Arturo Pérez-Reverte - La Tabla De Flandes

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A finales del siglo XV un viejo maestro flamenco introduce en uno de sus cuadros, en forma de partida de ajedrez, la clave de un secreto que pudo cambiar la historia de Europa. Cinco siglos después, una joven restauradora de arte, un anticuario homosexual y un excéntrico jugador de ajedrez unen sus fuerzas para tratar de resolver el enigma.
La investigación les conducirá a través de una apasionante pesquisa en la que los movimientos del juego irán abriendo las puertas de un misterio que acabará por envolver a todos sus protagonistas.
La tabla de Flandes es un apasionante juego de trampas e inversiones -pintura, música, literatura, historia, lógica matemática- que Arturo Pérez- Reverte encaja con diabólica destreza.

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Sin apartar los ojos del cuadro alargó una mano, buscando a tientas el paquete de tabaco sobre la alfombra, junto al vaso y la botella de cristal tallado. Cuando lo encontró se lo puso sobre el estómago, extrajo despacio un cigarrillo y lo llevó a los labios, sin encenderlo. En aquel momento ni siquiera necesitaba fumar.

Las letras doradas de la inscripción recién descubierta relucían en la penumbra. Había sido un trabajo minucioso y difícil, ejecutado con innumerables pausas para fotografiar cada fase del proceso, a medida que, tras retirar la capa exterior de resinato de cobre, el oropimente de los caracteres góticos iba quedando al descubierto, quinientos años después de que Pieter Van Huys lo cubriese para velar más el misterio.

Y ahora estaba por fin allí, a la vista; Q uis necavit equitem . Julia hubiera preferido dejar la inscripción cubierta con la capa de pigmento original, ya que bastaban las radiografías para confirmar su existencia; pero Montegrifo había insistido en sacarla a la luz -según el subastador, eso excitaba el morbo de los clientes-. Pronto el cuadro sería exhibido ante los ojos de todo el mundo; subastadores, coleccionistas, historiadores… La discreta privacidad de que había gozado hasta entonces, salvo la breve etapa en las galerías del Prado, terminaba para siempre. Dentro de poco, La partida de ajedrez empezaría a ser estudiado por especialistas, iba a convertirse en centro de polémicos debates, se escribirían sobre él artículos de prensa, tesis eruditas, textos especializados como el que ya preparaba la misma Julia… Ni siquiera su autor, el viejo maestro flamenco, pudo imaginar nunca que su cuadro iba a conocer semejante fama. En cuanto a Fernando Altenhoffen, sus huesos se estremecerían de placer bajo una polvorienta lápida, en la cripta de alguna abadía belga o francesa, si el eco de todo llegase hasta él. A fin de cuentas, su memoria iba a quedar debidamente rehabilitada. Un par de líneas en los libros de Historia tendrían que ser escritas de nuevo.

Miró el cuadro. Casi toda la capa exterior de barniz oxidado había desaparecido, y con él la veladura amarillenta que hasta entonces empañaba los colores. Desbarnizado y con la inscripción al descubierto, tenía ahora una luminosidad y una perfección de color visible aun en penumbra. Los contornos de las figuras se percibían extremadamente precisos, de una nitidez y concisión perfectas, y el equilibrio que caracterizaba la escena doméstica -paradójicamente doméstica, pensó Julia- era tan representativo de un estilo y una época que, sin duda, aquel cuadro alcanzaría en la subasta un precio asombroso.

Paradójicamente doméstica; el concepto era riguroso. Nada hacía sospechar, en los dos graves caballeros que jugaban al ajedrez ni en la dama vestida de negro que leía, ojos bajos y expresión recatada junto a la ventana ojival, el drama que, como la raíz retorcida de una planta de hermosa apariencia, se enroscaba en el fondo de la escena.

Observó el perfil de Roger de Arras inclinado sobre el tablero, absorto en aquella partida en la que le iba la vida; en la que, en realidad, él ya estaba muerto. Con su gorjal de acero en torno al cuello y el coselete que le daban un aire militar, del soldado que en otro tiempo fue. Del guerrero con cuyos atributos, tal vez cubierto por armadura bruñida como la del caballero que cabalgaba junto al Diablo, la había escoltado a ella, camino del lecho nupcial al que la destinaban razones de Estado. La vio con plena lucidez, a Beatriz, aún doncella, más joven que en el cuadro, cuando la amargura aún no había puesto pliegues en torno a su boca, asomada entre las cortinas de la litera, sofocada la risa cómplice del aya que viajaba a su lado, espiando con admiración al gallardo gentilhombre cuya fama lo había precedido; el amigo de confianza de su futuro esposo, el hombre aún joven que, tras batirse bajo las lises de Francia contra el leopardo inglés, había buscado la paz junto al compañero de la infancia. Y adivinó los ojos azules, muy abiertos, cruzar durante un momento la mirada con los ojos serenos y fatigados del caballero.

Era imposible que a ambos los hubiese unido nunca más que esa mirada. Por alguna razón confusa, por un giro inexplicable de la imaginación -como si las horas pasadas trabajando en el cuadro establecieran un misterioso hilo conductor entre ella y aquel fragmento del pasado-, Julia contemplaba, o creía contemplar, la escena del Van Huys con la misma familiaridad de quien había vivido junto a los personajes, sin perder detalle, los pormenores de la historia. El espejo redondo de la pared, pintado en el cuadro, que reflejaba el breve escorzo de los jugadores, también la contenía a ella, del mismo modo que el espejo de “Las Meninas” reflejaba a los reyes mirando -¿dentro o fuera del cuadro?- la escena pintada por Velázquez, o el espejo de “Los Arnolfini” la presencia, la minuciosa mirada de Jan Van Eyck.

Sonrió en las sombras, decidiéndose por fin a encender el cigarrillo. La luz del fósforo la deslumbró un instante y ocultó de su vista La partida de ajedrez , y luego, poco a poco, su retina ajustó de nuevo la escena, los personajes, los colores. Ella misma, de eso tenía ahora la certeza, estuvo siempre allí, desde el principio; desde que Pieter Van Huys imaginó aquel momento. Antes incluso de que el maestro flamenco preparase con arte el carbonato de calcio y la cola animal con que impregnaría la tabla para empezar a pintarla.

Beatriz, duquesa de Ostenburgo. Una mandolina, tañida por un paje al pie del muro, pone en sus ojos inclinados sobre el libro una nota de melancolía. Recuerda su juventud en Borgoña, sus esperanzas y ensueños. En la ventana que enmarca el purísimo cielo azul de Flandes, un capitel de piedra recrea un gallardo San Jorge alanceando el dragón que se retuerce bajo las patas del caballo. Al San Jorge, eso no escapa a la mirada implacable del pintor que observa la escena -ni tampoco a la de Julia, que observa al pintorel tiempo le ha quebrado el extremo superior de la lanza, y en el lugar donde el pie derecho, calzado sin duda con aguda espuela, mostraba un agresivo relieve, hay sólo un fragmento roto. Es, pues, un San Jorge armado a medias y cojo, con el escudo de piedra roído por el viento y la lluvia, el que extermina al dragón infame. Pero tal vez eso hace más entrañable la figura del caballero que a Julia, por una curiosa trasposición de ideas, le recuerda la marcial apostura de un mutilado soldadito de plomo.

Lee Beatriz de Ostenburgo, que, a pesar de su matrimonio, por linaje y orgullo de sangre jamás ha dejado de serlo de Borgoña. Y lee un curioso libro ornado con clavos de plata, con cinta de seda para marcar las páginas, y cuyas capitulares son primorosas miniaturas coloreadas por el maestro del C oeur d.A mour epris : un libro titulado P oema de la dama y el caballero que, si bien de autor oficialmente anónimo, todo el mundo sabe que fue escrito casi diez años atrás, en la corte francesa del rey Carlos Valois, por un caballero ostenburgués llamado Roger de Arras:

«S eñora, el mismo rocío

que al despuntar la mañana

destila en vuestro jardín

sobre las rosas escarcha,

en el campo de batalla

deja caer, como lágrimas,

gotas en mi corazón,

y en mis ojos, y en mis armas…»

A veces sus ojos azules, de luminosas claridades flamencas, van del libro a los dos hombres que, en torno a la mesa, juegan la partida de escaques. El esposo medita, inclinado sobre el codo izquierdo, mientras con los dedos acaricia, distraído, el Toisón de Oro que su tío político Felipe el Bueno, ya fallecido, le envió como presente de bodas, y que lleva al cuello, al extremo de una pesada cadena de oro. Fernando de Ostenburgo duda, alarga la mano hacia una pieza, la toca y parece pensarlo mejor, rectifica y lanza una mirada de disculpa a los ojos tranquilos de Roger de Arras, cuyos labios curva una cortés sonrisa. ‘Quien toca mueve, monseñor’, murmuran aquellos labios con un ápice de amistosa ironía, y Fernando de Ostenburgo, ligeramente avergonzado, se encoge de hombros y mueve la pieza tocada, porque sabe que su oponente ante el tablero es algo más que un cortesano; es su amigo. Y se remueve en el escabel sintiéndose, a pesar de todo, vagamente feliz, pues sabe que no es malo tener cerca a alguien que, de vez en cuando, le recuerde que incluso para los príncipes existen ciertas reglas.

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