«Las piezas del ajedrez eran despiadadas. Lo retenían y absorbían. Había horror en esto, pero también la única armonía. Porque, ¿qué existe en el mundo además del ajedrez?»
V . N abokov
Muñoz sonrió a medias, con aquel gesto mecánico y distante que parecía no comprometerlo a nada, ni siquiera al intento de inspirar simpatía.
– Así que se trataba de eso -dijo en voz baja, ajustando su paso al de Julia.
– Sí -caminaba con la cabeza inclinada, absorta. Después sacó una mano del bolsillo de la cazadora para apartarse el cabello de la cara-. Ahora conoce usted toda la historia… Tiene derecho, supongo. Se lo ha ganado.
El ajedrecista miró ante sí, reflexionando sobre aquel derecho recién adquirido.
– Ya veo -murmuró.
Caminaron en silencio, sin prisa, el uno junto al otro. Hacía frío. Las calles más estrechas y cerradas aún estaban a oscuras, y la luz de las farolas se reflejaba a trechos en el asfalto mojado, con relumbres de barniz fresco. Poco a poco, las sombras en los rincones más abiertos se iban suavizando con la claridad plomiza que cuajaba despacio, al extremo de la avenida, donde las siluetas de los edificios, recortadas en el contraluz, pasaban del negro al gris.
– ¿Y hay alguna razón especial -preguntó Muñoz- para que me haya ocultado hasta ahora el resto de la historia?
Ella lo observó de soslayo antes de responder. No parecía ofendido sino vagamente interesado, mirando con aire ausente la calle vacía ante ellos, con las manos en los bolsillos de la gabardina y el cuello subido hasta las orejas.
– Pensé que tal vez no quisiera complicarse la vida.
– Comprendo.
El estrépito de un camión de la basura los saludó al doblar una esquina. Muñoz se detuvo un momento para ayudarla a pasar entre dos cubos vacíos.
– ¿Y qué piensa hacer ahora? -preguntó.
– No sé. Terminar la restauración, supongo. Y escribir un largo informe con esta historia. Gracias a usted seré un poco famosa.
Muñoz escuchaba distraído, como si sus pensamientos estuvieran en otra parte.
– ¿Y qué pasa con la investigación policial?
– Al final encontrarán un asesino, si es que lo hay. Siempre lo hacen.
– ¿Sospecha de alguien?
Julia se echó a reír.
– Cielo santo, claro que no -meditó sobre eso con una mueca-. Al menos eso espero… -miró al jugador de ajedrez-. Imagino que investigar un crimen que puede no serlo, es muy parecido a lo que usted hizo con el cuadro.
Muñoz curvó los labios en su media sonrisa.
– Todo es cuestión de lógica, supongo -respondió-. Y tal vez eso sea común a un ajedrecista y un detective… -entornó los ojos, y Julia no podía saber si hablaba en serio o en broma-. Dicen que Sherlock Holmes jugaba al ajedrez.
– ¿Lee novelas policiacas?
– No. Aunque lo que suelo leer se parece un poco a eso.
– ¿Por ejemplo?
– Libros de ajedrez, por supuesto. También juegos matemáticos, problemas de lógica… Cosas así.
Cruzaron la avenida desierta. Al llegar a la otra acera Julia observó de nuevo a su acompañante, con disimulo. No parecía un hombre de extraordinaria inteligencia. Por lo demás, dudaba que las cosas le hubiesen ido demasiado bien en la vida. Viéndolo caminar con las manos en los bolsillos, el ajado cuello de la camisa y las grandes orejas asomando sobre la gabardina vieja, daba la impresión de no ser sino lo que era: un oscuro oficinista, cuya única fuga de la mediocridad era el mundo de combinaciones, problemas y soluciones que el ajedrez podía ofrecerle. Lo más curioso en él era la mirada que se apagaba al apartarse del tablero; aquella forma de inclinar la cabeza igual que si algo le pesara demasiado en las vértebras del cuello, ladeándola; como si de esa forma intentase que el mundo exterior se deslizara por su lado sin rozarlo más que lo necesario. Recordaba un poco a los soldados prisioneros que caminaban con la cabeza baja en los viejos documentales de guerra. Era el suyo el aire inequívoco del derrotado antes de la batalla; de quien cada día abre los ojos y se despierta vencido.
Y, sin embargo, había algo más. Al explicar una jugada, siguiendo el retorcido hilo de la trama, en Muñoz despuntaba el destello fugaz de algo sólido, incluso brillante. Como si, a pesar de su apariencia, en el interior latiese un extraordinario talento lógico, matemático, o del género que fuera, que daba aplomo, autoridad indiscutible a sus palabras y gesto.
Le habría gustado conocerlo mejor. Comprendió que lo ignoraba todo de él, salvo que jugaba al ajedrez y era contable. Pero ya resultaba demasiado tarde. El trabajo había terminado, y sería difícil encontrarse de nuevo.
– Ha sido la nuestra una extraña relación -dijo en voz alta.
Muñoz dejó vagar la mirada a su alrededor durante unos segundos, como si buscase confirmación a aquellas palabras.
– Ha sido la relación habitual en ajedrez… -respondió-. Usted y yo, reunidos durante el tiempo que dura una partida -sonrió de nuevo, de aquel modo difuso que no significaba nada-. Llámeme cuando quiera volver a jugar.
– Usted me desconcierta -dijo ella espontáneamente-. De veras.
Se detuvo y la miró, sorprendido. Ya no sonreía.
– No comprendo.
– Tampoco yo, si se trata de eso -Julia vaciló un poco, insegura del terreno por el que se movía-. Usted parece dos personas distintas; tímido y retraído a veces, con una especie de conmovedora torpeza… Pero basta que haya de por medio cualquier relación con el ajedrez para que aparente una seguridad pasmosa.
– ¿Y bien? -inexpresivo, el ajedrecista parecía aguardar el resto del razonamiento.
– Y eso, nada más -titubeó, algo avergonzada por su propia indiscreción, y después se burló de sí misma con una mueca-. Imagino que es absurdo, a estas horas de la mañana. Disculpe.
Estaba de pie frente a ella, con las manos en los bolsillos de la gabardina, su nuez prominente sobre el cuello desabrochado de la camisa y precisando un buen afeitado, la cabeza algo inclinada hacia la izquierda, como si reflexionase sobre lo que acababa de oír. Pero ya no parecía desconcertado.
– Ya veo -elijo, e hizo un gesto con el mentón, dando a entender que se hacía cargo, aunque Julia no lograba establecer exactamente de qué. Después miró detrás de ella, como si esperase a alguien que le trajese una palabra olvidada. Y entonces hizo algo que la joven recordaría siempre con estupor. Allí mismo, en un instante, con sólo media docena de frases, tan desapasionado y frío como si se estuviera refiriendo a una tercera persona, le resumió su vida, o Julia creyó que así lo hacía. Ocurrió, para estupefacción de la joven, en un instante, sin pausas ni inflexiones, con la misma precisión que Muñoz utilizaba para comentar los movimientos de ajedrez. Y cuando terminó, quedando de nuevo en silencio, y sólo entonces, la vaga sonrisa retornó a sus labios como si aquel gesto implicara una suave burla para sí mismo, para el hombre descrito segundos antes y hacia el que, en el fondo, el jugador de ajedrez no sentía compasión ni desdén, sino una especie de solidaridad desengañada y comprensiva. Y Julia se quedó allí, frente a él, sin saber qué decir durante un largo rato, preguntándose cómo diablos aquel hombre poco aficionado a las palabras había sido capaz de explicárselo todo con tanta nitidez. Y así supo de un niño que jugaba mentalmente al ajedrez en el techo de su dormitorio cuando el padre lo castigaba por descuidar sus estudios; y supo de mujeres capaces de desmontar con minuciosidad de relojero los resortes que mueven a un hombre; y supo de la soledad venida al socaire del fracaso y la ausencia de esperanza. Todo aquello lo vio Julia de golpe, sin tiempo para considerarlo siquiera, y al final, qué resultó ser casi el principio, no estaba muy segura de qué parte de todo ello le había sido contada por él, y qué parte imaginada por ella misma. Suponiendo, después de todo, que Muñoz hubiese hecho algo más que hundir un poco la cabeza entre los hombros y sonreír como el gladiador cansado, indiferente a la dirección, arriba o abajo, en que se mueve el pulgar que decidirá su suerte. Y cuando el jugador de ajedrez dejó de hablar por fin, si es que alguna vez lo hizo, y la luz grisácea del amanecer le aclaraba la mitad del rostro dejando la otra mitad en sombras, Julia supo con exactitud perfecta lo que significaba para aquel hombre el pequeño rincón de sesenta y cuatro escaques blancos y negros: el campo de batalla en miniatura donde se desarrollaba el misterio mismo de la vida, del éxito y del fracaso, de las fuerzas terribles y ocultas que gobiernan el destino de los hombres.
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