Arturo Pérez-Reverte - La Tabla De Flandes

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A finales del siglo XV un viejo maestro flamenco introduce en uno de sus cuadros, en forma de partida de ajedrez, la clave de un secreto que pudo cambiar la historia de Europa. Cinco siglos después, una joven restauradora de arte, un anticuario homosexual y un excéntrico jugador de ajedrez unen sus fuerzas para tratar de resolver el enigma.
La investigación les conducirá a través de una apasionante pesquisa en la que los movimientos del juego irán abriendo las puertas de un misterio que acabará por envolver a todos sus protagonistas.
La tabla de Flandes es un apasionante juego de trampas e inversiones -pintura, música, literatura, historia, lógica matemática- que Arturo Pérez- Reverte encaja con diabólica destreza.

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– ¿A usted también? -preguntó Julia.

El ajedrecista titubeó, molesto.

– Supongo que sí.

– ¿Y cuál es su manía de jugador?

Muñoz se miró las manos, sin dejar de amasar entre los dedos la bolita de pan.

– Vámonos a Penjamo con dos Haches.

¿V ámonos a P enjamo con dos H aches?

– Sí.

– ¿Y qué significa V ámonos a P enjamo con dos H aches ?

– No significa nada. Sencillamente lo digo entre dientes, o lo pienso, cuando hago una jugada decisiva, justo antes de tocar la pieza.

– Pero eso es completamente irracional…

– Ya lo sé. Pero, incluso irracionales, los gestos o manías se relacionan con la forma de jugar. Y eso también es información sobre el carácter del adversario… A la hora de analizar un estilo o un jugador, cualquier dato vale. Petrosian, por ejemplo: era muy defensivo, con gran sentido del peligro; se pasaba el tiempo preparando defensas frente a posibles ataques, incluso antes de que éstos se le ocurriesen a sus adversarios…

– Un paranoico -dijo Julia.

– ¿Ve como no es difícil?… En otros casos, el juego refleja egoísmo, agresividad, megalomanía… Consideren, si no, el caso de Steinitz: con sesenta años, aseguraba estar en comunicación directa con Dios, y que podía ganarle una partida dando ventaja de un peón y las blancas…

– ¿Y nuestro jugador invisible? -preguntó César, que escuchaba atento, con su copa a medio camino entre la mesa y los labios.

– Parece bueno -respondió Muñoz sin vacilar-. Y a menudo los buenos jugadores son gente complicada… Un maestro desarrolla una intuición especial por el movimiento adecuado y un sentido del peligro sobre el movimiento erróneo. Es una especie de instinto que no se puede explicar con palabras… Cuando mira el tablero no ve algo estático, sino un campo donde se entrecruzan multitud de fuerzas magnéticas, incluidas las que él lleva dentro -miró la bolita de pan sobre el mantel durante unos segundos antes de desplazarla cuidadosamente hacia un lado, como si se tratase de un minúsculo peón sobre un tablero imaginario-. Es agresivo y le gusta arriesgarse. Ese no recurrir a la dama para proteger su rey… El brillante recurso al peón negro y después al caballo negro para mantener la tensión sobre el rey blanco, dejando en suspenso, para atormentarnos, un posible cambio de damas… Quiero decir que ese hombre…

– O esa mujer -interrumpió Julia.

El ajedrecista la miró indeciso.

– No sé qué pensar. Algunas mujeres, juegan bien al ajedrez, pero son pocas… En este caso, las jugadas de nuestro adversario, o adversaria, muestran cierta crueldad, y yo diría que también una curiosidad algo sádica… Como el gato que juega con el ratón.

– Recapitulemos -Julia contaba con el índice sobre los dedos de una mano-: nuestro adversario es probablemente un hombre, y de forma más improbable una mujer, con una importante seguridad en sí mismo, de carácter agresivo, cruel, y con una especie de sadismo de voyeur . ¿Correcto?

– Creo que sí. También le gusta el peligro. Rechaza, eso salta a la vista, el clásico enfoque que relega al jugador de las piezas negras al papel defensivo. Además, tiene buena intuición sobre los movimientos del adversario… Es capaz de ponerse en lugar de otros.

César curvó los labios hasta modular un silencioso silbido de admiración y miró a Muñoz con renovado respeto. El ajedrecista había adoptado un aire distante, como si sus pensamientos derivaran otra vez lejos de allí.

– ¿En qué piensa? -preguntó Julia.

Muñoz tardó un poco en responder.

– En nada especial… A menudo, sobre un tablero, la batalla no es entre dos escuelas de ajedrez, sino entre dos filosofías… Entre dos formas de concebir el mundo.

– Blancas y negras, ¿no es eso? -apuntó César como si recitara un viejo poema-. El bien y el mal, el cielo y el infierno, y todas esas deliciosas antítesis.

– Es posible.

Muñoz había hecho un gesto que confesaba su incapacidad para analizar la cuestión de un modo adecuadamente científico. Julia observó su frente despejada y sus grandes ojeras. La lucecita que tanto la fascinaba parecía encendida en los ojos cansados del jugador de ajedrez, y se preguntó cuánto faltaba para que se apagara de nuevo, como otras veces. Cuando el brillo estaba allí, sentía verdadero interés por adentrarse en su interior, por conocer al hombre taciturno que tenía ante sí.

– ¿Y cuál es su escuela?

El ajedrecista pareció sorprendido por la pregunta. Hizo un gesto hacia su copa, deteniéndolo a la mitad, y la mano quedó sobre el mantel, inmóvil. La copa seguía intacta desde que, al comienzo de la comida, un camarero había servido el vino.

– No creo pertenecer a una escuela -respondió en voz baja; a veces daba la impresión de que hablar de sí mismo violentaba de forma intolerable su sentido del pudor-. Supongo que soy de los que consideran el ajedrez una forma de terapia… A veces me pregunto cómo se las arreglan ustedes, los que no juegan, para escapar de la locura o la melancolía… Como ya les dije una vez, hay gente que juega para ganar; como Alekhine, como Lasker, como Kasparov… Como casi todos los grandes maestros. También, supongo, como ese misterioso jugador invisible… Otros, Steinitz, Przepiorka, prefieren demostrar sus teorías o ejecutar brillantes movimientos… -dudó antes de continuar; era evidente que ya no podía evitar referirse a él mismo.

– En cuanto a usted… -lo ayudó Julia.

– En cuanto a mí, yo no soy agresivo, ni arriesgado.

– ¿Por eso no gana nunca?

– En mi interior pienso que puedo ganar; que si me lo propongo no perderé una sola partida. Pero mi peor rival soy yo -se tocó la punta de la nariz, ladeando un poco la cabeza-. Una vez leí algo: el hombre no ha nacido para resolver el problema del mundo, sino para averiguar dónde está el problema… Tal vez por eso no pretendo resolver nada. Me sumerjo en la partida por la partida en sí, y a veces, cuando parece que estudio el tablero, lo que estoy es soñando despierto; divago sobre jugadas diferentes, de otras piezas, o voy seis, siete o más jugadas por delante de la que ocupa a mi adversario…

– Ajedrez en estado purísimo -precisó César, que parecía admirado, muy a su pesar, y lanzaba ojeadas inquietas a la forma en que Julia se inclinaba sobre la mesa para escuchar al ajedrecista.

– No lo sé -repuso Muñoz-. Pero eso le pasa a mucha gente que conozco. Las partidas pueden durar horas durante las que familia, problemas, trabajo, quedan, fuera, al margen… Eso es común a todos. Lo que pasa es que mientras unos lo ven como una batalla que han de ganar, otros lo vemos como una región de ensueño y combinaciones espaciales, donde victoria o derrota son palabras sin sentido.

Julia cogió el paquete de tabaco que tenía sobre la mesa, extrajo un cigarrillo y golpeó suavemente un extremo contra el cristal del reloj que llevaba en la cara interior de la muñeca. Mientras César se inclinaba para ofrecerle fuego, ella miró a Muñoz.

– Pero antes, cuando nos hablaba de batalla entre dos filosofías, se refería al asesino, al jugador negro. Esta vez sí parece usted interesado en ganar… ¿No?

La mirada del ajedrecista volvió a perderse en un lugar indeterminado del espacio.

– Supongo que sí. Esta vez quiero ganar.

– ¿Por qué?

– Instinto. Yo soy un ajedrecista; un buen jugador. Alguien me está provocando, y eso obliga a centrar la atención en sus movimientos. La verdad es que no puedo elegir.

César sonrió, burlón, encendiendo también uno de sus cigarrillos con filtro dorado.

– Canta, oh musa -recitó, en tono de festiva parodia- la cólera del pelida Muñoz, que por fin decide abandonar su tienda… Nuestro amigo, por fin, se va a la guerra. Hasta ahora sólo oficiaba como una especie de asesor extranjero, así que celebro verlo, por fin, jurar bandera. Héroe malgré lui , pero héroe a fin de cuentas. Lástima -una sombra cruzó su frente, tersa y pálida- que se trate de una guerra endiabladamente sutil.

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