-¿Y cómo se enteró de lo de ese C. C… quienquiera que fuese?
- Porque alguien quería que me enterase -dijo Murugan-. Es una larga historia. ¿Está segura de que que quiere oírla?
Urmila asintió vigorosamente con la cabeza.
-Hace unos años -empezó Murugan- yo intentaba actualizar el archivo sobre la malaria en la empresa donde trabajo. Llevaba tres meses con los expedientes del norte de África y de Oriente Medio cuando me encontré con un extraño informe de una pequeña epidemia, sumamente localizada, en el norte de Egipto, a unos cuarenta y cinco kilómetros al sur de Alejandría. En cosa de días desapareció toda la población de una pequeña aldea. No se repitió ni se declararon nuevas epidemias. La aldea estaba poblada por una familia de emigrantes procedentes del sur: cristianos coptos. No se relacionaban mucho con sus vecinos y estaban muy lejos de la aldea más cercana. Cuando los descubrieron, sus cadáveres se encontraban en avanzado estado de descomposición.
- ¿Qué clase de epidemia?
-Nadie lo sabe. No se practicaron autopsias. En realidad, la única razón por la que nos enteramos de ello fue porque un funcionario de sanidad británico escribió un breve informe al respecto. Fue en 1950, poco después de la guerra, y en principio los británicos seguían administrando la zona. Al parecer, ese funcionario era una persona seria y competente: se pasó toda la carrera en Egipto. Cuando llegó a la aldea ya habían enterrado los cadáveres. Pero registró dos tipos de testimonios incidentales sobre los síntomas de los fallecidos: ganglios inflamados en la garganta y múltiples perforaciones diminutas en la piel, como picaduras de mosquitos. Pensaba que podía ser una variedad excepcionalmente virulenta de malaria, pero no tenía forma de confirmar su intuición. La gente de los pueblos vecinos dijo que podría haber un superviviente: en el recuento de los cadáveres se echó en falta un chico de catorce años. Decían que en la época de la epidemia lo habían visto en la estación de ferrocarril de una ciudad cercana. El funcionario de sanidad pensó que podría ser portador del virus y trató de encontrarlo. Creía que un reconocimiento del muchacho podría dar una clave de lo ocurrido. Pero no lo encontraron.
-¿Así que no tenían ni idea de lo que había ocurrido?
-En el fondo no. El funcionario de sanidad reconoció que no sabía qué demonios había pasado. Añadía que la única vez que había oído hablar de síntomas parecidos había sido veinte años antes o más, en Luxor. Le habían contado que lord Carnarvon, entusiasta de la arqueología, había muerto de la picadura de un mosquito que le produjo fiebre con inflamación de ganglios en la garganta. Incluso citaba unas palabras de una carta de su hija, escrita poco antes de que su excelencia mordiera el polvo: «Ya sabe lo de la picadura de mosquito que tiene [su padre] en la mejilla y que empezó a molestarle en Luxor, pues bien, ayer empezaron a salirle de repente ganglios en el cuello y por la noche le dio mucha fiebre y todavía no se le ha quitado hoy.»
- No entiendo -dijo Urmila-. Estamos hablando de algo que tuvo que suceder en Madrás en 1898. ¿Cómo es que acabamos en Egipto, cincuenta años después?
-Eso es justamente lo que trato de explicar -prosiguió Murugan-. Ocurrió lo siguiente: tras descubrir el informe del funcionario de sanidad, me puse a hacer preguntas por ahí para ver si alguien tenía alguna pista. Incluso mandé varias consultas a algunos foros de la Red Universal. Un día, al entrar en la Red, me encontré con que me esperaba un extenso mensaje: un documento de páginas y más páginas. No había remitente ni nada: lo habían mandado anónimamente. Pronto descubrí que quien lo envió se había tomado muchas molestias para que yo no averiguase su nombre: lo habían enviado y reenviado por tantos caminos distintos que ni siquiera encontré forma de rastrearlo.
-¿Y qué decía el mensaje? -quiso saber Urmila.
-Era un fragmento de un libro escrito por un psicolingüista checo. Trataba sobre una dama de la alta sociedad húngara que se distinguió por su afición a la arqueología y sus excéntricas actividades: una tal condesa de Pongrácz. Al final de su vida se trasladó a Egipto. Se la vio por última vez en 1950: se dirigía a realizar unas excavaciones cerca de la aldea donde sobrevino la epidemia. Nadie sabe qué le pasó.
-Sigo sin ver la relación con Madrás en enero de 1898 -insistió Urmila.
-Estaba a punto de llegar a eso -dijo Murugan-. En su juventud, la Pongrácz era una especie de prototipo de la jet-set de los años sesenta: viajaba por todo el mundo, se relacionaba con gurús y esas cosas. Y en enero de 1898 tenía diecinueve años y se encontraba en los comienzos de su larga carrera. ¿Y dónde cree que estaba?
-¿Dónde?
-En la India. En Madrás, para ser exactos. Y ahora supondrá usted que si una seguidora de gurús se encontraba en esa parte del mundo en aquella época, buscaría a Mme Blavatsky y la Sociedad Teosófica igual que un misil se dirige al calor. Pero se equivocará. La condesa de Pongrácz era una verdadera sibarita en lo que se refería a gurús, y no le gustaban los platos preparados. El gurú que escogió era la principal rival de Mme Blavatsky, un espécimen finlandés llamado Mme Liisa Salminen, que dirigía un pequeño grupo llamado Sociedad Espiritista. La condesa era la principal discípula de Mme Salminen, y anotaba todas las experiencias de su gurú.
La noche del 12 de enero de 1898, dicen las notas de la Grófné Pongrácz, se reunió un grupo selecto de espiritistas, según era su costumbre, en una casa alquilada por la Sociedad para celebrar su sesión semanal de espiritismo con Mme Salminen. Varias fuentes independientes atestiguan que, en general, tales sesiones se oficiaban con solemnidad y un alto grado de control. Solían empezar con una pequeña recepción en la que Mme Salminen servía tazas de té chino a sus discípulos. Pero en esa ocasión la solemnidad de la reunión se vio bruscamente interrumpida por una intrusión tan inesperada como inconcebible. En Madrás había muchos que ansiaban la invitación de sumarse al círculo íntimo de Mme Salminen. Se sabía de algunos que habían llegado a considerables extremos para infiltrarse en el grupo. De manera que no fue el simple hecho de que apareciese un huésped sin invitación lo que sorprendió a los espiritistas, sino más bien que el individuo de que se trataba no fuese ni por lo más remoto la clase de persona que pudiera desear asociarse a dicho grupo. Todo lo contrario. Cabe observar que, en general, espiritistas, teósofos y compañeros de viaje consideraban a civiles y militares británicos con un desprecio no disimulado, sentimiento recíproco en muy amplia medida. Tal era su repulsión mutua que, en los cuarteles del Fort St George de Madrás, cuando un soldado de caballería sentenciaba que «preferiría ser espiritista», la frase solía considerarse equivalente, en una asociación connotativa, a manifestaciones como «preferiría estar muerto».
A la inversa, la afirmación de «preferiría ser teniente coronel» podría juzgarse como una declaración de preferencias igualmente firme por parte de los espiritistas y sus allegados. Sin embargo, por la breve pero vívida descripción de la condesa, parece que el intruso era precisamente un militar. A su inimitable manera magiar, le describe como un inglés corpulento, de facciones rubicundas y cincuenta y tantos años, con cabello ralo y bigotes de húsar. El intruso se encontraba en un evidente estado de extrema agitación emocional, pues observaron que se retorcía las manos y se tiraba del bigote, y que tenía los ojos inflamados e inyectados en sangre, como si no hubiera dormido en varios días. Pero algo en su porte contradecía su estado de excitación: la condesa, por ejemplo, lo tomó inmediatamente por un oficial de rango entre medio y alto, posiblemente de un regimiento de infantería. Figúrese su sorpresa, entonces, cuando el intruso no mencionó ni rango ni regimiento al presentarse. Ella lo tomó como un desaire, como una ofensa a sus dotes de observación: y vale la pena recordar que la condesa de Pongrácz pregonaba un linaje guerrero que se remontaba nada menos que al mismísimo Atila, y lo que es más , estaba acostumbrada a que le reservaran un lugar de honor tanto en los círculos cortesanos de la Buda Imperial como en las tabernas del marcial Pest. Era imposible que se equivocara al reconocer los atributos de un militar.
Читать дальше