El taconeo y el perfume de Menchu las precedieron hasta el despacho -maderas nobles en las paredes, enorme mesa de caoba, lámpara y sillones de diseño ultramoderno-, donde Paco Montegrifo se adelantó a besarles la mano, exhibiendo la perfecta dentadura que, como un destello resplandeciente en el bronceado de su rostro, utilizaba a modo de tarjeta de visita. Cuando tomaron asiento en butacas desde las que podía gozarse de una buena panorámica del valioso Vlaminck que presidía el despacho, el subastador fue a sentarse bajo el cuadro, al otro lado de la mesa, con el aire modesto de quien lamentaba de corazón no poder ofrecerles mejor vista. Un Rembrandt, por ejemplo, parecía decir la intensa mirada que le dirigió a Julia tras dejarla resbalar con indiferencia sobre las piernas aparatosamente cruzadas de Menchu. O tal vez un Leonardo.
Montegrifo entró en materia rápidamente, apenas una secretaria les hubo servido, en tazas de porcelana de la Compañía de Indias, café que Menchu endulzó con sacarina. Julia bebió el suyo solo, amargo y muy caliente, a breves sorbos. Cuando encendió un cigarrillo -el subastador acompañó su gesto con uno de atenta impotencia, inclinándose inútilmente hacia ella con su encendedor de oro en la mano desde la inmensa distancia del otro lado de la mesa-, el anfitrión ya había expuesto la situación en términos generales. Y en su fuero interno, Julia hubo de reconocer que, sin faltar a la más exquisita educación, Montegrifo no se había ido por las ramas.
El planteamiento era, a primera vista, transparente como el cristal: Claymore lamentaba no aceptar las condiciones de Menchu en cuanto a ir a la par en los beneficios del Van Huys. Al mismo tiempo ponía en su conocimiento que el propietario del cuadro, don… -Montegrifo consultó calmosamente sus notas- Manuel Belmonte, de acuerdo con sus sobrinos, había decidido anular el acuerdo establecido con doña Menchu Roch y transferir los poderes sobre el Van Huys a Claymore y Compañía. Todo ello, añadió con las yemas de los dedos juntas y los codos apoyados en el filo de la mesa, constaba en un documento legalizado ante notario, que tenía en un cajón. Dicho lo cual, Montegrifo dirigió a Menchu una mirada de desolación, acompañándola con un suspiro de hombre de mundo.
– ¿Quiere decir -a Menchu, escandalizada, le tintineaba la taza de café en las manos- que amenaza con quitarme el cuadro?
El subastador se miró los gemelos de oro de la camisa como si éstos hubiesen dicho una inconveniencia, y después estiró pulcramente los puños almidonados.
– Me temo que ya se lo hemos quitado -dijo en el tono contrito de quien lamenta pasar a una viuda las facturas que dejó el difunto-. De todas formas, su porcentaje de beneficio original sobre el precio de subasta se mantiene intacto; descontando, eso sí, los gastos. Claymore no pretende despojarla de nada, sino evitar sus condiciones abusivas, señora mía -sacó pausadamente su pitillera de plata de un bolsillo y la puso sobre la mesa-. En Claymore no vemos razón para aumentar su porcentaje. Eso es todo.
– ¿No ven la razón? -Menchu miró a Julia con despecho, esperando exclamaciones de indignada solidaridad o algo por el estilo-. La razón, Montegrifo, es que ese cuadro, gracias a un trabajo de investigación realizado por nosotras, va a multiplicar su precio… ¿Le parece poca razón?
Montegrifo miró a Julia, estableciendo silenciosa y cortésmente que no la incluía para nada en aquel sórdido chalaneo. Después se volvió a Menchu, y sus ojos se endurecieron.
– Si esa investigación que ustedes han realizado -el ustedes no dejaba duda de su opinión sobre la capacidad investigadora de Menchu- aumenta el precio del Van Huys, también aumentará automáticamente el beneficio a porcentaje que acordó con Claymore… -en este punto se permitió una sonrisa condescendiente, antes de olvidarse otra vez de Menchu y mirar a Julia-. En cuanto a usted, la nueva situación no perjudica sus intereses, sino todo lo contrario. Claymore -y la sonrisa que le dirigió no dejaba la menor duda sobre quién, en Claymore- considera que su actuación en este asunto ha sido excepcional. Así que le rogamos siga restaurando el cuadro como hasta ahora. El aspecto económico no debe inquietarla en absoluto.
– ¿Y puede saberse -además de la mano que sostenía la taza y el platillo de café, a Menchu le temblaba el labio inferior- cómo está usted tan al corriente de lo que se refiere al cuadro?… Porque Julia puede ser algo ingenua, pero no me la imagino contándole su vida a la luz de las velas. ¿O me equivoco?
Aquello era un golpe bajo, y Julia abrió la boca para protestar; pero Montegrifo la tranquilizó con un gesto.
– Mire, señora Roch… Su amiga rechazó algunas propuestas profesionales que me tomé la libertad de plantear hace unos días, y lo hizo con el elegante recurso de darme largas -abrió la pitillera y escogió un cigarrillo con la meticulosidad de quien realiza una importante operación-. Los detalles sobre el estado del cuadro, la inscripción oculta y lo demás, ha tenido a bien suministrármelos la sobrina del propietario. Un hombre encantador, por cierto, ese don Manuel. Y he de decir -accionó el encendedor, expulsando una breve bocanada de humo- que se resistió a retirarle a usted la responsabilidad sobre el Van Huys. Un hombre de lealtades, según parece, pues también exigió, con sorprendente insistencia, que nadie excepto Julia tocase el cuadro hasta que acabe la restauración… En todas esas negociaciones me fue utilísima la alianza, que podemos llamar táctica, con la sobrina de don Manuel… En cuanto al señor Lapeña, el marido, no puso objeción en cuanto mencioné la posibilidad de un adelanto.
– Otro Judas -casi escupió Menchu.
Montegrifo se encogió de hombros.
– Supongo -dijo en tono objetivo- que podría aplicársele ese alias, creo. Entre otros.
– Yo también tengo un documento firmado -protestó Menchu.
– Lo sé. Pero se trata de un mero acuerdo sin legalizar, mientras que el mío es ante notario, con los sobrinos como testigos y todo tipo de garantías, que incluyen un depósito económico como fianza por nuestra parte… Si me permite la expresión, precisamente la misma que utilizó Alfonso Lapeña en el momento de estampar su firma, no hay color, señora mía.
Menchu se inclinó hacia adelante, lo que hizo temer a Julia que la taza de café que sostenía en las manos fuese a parar sobre la impoluta camisa de Montegrifo; pero su amiga se limitó a dejarla sobre la mesa. Estaba sofocada de indignación, y a pesar del cuidadoso maquillaje, la cólera le envejecía el rostro. Al moverse, la falda se le subió más, descubriendo sus muslos, y Julia se sintió apenada, violenta con aquella absurda situación. Lamentaba con toda el alma encontrarse allí.
– ¿Y qué hará Claymore -preguntó Menchu en tono desabrido- si decido irme con el cuadro a otra casa de subastas?
Montegrifo miraba las espirales de humo del cigarrillo.
– Francamente -parecía meditar en serio la cuestión- le aconsejo no complicarse la vida. Sería ilegal.
– También puedo empapelarlos a todos, en un litigio que dure meses, paralizando cualquier subasta del cuadro. ¿Se le ha ocurrido pensar eso?
– Claro que se me ha ocurrido. Pero usted sería la primera perjudicada -llegado a ese punto sonrió educadamente, con la certeza de haber dado el mejor consejo a su alcance-. Claymore dispone de buenos abogados, como sin duda imagina… En la práctica -titubeó unos segundos, como si dudara en añadir algo más- se expone a perderlo todo. Y sería una lástima.
Menchu se dio un seco tirón de la falda hacia abajo, al tiempo que se ponía en pie.
– ¿Sabes lo que te digo?… -se le quebraba la voz en el brusco tuteo, atropellada por la ira-. ¡Eres el mayor hijo de puta que me he echado a la cara!
Читать дальше