Murugan se detuvo en un espacio entre dos edificios, uno de los cuales tenía el siguiente cartel: «Pabellón conmemorativo de Ronald Ross». Señaló a un viejo bungalow de ladrillo rojo que habían incorporado a una de las nuevas alas del hospital.
-Fíjese -dijo a Urmila-. Ése era el laboratorio de Ross.
Acercándose al bungalow, le señaló una placa de mármol colocada en la parte alta de la fachada. En la placa se veía la imagen estilizada de un mosquito y debajo una inscripción.
- Está muy alto para leerlo -dijo Urmila-. ¿No dice que fue en este laboratorio donde el comandante médico Ronald Ross hizo el trascendental descubrimiento de que la malaria se transmite por la picadura del mosquito?
- Algo así -confirmó Murugan.
Urmila puso cara de asombro.
-Qué edificio tan raro -comentó-. Da la impresión de estar muy encerrado en sí mismo. Es difícil creer que pudiera hacer algún descubrimiento ahí dentro.
-Lo que resulta aún más difícil de creer -dijo Murugan- es que antiguamente fuese uno de los laboratorios mejor equipados de todo el subcontinente indio.
-¿Ah, sí? -dijo ella, sorprendida.
- Desde luego -repuso él, asintiendo con la cabeza-. ¿Y sabe quién lo montó?
-¿Y cómo iba a saberlo? -contestó bruscamente ella.
-Pues lo sabe. En realidad tiene su nombre ahí.
Señaló hacia la pelota de papel que ella se había guardado en el pecho.
Dándole la espalda, Urmila se la sacó de la blusa.
-Ahí lo tiene. Enséñemelo.
Murugan le señaló una de las líneas subrayadas con tinta.
-Ése es. El coronel médico D. D. Cunningham. Él fue quien montó este sitio. Como Ronnie Ross, pertenecía al Cuerpo Médico de la India, que era una unidad del Ejército Británico de la India. Pero Cunningham era casi un jubilado, muchos años mayor que Ross. Y también era investigador, patólogo. En realidad era miembro de la Royal Society; junto a su nombre figuraban las siglas M.R.S., que era uno de los títulos más extravagantes que había por aquella época. Cunningham hizo buena parte de su trabajo en Calcuta, en este mismo laboratorio. Lo convirtió en el centro de investigación mejor equipado de esta parte del mundo. Fue Ron quien lo hizo famoso, pero no lo habría conseguido sin el viejo D. D.
-Le creo -dijo Urmila-, pero sigo sin entender qué tiene eso que ver con que estos papeles sean tan especiales.
-Paciencia, Calcuta -le recomendó Murugan-. Sólo estoy empezando. Vamos.
Volviendo por donde habían venido, la condujo por un pasaje al estrecho espacio lleno de basura que separaba el Pabellón Ronald Ross de la valla que rodeaba el hospital. Ahora tenían el arco conmemorativo a unos metros a su izquierda, y por encima de la valla alcanzaban a ver el embotellamiento de tráfico en el Periférico Sur.
Murugan señaló a unas estructuras destartaladas con tejado de aluminio, que anidaban entre los montículos de tierra y escombros apilados contra el muro.
-¿Ve esas casetas? Ahí vivían los criados de Ronnnie Ross. Uno de ellos, un individuo llamado Lutchman, era el brazo derecho de Ross. Justo ahí daba de comer a las palomas que Ross utilizaba para los experimentos.
-¿Palomas? -dijo Urmila con aire distraído, lanzando una mirada de repugnancia a los montoncitos de excremento medio ocultos entre los escombros-. Creí que había dicho que estudiaba la malaria y los mosquitos.
-Bueno, déjeme explicarle. Ronnie Ross no siempre trabajó con los tipos de malaria normales y corrientes. En Calcuta empezó a trabajar con un clase de malaria relacionada con las aves, la halteridium; podría decirse que es una versión aviar de la malaria.
-¿De veras? -dijo Urmila, mirando con cautela los árboles que los rodeaban.
- Sí. Y para mantenerle abastecido de material para sus experimentos, sus ayudantes, Lutchman y su cuadrilla, tenían una gran bandada de aves infectadas… ahí mismo. Y la soltaron en septiembre de 1898, unos días después de que Ross acabase su serie de experimentos definitivos.
Cogió una piedra del suelo.
- Permítame que le enseñe algo.
Arrojó la piedra hacia la construcción. Cayó en los escombros y, momentos después, una bandada de palomas se elevó en el aire con un cloqueo de alarma y un frenético batir de alas. Murugan retrocedió y observó los círculos que las aves describían en lo alto.
-No me sorprendería nada que ahí hubiera algunos descendientes de la bandada de Lutchman.
Poniéndose de puntillas, Urmila atisbó sobre la valla el tráfico matinal que fluía por el Periférico Sur delante del hospital. Estaba sorprendida por lo protegido e independiente que era el bungalow, lo alejado que se encontraba tanto del bullicio del hospital como del ruido del tráfico cercano.
-Qué tranquilidad hay aquí -comentó, pasando la mirada de las casetas al Pabellón Ross-. Es difícil creer que pase dos veces al día por este sitio en horas punta.
-Exactamente lo que pensaba Ronnie Ross -dijo Murugan-. La primera vez que vino aquí pensó que había encontrado el laboratorio de sus sueños.
Urmila se apartó de la valla.
-¿Y cómo vino Ross aquí? -preguntó, pasando la mirada por las alisadas hojas que tenía en la mano-. ¿Es que le invitó ese tal D. D. Cunningham?
-No, justamente lo contrario -explicó Murugan-. Cunningham hizo todo lo posible para que Ross no viniese aquí. Ronnie le escribía cartas de súplica cada pocos meses, y Cunningham siempre le respondía lo mismo, breve y sencillamente: no hay tu tía.
-Y, sin embargo, Ronald Ross terminó viniendo, ¿no?
-Exacto. Cunningham se pasó más de un año poniendo obstáculos a Ross, y luego, de buenas a primeras, un día de enero de 1898, cedió. En realidad presentó su dimisión y se marchó a Inglaterra con tal prisa que se olvidó de meter los calzoncillos en la maleta. El 30 de enero el gobierno de la India aprobó definitivamente el traslado de Ronald Ross a Calcuta.
»La versión oficial es que no fue más que pura coincidencia: el viejo Cunningham suspiraba por las casas de campo rodeadas de madreselva de la vieja Inglaterra. Bueno, pues acabó en una pensión de Surrey con vistas a la fábrica de gas municipal. ¿Va a decirme que dejó este garito tan acogedor sólo porque tenía morriña de los panecillos ingleses? Pues permítame que le diga que no me lo trago.
-¿Qué piensa usted, entonces? ¿Por qué cree que se marchó?
-No he resuelto esa cuestión -contestó Murugan-. Pero está claro que hacia mediados de enero de 1898 pasó algo que hizo cambiar de idea a Cunningham. Y tampoco fue algo casual: alguien puso todo su empeño en arreglarlo.
Urmila volvió a examinar los papeles.
-Mire, fíjese en esto -dijo, señalando una línea-. Aquí dice que a Cunningham le dieron seis días de vacaciones a mediados de enero, del 10 al 15. Debió ocurrir por entonces.
-Exacto. Y mire la fecha de la lista de reservas del ferrocarril: el 10 de enero de 1898 un tal C. C. Dunn cogió un tren para Madrás.
-¿Y quién era?
-Nadie -dijo Murugan-. Sólo un nombre. Creo que alguien intenta transmitir el mensaje de que D. D. Cunningham viajó aquel día a Madrás con una falsa identidad.
-¿Madrás? -repitió Urmila, mirando los papeles con el ceño fruncido-. ¿Por qué Madrás? ¿Qué podía pasar allí? Supongo que no hay manera de saberlo, teniendo en cuenta que ocurrió hace tanto tiempo, ¿no?
-Eso habría que pensar. Porque no se puede consultar lo que pasó en Madrás en 1898 en los números atrasados de la revista Time, ¿verdad? Pero da la casualidad de que sé que un individuo llamado C. C. Dunn estaba en Madrás por aquella época. Sólo que nunca le había relacionado con D. D. Cunningham. Hasta esta mañana, cuando le he quitado de las manos esos papeles. Eran el eslabón perdido, ¿comprende?, con ellos todo cuadra.
Читать дальше