Arturo Pérez-Reverte - La Tabla De Flandes

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A finales del siglo XV un viejo maestro flamenco introduce en uno de sus cuadros, en forma de partida de ajedrez, la clave de un secreto que pudo cambiar la historia de Europa. Cinco siglos después, una joven restauradora de arte, un anticuario homosexual y un excéntrico jugador de ajedrez unen sus fuerzas para tratar de resolver el enigma.
La investigación les conducirá a través de una apasionante pesquisa en la que los movimientos del juego irán abriendo las puertas de un misterio que acabará por envolver a todos sus protagonistas.
La tabla de Flandes es un apasionante juego de trampas e inversiones -pintura, música, literatura, historia, lógica matemática- que Arturo Pérez- Reverte encaja con diabólica destreza.

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– Tal vez fue un peón negro -sugirió Julia.

Muñoz hizo un gesto negativo.

– Eso me llevó más tiempo descartarlo, porque la posición de los peones es lo más confuso de esta partida. Pero no pudo ser ningún peón negro, porque el que está en A5 procede de C7. Ya sabe que los peones comen en diagonal, y éste comió, presumiblemente, dos piezas blancas en B6 y A5… En cuanto a los otros cuatro peones negros, salta a la vista que fueron comidos lejos de ahí. Jamás pudieron hallarse en B5.

– Entonces, sólo pudo ser la torre negra que está fuera del tablero… La torre blanca tuvo que comérsela en B5.

– Imposible. Por la disposición de las piezas alrededor de la casilla A8, es evidente que la torre negra fue comida ahí, en su sitio original, sin que llegase a mover. Comida por un caballo blanco, aunque en este caso quien se la comió sea lo de menos…

Julia levantó la vista del tablero, desorientada.

– No consigo entenderlo… Eso descarta cualquier pieza negra. ¿Qué es lo que se comió esta torre blanca en B5?

Muñoz sonrió a medias, sin suficiencia alguna. Sólo parecía divertido por la pregunta de Julia, o por la respuesta que iba a dar.

– En realidad, ninguna. No, no me mire así. Su pintor Van Huys era también un maestro a la hora de ofrecer pistas falsas… Porque nadie comió nada en B5 -cruzó los brazos mientras inclinaba la frente sobre el pequeño tablero, quedándose en silencio. Después miró a Julia, antes de tocar la dama negra con un dedo-. Si la última jugada de blanco no fue una amenaza a la dama negra con la torre, eso significa que una pieza blanca tuvo que descubrir, al mover, el jaque de la torre blanca a la dama negra… Me refiero a una pieza blanca que estuviera en B4 o en B3. Van Huys tuvo que reírse mucho para su coleto, al saber que con el espejismo de las dos torres iba a gastarle una buena broma a quien intentara resolver su acertijo.

Julia hizo un lento gesto afirmativo con la cabeza. Una simple frase de Muñoz hacía que un rincón del tablero que hasta entonces parecía estático, sin importancia, se llenara de infinitas posibilidades. Había una magia especial en el modo en que aquel hombre era capaz de guiar a los demás a través del complejo laberinto en blanco y negro del que poseía claves ocultas. Como si fuera capaz de orientarse por una red de invisibles conexiones que discurriesen bajo el tablero dando lugar a combinaciones imposibles, insospechadas, a las que bastaba con referirse para que cobraran vida, apareciendo en la superficie de un modo tan evidente que sorprendía no haberlas visto antes.

– Entiendo -respondió, tras unos segundos-. Esa pieza blanca protegía a la dama negra de la torre. Y, al quitarse de en medio, dejó a la dama negra en jaque.

– Exacto.

– ¿Y qué pieza fue?

– Tal vez pueda averiguarlo usted misma.

– ¿Un peón blanco?

– No. Uno fue comido en A5 o B6, y el otro demasiado lejos. Los demás tampoco han podido ser.

– Pues no se me ocurre nada, la verdad.

– Mire bien el tablero. Podría decírselo yo desde el principio; pero sería privarla de un placer que, supongo, merece… Considérelo con calma -señaló el local, la calle desierta, las tazas del café sobre la mesa-. No tenemos ninguna prisa.

Julia se ensimismó en el tablero. Al cabo de un momento extrajo un cigarrillo sin apartar los ojos de las piezas y esbozó una sonrisa indefinible.

– Creo que lo tengo -anunció, cauta.

– Pues dígalo.

– El alfil que se mueve por las casillas diagonales blancas está en F1, intacto, y no ha tenido tiempo de venir desde su único origen posible, B3, ya que B4 es casilla negra… -miró a Muñoz, esperando una confirmación, antes de seguir adelante-. Quiero decir que habría necesitado, al menos -contó con el dedo sobre el tablero- tres jugadas para ir desde B3 a donde está ahora… Eso significa que no fue el alfil quien dejó a la reina negra en jaque de la torre al moverse. ¿Voy bien?

– Va usted perfectamente. Continúe.

– Tampoco pudo ser la reina blanca, ahora en E1, la que descubriera el jaque. Ni el rey blanco tampoco… En cuanto al alfil blanco que mueve por casillas negras, y está fuera del tablero porque fue comido, nunca pudo estar en B3.

– Muy bien -confirmó Muñoz-. ¿Por qué?

– Porque B3 es casilla blanca. Por otra parte, si ese alfil hubiera movido en diagonal de casillas negras desde B4, todavía lo veríamos en el tablero, y sin embargo no está. Supongo que fue comido mucho antes, en otro momento de la partida.

– Razonamiento correcto. ¿Qué nos queda entonces?

Julia miró el tablero mientras un suave escalofrío le recorría la espalda y los brazos, como si la rozara el filo de un cuchillo. Allí sólo quedaba una pieza a la que aún no se había referido.

– Queda el caballo -dijo, tragando saliva, en voz involuntariamente baja-. El caballo blanco.

Muñoz se inclinó hacia ella, grave.

– El caballo blanco, eso es -permaneció en silencio durante un rato, y ya no miraba al tablero sino a Julia-. El caballo blanco, que movió de B4 a C2, y en ese movimiento descubrió y puso en peligro a la dama negra… Y fue allí, en C2, donde la dama negra, para protegerse de la amenaza de la torre y para ganar una pieza, se comió el caballo -Muñoz calló de nuevo, intentando averiguar si olvidaba algo importante, y luego el brillo de sus ojos se apagó con la misma brusquedad que si alguien hubiese accionado un interruptor. Apartó la mirada de Julia mientras recogía con una mano las piezas y cerraba con la otra el tablero, como si con ese gesto diese por terminada su intervención en el asunto.

– La dama negra -repitió ella atónita, mientras sentía, casi podía escuchar, el rumor de su mente trabajando a toda prisa.

– Sí -Muñoz se encogió de hombros-. Fue la dama negra la que mató al caballero… Signifique eso lo que signifique.

Julia se había llevado a los labios el cigarrillo, reducido a una simple brasa, y le dio una última y larga chupada que le quemó los dedos, antes de arrojarlo al suelo.

– Significa -murmuró, aún aturdida por la revelación- que Fernando Altenhoffen era inocente… -emitió una seca risa y miró, incrédula, el croquis de la partida que aún estaba sobre la mesa. Después alargó la mano y puso el dedo índice sobre la casilla c;í, el foso de la Puerta Este de la ciudadela de Ostenburgo, allí donde había sido asesinado Roger de Arras-. Significa -añadió, estremeciéndose- que fue Beatriz de Borgoña la que hizo matar al caballero.

– ¿Beatriz de Borgoña?

Asintió Julia. Aquello parecía ahora tan claro, tan evidente, que se hubiera abofeteado a sí misma por ser incapaz de descubrirlo antes. Todo estaba expuesto en la partida y en el mismo cuadro, a gritos. Van Huys lo había registrado todo cuidadosamente, hasta el menor detalle.

– No pudo ser de otra forma -dijo-… La dama negra, naturalmente: Beatriz, duquesa de Ostenburgo -vaciló, buscando las palabras-. La maldita zorra.

Y lo vio con perfecta nitidez: el pintor en su desordenado taller que olía a aceites y trementina, moviéndose entre claroscuros a la luz de velas de sebo colocadas muy cerca del cuadro. Mezclaba pigmento de cobre con resma para lograr un verde estable, que desafiase al tiempo. Después lo aplicaba despacio, en sucesivas veladuras, completando los pliegues del paño que cubría la mesa hasta cubrir la inscripción Q uis necavit equitem que sólo unas semanas atrás había trazado con oropimente. Eran unos hermosos caracteres góticos y le contrariaba hacerlos desaparecer, sin duda para siempre; pero el duque Fernando tenía razón: «Es demasiado evidente, maestro Van Huys.»

Debió de ser algo así, y sin duda el anciano murmuraba entre dientes mientras manejaba el pincel, aplicando lentos trazos en la tabla cuyos colores, recién pintados al óleo, destacaban con vivísimos matices a la luz de las velas. Tal vez en aquel momento se frotó los ojos cansados y movió la cabeza. Su vista ya no era la misma desde hacía algún tiempo; los años no pasaban en balde. Le mermaban concentración, incluso, para el único placer que lograba hacerle olvidar la pintura durante los ratos de ocio invernal, cuando los días eran cortos y la luz escasa para manejar los pinceles: el juego de escaques. Una afición compartida con el llorado micer Roger, que en vida fue su protector y amigo, y que, a pesar de su calidad y posición, jamás desdeñó mancharse el jubón de pintura, visitándolo en el estudio para echar una partida entre aceites, arcillas, pinceles y cuadros a medio acabar. Capaz, como ningún otro, de alternar la lid de las piezas con largas conversaciones sobre el arte, el amor y la guerra. O con aquella extraña idea suya, tantas veces repetida y que ahora sonaba a terrible premonición: el ajedrez como juego para quienes gustan de pasear, con insolencia, por las fauces del Diablo.

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