Disponía de una hora hasta reunirse de nuevo con César, en un pequeño café de la plaza, entre una tienda de instrumentos náuticos y un ropavejero especializado en desechos militares. Encendió un Chesterfield acodada en la barandilla, y fumó durante un rato, inmóvil, mirando pasar la gente. Bajo la escalinata, sentado en el brocal de una fuente de piedra llena de papeles, mondaduras de frutas y latas vacías de cerveza, un joven de largos cabellos rubios, cubierto con un poncho, tocaba melodías andinas en una rudimentaria flauta de caña. Escuchó la música unos instantes y después dejó vagar su atención por el mercado, cuyo rumor ascendía hasta ella amortiguado por la altura en que se encontraba. Estuvo así hasta apurar el cigarrillo y después bajó por la escalinata, deteniéndose ante el escaparate de las muñecas. Las había vestidas y desnudas, con pintoresco traje de campesinas o complicados vestidos románticos que incluían guantes, sombreros y sombrilla. Algunas representaban niñas y otras mujeres adultas, Las había de rasgos groseros, infantiles, ingenuos, perversos… Los brazos y manos se alzaban a mitad de un imaginario movimiento en diversas posturas, como si los hubiese sorprendido así el soplo frío del tiempo transcurrido desde que las abandonó, o vendió, o murió, su propietaria. Niñas que al final fueron mujeres, pensó Julia, hermosas o desprovistas de atractivo, que después, alguna vez, amaron o quizá fueron amadas, habían acariciado esos cuerpos de trapo, cartón y porcelana con manos que ahora se consumían en el polvo de los cementerios. Pero todas aquellas muñecas sobrevivían a sus poseedoras; eran testigos mudos, inmóviles, que guardaban en sus imaginarias retinas viejas escenas domésticas, ya borradas del tiempo y la memoria de los vivos. Desvaídos cuadros esbozados entre brumas de nostalgia, momentos de intimidad familiar, canciones infantiles, amorosos abrazos. Y también lágrimas y desengaños, sueños reducidos a cenizas, decadencia y tristeza. Quizá, incluso, maldad. Había algo sobrecogedor en aquella multitud de ojos de vidrio y porcelana que la miraban sin parpadear, con la hierática sabiduría que sólo el tiempo posee, ojos inmóviles incrustados en pálidos rostros de cera o cartón, junto a vestidos que el tiempo había oscurecido hasta dar un tono apagado y sucio a puntillas y encajes. Y el cabello peinado o en desorden, pelo natural -el pensamiento la hizo estremecerse- que había pertenecido a mujeres vivas. Con melancólica asociación de ideas le vino a la memoria el fragmento de un poema que había oído recitar a César tiempo atrás:
S i se conservasen todos los cabellos
de las mujeres que han muerto…
Le costó apartar los ojos del escaparate, cuyo cristal reflejaba, sobre ella, las pesadas nubes grises que ensombrecían la ciudad. Y al volverse, dispuesta a seguir su camino, vio a Max. Casi tropezó con él en mitad de la escalinata. Llevaba un grueso chaquetón marino, con el cuello subido hasta la coleta en la que se recogía el pelo, y miraba hacia abajo, como si se alejara de alguien cuya proximidad lo inquietase.
– Vaya sorpresa -dijo él, y sonrió con aquel gesto de lobo guapo que tanto le gustaba a Menchu, antes de cambiar un par de trivialidades sobre el tiempo desapacible y el gentío que abarrotaba el mercado. Al principio no dio explicaciones sobre su presencia allí, pero Julia observó que se mantenía levemente alerta, un tanto furtivo, como si estuviese pendiente de algo, o de alguien. Tal vez Menchu, pues, como dijo después, estaban citados allí cerca: una confusa historia de marcos de ocasión que, una vez recompuestos -Julia se había ocupado de ello muchas vecesdaban realce a algunos de los lienzos expuestos en la galería de arte.
Max no le era simpático, y Julia atribuía a eso la incomodidad que siempre experimentaba en su presencia. Al margen de la naturaleza de las relaciones que mantenía con su amiga, había algo en él, entrevisto ya desde que se conocieron, que desagradaba a la joven. César, cuya fina intuición femenina nunca erraba, solía afirmar que en Max, aparte hechuras de hermoso ejemplar, había algo indefinible, mezquino, que afloraba a la superficie en su manera torcida de sonreír, o en la forma insolente con que miraba a Julia. Era la de Max una mirada que no se sostenía durante demasiado tiempo, pero que cuando Julia ya olvidaba, volvía a descubrir al siguiente vistazo, taimada y al acecho, huidiza y al mismo tiempo constante. No era de aquellas ojeadas inconcretas que vagan por los alrededores antes de volver a posarse tranquilamente sobre el objeto o la persona en cuestión, al estilo de Paco Montegrifo, sino de las que se intuyen fijas cuando creen que nadie las percibe, y se tornan esquivas al sentirse observadas. «La mirada de quien se propone, como mínimo, robarte la cartera», había dicho una vez César refiriéndose al amante de Menchu. Y Julia, que al escuchar aquello sólo opuso un gesto de reprobación a la malicia del anticuario, tuvo que admitir, en su interior, lo exacto de esas palabras.
Terciaban, además, otros aspectos turbios en la cuestión. Julia sabía que aquellas miradas encerraban algo más que curiosidad. Seguro de su atractivo físico, Max se conducía a menudo, en ausencia o a espaldas de Menchu, de una forma calculada e insinuante. Cualquier duda al respecto quedó resuelta durante una velada en casa de Menchu, a altas horas de la noche. La conversación languidecía cuando su amiga salió un momento de la habitación, en busca de hielo. Max, inclinado hacia la mesita donde estaban las bebidas, había cogido el vaso de Julia, llevándoselo a la boca. Eso fue todo, y lo habría sido efectivamente si, al dejarlo sobre la mesa, no hubiese mirado a la joven durante apenas un segundo, antes de pasarse la lengua por los labios y sonreír con cínica pesadumbre, lamentando que las circunstancias limitaran a eso la intrusión en su intimidad. Por supuesto, Menchu seguía ajena a todo, y Julia se habría quemado la lengua antes de confiarle una cuestión que sonaría ridícula expresada en voz alta. Así que, a partir del incidente del vaso, adoptó frente a Max la única actitud posible: un riguroso desprecio en la forma de dirigirse a él cuando las circunstancias lo hacían inevitable. Una frialdad calculada para marcar distancias cuando ambos coincidían, como aquella mañana en el Rastro, frente a frente y sin testigos.
– No tengo que ver a Menchu hasta más tarde -dijo él, bailándole en la cara aquella sonrisa satisfecha que Julia tanto detestaba-. ¿Te apetece una copa?
Lo miró con fijeza antes de negar despacio, deliberadamente.
– Espero a César.
Se acentuó la sonrisa de Max. Tenía plena conciencia de no ser, tampoco, objeto de la devoción del anticuario.
– Lástima -murmuró-. No tenemos muchas ocasiones de encontrarnos así, como hoy… Quiero decir a solas.
Julia se limitó a enarcar las cejas, mirando a su alrededor como si César estuviese a punto de aparecer de un momento a otro. Max siguió la dirección de su mirada y después hizo ademán de encoger los hombros dentro del chaquetón marino.
– He quedado con Menchu allí, bajo la estatua del soldado, dentro de media hora. Si te apetece, podemos tomar algo juntos, más tarde -hizo una pausa exagerada para añadir, con intención-: Los cuatro.
– Veremos qué dice César.
Lo miró mientras se alejaba, las anchas espaldas balanceándose entre la muchedumbre, hasta que lo perdió de vista. Le quedaba, igual que en otras ocasiones, la incómoda sensación de no haber sabido dejar las cosas en su sitio; como si, a pesar del rechazo, Max hubiera logrado violentar una vez más su intimidad, igual que cuando el incidente del vaso. Irritada consigo misma, aunque sin saber muy bien qué reprocharse, encendió otro cigarrillo y aspiró el humo con violencia. En algunos momentos, pensaba, daría cualquier cosa por ser lo bastante fuerte para romperle a Max, sin problemas, aquella atractiva cara de semental satisfecho.
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