Arturo Pérez-Reverte - La Tabla De Flandes

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A finales del siglo XV un viejo maestro flamenco introduce en uno de sus cuadros, en forma de partida de ajedrez, la clave de un secreto que pudo cambiar la historia de Europa. Cinco siglos después, una joven restauradora de arte, un anticuario homosexual y un excéntrico jugador de ajedrez unen sus fuerzas para tratar de resolver el enigma.
La investigación les conducirá a través de una apasionante pesquisa en la que los movimientos del juego irán abriendo las puertas de un misterio que acabará por envolver a todos sus protagonistas.
La tabla de Flandes es un apasionante juego de trampas e inversiones -pintura, música, literatura, historia, lógica matemática- que Arturo Pérez- Reverte encaja con diabólica destreza.

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– Julia, hija -Menchu parecía ahora realmente preocupada-. Te has puesto pálida.

El camión seguía allí, detenido ante el semáforo en rojo. Tal vez sólo era una coincidencia. El mundo estaba lleno de coches azules y con los cristales oscuros. Dio un paso hacia el escaparate, metiendo la mano en el bolso de cuero que llevaba colgado del hombro. Álvaro en la bañera, bajo los grifos abiertos. Buscó a tientas, apartando tabaco, encendedor, polvera. Tocó la culata de la Derringer con una especie de jubiloso consuelo, de odio exaltado hacia aquel coche ahora invisible que encarnaba la sombra desnuda del miedo. Hijo de puta, pensó, y la mano que empuñaba el arma dentro del bolso se puso a temblar a un tiempo de pavor y de ira. Hijo de puta, seas quien seas, aunque hoy les toque mover a las negras te voy a enseñar yo a jugar al ajedrez… Y ante los atónitos ojos de Menchu salió a la calle con los dientes apretados y los ojos fijos en el camión que ocultaba el automóvil. Cruzó entre dos coches detenidos en la acera, justo cuando el disco cambiaba a verde. Sorteó un parachoques, escuchó indiferente un claxon a su espalda, estuvo a punto de sacar la Derringer del bolso en su impaciencia por que pasara el camión, y por fin, entre una humareda de gasoil, llegó al otro lado de la calle a tiempo de ver cómo un Ford azul con los cristales oscuros, cuya matrícula terminaba en las letras Th, se perdía en el tráfico, calle arriba, alejándose de su vista.

IX. EL FOSO DE LA PUERTA ESTE

«AQUILES: ¿Qué pasa entonces si usted encuentra un cuadro dentro del cuadro al cual ya ha entrado.?

TORTUGA: Justo lo que usted esperaría, uno se introduce dentro de ese cuadro-en-el cuadro.»

D .R . H ofstadter

– Fue realmente excesivo, querida -César enrollaba sus spaghetti en torno al tenedor-. ¿Imaginas?… Un honrado ciudadano está detenido casualmente en un semáforo, al volante de su no menos casual coche de color azul, y ve llegar una guapa joven hecha un basilisco que, de buenas a primeras, pretende pegarle un tiro -se volvió hacia Muñoz, como pidiendo el apoyo de la cordura-… ¿No es para que a cualquiera le dé un soponcio?

El jugador de ajedrez detuvo el movimiento de la bolita de pan que tenía entre los dedos, sobre el mantel, pero no levantó los ojos.

– No se lo llegó a pegar. Me refiero al tiro -precisó en voz baja, ecuánime-. El coche se fue antes.

– Lógico -César extendió una mano hacia la copa de vino rosado-. El semáforo estaba en verde.

Julia dejó los cubiertos en el filo del plato, junto a su lasaña casi intacta. Lo hizo con violencia, levantando un ruido merecedor de una dolorida mirada de reconvención que el anticuario le dirigió por encima del borde de su copa.

– Escucha, bobo. El coche ya estaba parado antes de que el semáforo se pusiera rojo, con la calle libre… Justo enfrente de la galería, ¿entiendes?

– Hay cientos de coches así, cariño -César dejó con suavidad la copa sobre la mesa, volvió a secarse los labios y compuso una apacible sonrisa-. También pudo tratarse -añadió, bajando la voz hasta adoptar un tono sibilino- de un admirador de tu virtuosa amiga Menchu… Algún musculoso proxeneta en ciernes, aspirante a desbancar a Max. O algo así.

Julia sentía una sorda irritación. La sacaba de quicio que en momentos de crisis César se atrincherase en su agresividad maledicente, estilo vieja víbora. Pero no quería abandonarse al malhumor, discutiendo con él. Y menos delante de Muñoz.

– También pudo ser alguien -respondió, tras revestirse de paciencia y contar mentalmente hasta cinco- que viéndome salir de la galería decidió quitarse de en medio, por si acaso.

– Lo veo pero que muy improbable, queridísima. De veras.

– También habrías considerado improbable que Álvaro apareciera desnucado como un conejo, y ya ves.

El anticuario frunció los labios, como si la alusión resultara inoportuna, mientras indicaba el plato de Julia con un gesto.

– Se te va a enfriar la lasaña.

– A la mierda la lasaña. Quiero saber qué opinas tú. Y quiero la verdad.

César miró a Muñoz, pero éste seguía amasando su bolita de pan, inexpresivo. Entonces apoyó las muñecas en el borde de la mesa, simétricamente colocadas a cada lado del plato, y fijó la vista en el búcaro con dos claveles, blanco y rojo, que decoraba el centro del mantel.

– Puede que sí, que tengas razón -enarcaba las cejas como si la sinceridad exigida y el afecto que le profesaba a Julia librasen dura lucha en su interior-… ¿Es eso lo que deseas oír? Pues ya está. Ya lo he dicho -los ojos azules la miraron con tranquila ternura, libres del sardónico enmascaramiento que los había revestido hasta entonces-. Confieso que la presencia de ese coche me preocupa.

Julia le dirigió una mirada furiosa.

– ¿Puede saberse, entonces, por qué te has pasado media hora haciendo el idiota? -golpeó con los nudillos sobre el mantel, impaciente-. No, no me lo digas. Ya sé. Papaíto no quiere que la nena se inquiete, ¿verdad? Estaré más tranquila con la cabeza metida en el agujero, como las avestruces… O como Menchu.

– Las cosas no se solucionan echándose encima de la gente porque parezca sospechosa… Además, si las aprensiones resultan justificadas, incluso puede ser peligroso. Quiero decir peligroso para ti .

– Llevaba tu pistola.

– Espero no lamentar nunca haberte dado esa Derringer. Esto no es un juego. En la vida real, los malos también pueden llevar pistola… Y juegan al ajedrez.

Como si hiciese una tópica imitación de sí mismo, la palabra ajedrez pareció romper la apatía de Muñoz.

– Después de todo -murmuró, sin dirigirse a nadie en particular- el ajedrez es una combinación de impulsos hostiles…

Lo miraron sorprendidos; aquello no tenía nada que ver con la conversación. Muñoz contemplaba el vacío, como si aún no hubiese regresado completamente de un largo viaje a lugares remotos.

– Mi estimadísimo amigo -dijo César, algo picado por la interrupción-. No me cabe la menor duda de la aplastante veracidad de sus palabras, pero nos encantaría que fuese más explícito.

Muñoz hizo girar la bolita de pan entre los dedos. Llevaba una americana azul pasada de moda y corbata verde oscura. Las puntas del cuello de la camisa, arrugadas y no muy limpias, apuntaban hacia arriba.

– No sé qué decirles -se frotó el mentón con el dorso de los dedos-. Llevo todos estos días dándole vueltas al asunto… -vaciló otra vez, como si buscase las palabras idóneas-. Pensando en nuestro adversario.

– Como Julia, imagino. O como yo mismo. Todos pensamos en ese miserable…

– No es igual. Llamarlo miserable , como usted hace, supone ya un juicio subjetivo… Algo que no nos ayuda; y puede desviar nuestra atención de lo que sí es importante. Yo procuro pensar en él a través de lo único objetivo que tenemos hasta ahora: sus movimientos de ajedrez. Quiero decir… -pasó un dedo por el cristal empañado de su copa de vino, intacta, y se calló un momento, como si el gesto le hubiese hecho perder el hilo del breve discurso-. El estilo refleja al jugador… Creo que ya les hablé de eso una vez.

Julia se inclinó hacia el ajedrecista, interesada.

– ¿Quiere decir que ha pasado estos días estudiando en serio la personalidad del asesino?… ¿Que ahora lo conoce mejor?

La vaga sonrisa se insinuó de nuevo, apenas un instante, en los labios de Muñoz. Pero su mirada era abrumadoramente seria, comprobó Julia. Aquel hombre no ironizaba jamás.

– Hay jugadores de muchos tipos -entornó los párpados, y parecía que observase algo a lo lejos, un mundo familiar más allá de las paredes del restaurante-. Además del estilo de juego, cada uno tiene manías propias, rasgos que lo diferencian de los demás: Steinitz solía tararear a Wagner mientras jugaba; Morphy nunca miraba a su oponente hasta el movimiento decisivo… Otros dicen algo en latín, o en jerga inventada… Es una manera de desahogar tensión, de quedarse a la expectativa. Puede ocurrir antes o después de mover una pieza. A casi todos les pasa.

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