pólux, royendo abstraído un trozo de pan en una mesa próxima. La sopa se derramaba de su cuchara levantada sobre el plato. Buscó algo más y encontró al capataz, solo en una mesa pequeña, aunque no tanto que no admitiera otro comensal. No le atraía en exceso la idea y tampoco le constaba que a Aulo fuera a gustarle. Sin embargo, era la solución menos insegura. Dentro de ciertos límites, al capataz creía conocerle lo bastante para verle venir.

Al llegar junto a Aulo se detuvo. Esperó a que el otro levantase la cara del plato y entonces preguntó:

– ¿Me admite en su mesa?

Aulo construyó una perezosa sonrisa.

– No eres buen estratega, Bálder. Mezclarse conmigo no es lo más astuto. Aprende de los otros.

– No conozco a nadie más.

– Eso puede disculparte, de momento -juzgó el capataz, con desinterés. Y como el extranjero permaneciera quieto, agregó-: No te quedes de pie. Si te empeñas en sentarte aquí, no voy a impedirlo.

– Gracias.

Aulo engulló el resto de su sopa en silencio. Bálder tomó la suya con rapidez, agradeciendo el calor que llevaba a su cuerpo. Aunque levemente peor que la comida que le servían en su alojamiento, era mejor de lo que le había dado a entender antes el capataz.

– No sabe mal esto -observó.

Aulo no estaba muy comunicativo. Bálder trató de sacar conversación:

– Le mentí antes, cuando le dije que no conocía a nadie. He conocido a Pólux.

– Y te habrá parecido un hombre fascinante.

– No exactamente. ¿Qué opina usted?

– No me pagan por juzgar a la gente que trabaja aquí.

– Pero tendrá su opinión.

Aulo le observó con calma, mientras masticaba a conciencia el trozo de comida que tenía en la boca. Tragó y dijo:

– No la tengo, Bálder. A mí ésa y otras muchas cosas de las que eligen por aquí para pasar el tiempo me traen completamente al fresco. Yo me preocupo de lo que a nadie preocupa. Es mi misión en la vida. Ya te avisé antes que no concedieras demasiada importancia a lo que yo pueda decirte. Habla con los canónigos, o con Pólux.

– No me parece adecuado hablar de Pólux con él mismo.

– ¿Por qué no? Bueno, si tienes reparos, habla con los otros.

– Se ríe de mí.

– En absoluto, Bálder. Quieres comer conmigo, y te invito a que te sientes. Quieres hablar, y hablamos. Lo que no puedo hacer por ti es lo que tienes que buscarte por tu cuenta.

– Ésa es la sensación que tengo constantemente.

– ¿Cuál?

– Que todo debo buscármelo por mi cuenta. Incluso la lista de lo que hay que buscar.

– Apasionante problema, amigo mío. No soy quien puede ayudarte.

– Aquí nadie parece ser quien se necesita.

– Para venir de fuera eres hábil con las palabras, Bálder. Has formulado una descripción muy notable. Llevo años pensando eso sin acertar a resumirlo como tú acabas de hacer.

Aulo rebañaba su plato, asintiendo con auténtica admiración. En cualquier caso, Bálder no sacaba ningún consuelo de todo aquello. El capataz cambió cansinamente de asunto:

– ¿Qué te han parecido los almacenes?

– Bien. He hecho algunos pedidos, de herramientas y madera.

Ahora era Bálder quien no tenía ganas de hablar. Aulo lo captó al punto y no insistió. Terminaron sus respectivas raciones y el capataz se levantó el primero.

– Voy a coger el látigo otra vez -explicó-. Creo bastante posible que mañana puedas tener tu nave de lona. Todo es cuestión de que no se ponga a llover. O a nevar.

– ¿Y qué hacen cuando llueve o nieva?

Como todo, depende de la intensidad. Si es poco nos fastidiamos. Si es mucho esperamos a que pare o baje. ¿Qué imaginabas?

– Nada, en realidad.

– No te preocupes, tú vas a estar siempre a salvo. Te odiarán por eso, supongo. Hasta luego.

Bálder se demoró aún unos minutos en el comedor, observando cómo los demás iban acabando y abandonando el barracón. Con el peso de la comida en el estómago, la idea de regresar a la intemperie se hacía poco apetecible. Los operarios, y los que Ennius y el capataz habían denominado los artistas, salían por separado. También comían por separado. Todo indicaba que él, de pertenecer a algún grupo, pertenecía al de los segundos. Se fijó especialmente en ellos, es decir, en los que quedaban por allí. Hablaban con pausa, no mucho y no muy alto. No reían. Tampoco juraban como los operarios. O eso se figuró Bálder.

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