Arturo Pérez-Reverte - La Tabla De Flandes

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A finales del siglo XV un viejo maestro flamenco introduce en uno de sus cuadros, en forma de partida de ajedrez, la clave de un secreto que pudo cambiar la historia de Europa. Cinco siglos después, una joven restauradora de arte, un anticuario homosexual y un excéntrico jugador de ajedrez unen sus fuerzas para tratar de resolver el enigma.
La investigación les conducirá a través de una apasionante pesquisa en la que los movimientos del juego irán abriendo las puertas de un misterio que acabará por envolver a todos sus protagonistas.
La tabla de Flandes es un apasionante juego de trampas e inversiones -pintura, música, literatura, historia, lógica matemática- que Arturo Pérez- Reverte encaja con diabólica destreza.

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– En cuanto al Van Huys, ya verás. Le vamos a sacar un montón de dinero.

– ¿Y qué hacemos con Montegrifo?

Había pocos clientes en la galería; un par de damas de edad que conversaban junto a un gran óleo de factura clásica y paisaje marino, y un caballero vestido de oscuro que curioseaba en las carpetas de grabados. Menchu apoyó una mano en la cadera como si fuese la culata de un revólver, emitiendo un teatral parpadeo mientras bajaba la voz.

– Entrará por el aro, pequeña.

– ¿Tú crees?

– Lo que yo te diga. O acepta o nos pasamos al enemigo -sonrió segura de sí-. Con tus antecedentes y toda esa película maravillosa del duque de Ostenburgo y la mala pécora de su legítima, Sotheby.s o Christie.s nos acogerían con los brazos abiertos. Y Paco Montegrifo no tiene un pelo de tonto… -pareció recordar algo-. Por cierto; esta tarde tomamos café con él. Ponte guapa.

– ¿Tomamos?

– Tú y yo. Ha telefoneado esta mañana, todo mieles. Menudo olfato tiene ese cabrón.

– A mí no me líes.

– No te lío. Insistió en que vengas tú también. No sé que le has dado, hija. Con lo flacucha que estás.

Los tacones de Menchu -zapatos cosidos a mano, carísimos, pero dos centímetros más altos de lo preciso- dejaban dolorosas marcas en la moqueta beige. En su galería, entre luces indirectas, tonos claros y grandes espacios, predominaba lo que César solía llamar arte bárbaro : acrílicos y guaches combinados con collages, relieves de arpillera alternados con oxidadas llaves inglesas, o tuberías de plástico junto a volantes de automóvil pintados de azul celeste eran la nota dominante, y sólo a veces, relegado a lejanos rincones de la sala, asomaba un retrato o paisaje de corte más convencional; como un huésped incómodo, aunque necesario para justificar la pretendida amplitud de criterios de una anfitriona esnob. Y, sin embargo, a Menchu la galería le daba dinero; hasta César se veía obligado a reconocerlo, a regañadientes, mientras recordaba con añoranza los tiempos en que, para la sala de juntas de cualquier consejo de administración, era imprescindible un cuadro de aire respetable comme il faut , provisto de la apropiada pátina y el grueso marco de madera dorada, en lugar de delirios postindustriales tan en consonancia con el espíritu -dinero de plástico, muebles de plástico, arte de plástico- de las nuevas generaciones que ocupaban, previo paso por allí de carísimos decoradores a la última, aquellos mismos despachos.

Paradojas de la vida: Menchu y Julia contemplaban en aquel momento una curiosa combinación de rojos y verdes que respondía al excesivo título de S entimientos , salida semanas atrás de la paleta de Sergio, la última romántica locura de César, que el anticuario había recomendado, teniendo -eso sí- la decencia de desviar púdicamente los ojos cuando mencionó el asunto.

– De todas formas lo venderé -suspiró Menchu, resignada, después que ambas lo miraron durante un rato-. En realidad se vende todo. Parece mentira.

– César te está muy agradecido -dijo Julia-. Y yo también.

Menchu arrugó la nariz, con reprobación.

– Eso es lo que me fastidia. Que además justifiques las golferías de tu amigo el anticuario. Ya tiene edad para formalizarse un poco, la vieja loca.

Julia blandió un puño amenazador ante la nariz de su amiga.

– No te metas con él. Ya sabes que César es sagrado.

– Lo sé, hija. Siempre con tu César por aquí y por allá, y así desde que te conozco… -miró el cuadro de Sergio con fastidio-. Lo vuestro es para ir al psicoanalista y saltarle un fusible. Os imagino tumbaditos juntos en el diván, hablándole de la cebolla esa de Freud: «Verá usted, doctor, de pequeña no quería tirarme a mi padre sino bailar el vals con el anticuario. Que además es mariquita, pero me adora…» Menudo pastel, nena.

Julia miró a su amiga sin ganas de sonreír.

– Eso es una impertinencia. Conoces perfectamente la naturaleza de nuestra relación.

– Vaya si la conozco.

– Pues vete al cuerno. Sabes muy bien… -se detuvo y bufó, irritada consigo misma-. Esto es absurdo. Siempre que hablas de César termino justificándome.

– Porque hay algo turbio en lo vuestro, chatita. Recuerda que incluso cuando estabas con Álvaro…

– Déjame en paz con Álvaro. Ocúpate de tu Max.

– Mi Max, al menos, me da lo que necesito… Por cierto, ¿qué tal ese ajedrecista que os habéis sacado de la manga? Me muero por echarle la vista encima.

– ¿Muñoz? -Julia no pudo evitar una sonrisa-. Te decepcionaría. No es tu tipo… Ni el mío -reflexionó unos instantes; nunca se le había ocurrido considerarlo desde un punto de vista descriptivo-. Tiene pinta de oficinista de película en blanco y negro.

– Pero te ha resuelto lo del Van Huys -Menchu emitió un parpadeo de socarrona admiración en homenaje al jugador de ajedrez-. Algún talento tendrá.

– A su manera puede ser brillante… Pero no siempre. En un momento lo ves muy seguro, razonando como una máquina, y de pronto se apaga ante tus ojos. Entonces te ves fijándote en el cuello rozado de su camisa, en lo vulgar de sus facciones, y piensas que, seguramente, es uno de esos a los que les huelen los calcetines…

– ¿Está casado?

Julia encogió los hombros. Miraba hacia la calle, más allá de la vidriera del escaparate donde se exponían un par de cuadros y cerámicas decoradas.

– No lo sé. No es de los que hacen confidencias -meditó sobre lo que acababa de decir, descubriendo que tampoco había pensado en ello, hasta ese punto Muñoz le interesaba menos como ser humano que como útil para la resolución de un problema. Sólo el día anterior, poco antes de encontrar la tarjeta en la puerta cuando estaban a punto de despedirse, se había asomado un poco, por primera vez, a su interior-. Yo diría que sí está casado. O que lo estuvo… Hay en él ciertos estragos que sólo podemos causar las mujeres.

– ¿Y cómo le cae a César?

– Le cae bien. Imagino que le hace gracia el personaje. Lo trata con mucha cortesía, a veces algo irónica… Como si cuando Muñoz se muestra brillante analizando una jugada, sintiera una punzadita de celos. Pero en cuanto aparta los ojos del tablero, Muñoz vuelve a ser vulgar y César se tranquiliza.

Se interrumpió, extrañada. Seguía mirando hacia la calle a través del escaparate, y acababa de ver al otro lado, detenido junto al bordillo, un coche que le pareció familiar. ¿Dónde lo había visto antes?

Pasó un autobús, ocultando el coche de su vista. La ansiedad que se le reflejaba en el rostro atrajo la atención de Menchu.

– ¿Ocurre algo?

Movió la cabeza, desconcertada. Tras el autobús cruzó un camión de reparto, deteniéndose ante un semáforo, y resultaba imposible saber si el coche seguía allí. Pero ella lo había visto. Era un Ford.

– ¿Qué pasa?

Menchu alternaba sus miradas entre ella y la calle, sin comprender. Con un vacío en la boca del estómago, sensación incómoda que en los últimos días había llegado a conocer demasiado bien, Julia se quedó inmóvil, concentrada como si sus ojos, a base de esfuerzo, fuesen capaces de atravesar la chapa del camión y averiguar si el coche seguía allí. Un Ford azul.

Tenía miedo. Lo sintió hormiguear suavemente a lo largo de su cuerpo, latir en las muñecas y las sienes. Después de todo, se dijo, era posible que alguien la estuviese siguiendo. Que lo hiciera desde días atrás, cuando Álvaro y ella… Un Ford azul con los cristales oscuros.

De pronto recordó. Detenido en doble fila frente a la agencia de mensajeros, saltándose un semáforo en rojo aquella mañana de lluvia en los bulevares. Sombra entrevista a veces desde los visillos de su ventana, calle abajo, o entre el tráfico, un poco por aquí y por allá… ¿Por qué no iba a tratarse del mismo automóvil?

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