Hubo algunos aplausos socarrones. Sergio los miraba, sonriente y desconcertado. Julia se echó a reír.
– No le hagas caso. Seguro que eso que acaba de decir se lo ha robado a alguien. Siempre fue un tramposo.
César abrió un ojo.
– Soy un Sócrates que se aburre. Y rechazo con indignación que me acuses de plagiar citas ajenas.
– En el fondo es muy gracioso, de verdad -Menchu le hablaba a Max, que había escuchado todo aquello con el ceño fruncido, mientras le cogía un cigarrillo-. Dame fuego, anda. Condottiero mío.
El epíteto afiló la malicia de César.
– C ave canem , fornido joven -le dijo a Max, y tal vez Julia fue la única que cayó en la cuenta de que, en latín, canem podía ser tanto masculino como femenino-. Según las referencias históricas, de nadie tienen que cuidarse tanto los condotrieros como de aquellos a quienes sirven -miró a Julia e hizo una jocosa reverencia; también la bebida empezaba a hacerle efecto a él-. Burckhardt -aclaró.
– Tranquilo, Max -decía Menchu, aunque Max no parecía nervioso en absoluto-. ¿Ves? Ni siquiera es suyo. Se adorna con perejil ajeno… ¿O son laureles?
– Acanto -dijo Julia, riéndose.
César le dirigió una mirada compungida.
– E t te, B ruta? … -se volvió a Sergio-. ¿Captas el fondo trágico del asunto, Patroclo? -después de paladear un largo trago de ginebra con limón miró dramáticamente a su alrededor, como si buscara un rostro amigo-. No sé que tenéis contra el laurel ajeno, queridísimos… En el fondo -añadió tras meditarlo un instante- todo laurel tiene algo de ajeno. La creación pura no existe; lamento daros esa mala noticia. No somos, o debo decir no sois, puesto que yo no soy creador… Ni tú tampoco, Menchu, mona… Tal vez tú, Max, no me mires así, guapísimo “condottiero feroce”, seas aquí el único que realmente crea algo… -hizo un gesto elegante y cansado con la mano derecha, como expresando un profundo hastío, incluso, de su propia argumentación, y lo terminó muy cerca de la rodilla izquierda de Sergio, con aire casual-. Picasso, y me pesa citar a ese farsante, es Monet, es Ingres, es Zurbarán, es Brueghel, es Pieter Van Huys… Incluso nuestro amigo Muñoz, que sin duda se encuentra en este momento inclinado sobre un tablero, intentando conjurar sus fantasmas al tiempo que nos libra de los nuestros, no es él, sino Kasparov, y Karpov. Y es Fisher, y Capablanca, y Paul Morphy, y aquel maestro medieval, Ruy López… Todo constituye fases de la misma historia, o quizá sea la misma historia que se repite a sí misma; de eso ya no estoy muy seguro… Y tú, Julia, bellísima, ¿te has parado a pensar, cuando estás delante de nuestro famoso cuadro, en qué lugar te encuentras, si dentro o fuera de él?… Sí. Estoy seguro de que sí porque te conozco, princesa. Y sé que no has encontrado una respuesta -soltó una breve carcajada sin humor y los miró uno a uno-… En realidad, hijos míos, feligreses todos, componemos una bizarra tropa. Tenemos la desfachatez de perseguir secretos que, en el fondo, no son otra cosa que los enigmas de nuestras propias vidas -levantó su copa en una especie de brindis dirigido a nadie en particular-. Y eso, bien mirado, no deja de tener su riesgo. Es como romper un espejo para ver que hay detrás del azogue… ¿No os da así, queridos, como un poco de repelús?
Eran las dos de la madrugada cuando Julia regresó a su casa. César y Sergio la habían acompañado hasta el portal e insistieron en subir los tres pisos, pero ella no lo permitió, despidiéndose con un beso de cada uno antes de ascender por la escalera. Lo hizo despacio y mirando a su alrededor con inquietud. Y cuando sacó las llaves del bolso, la tranquilizó rozar con los dedos el metal frío de la pistola.
A pesar de todo, mientras hacía girar la llave en la cerradura, se sorprendió de estarlo tomando con tanta calma. Sentía un miedo neto, preciso, para cuya valoración no necesitaba talento abstracto, como habría dicho César parodiando a Muñoz. Pero ese miedo no implicaba tormento envilecedor, ni deseo de fuga. Por el contrario, quedaba filtrado por una intensa curiosidad en la que había mucho de alarde personal, de desafío. Incluso de juego, peligroso y excitante. Como cuando mataba piratas en el País de Nunca Jamás.
Matar piratas. Estaba familiarizada con la muerte desde muy joven. El primer recuerdo de infancia era su padre, con los ojos cerrados, inmóvil sobre la colcha en el dormitorio, rodeado de personas oscuras y graves que hablaban en voz baja, como si temiesen despertarlo. Julia tenía seis años, y aquel espectáculo incomprensible y solemne quedó para siempre vinculado a la imagen de su madre, a la que ni siquiera entonces vio derramar lágrimas, enlutada y más inaccesible que nunca; a su mano seca e imperiosa cuando la obligó a dar un último beso en la frente del difunto. Fue César, un César al que ella recordaba más joven, quien la cogió después en brazos para alejarla de la ceremonia. Sentada en sus rodillas, Julia miró la puerta cerrada tras la que varios empleados de pompas fúnebres preparaban el ataúd.
»-No parece él, César -había dicho, conteniendo un puchero. No hay que llorar jamás, solía decir su madre. Era la única lección que recordaba haber aprendido de ella-. Papá no parece el mismo.
»-No, ya no es él -fue la respuesta-. Tu papá se ha ido a otra parte.
»-¿A dónde?
»-Da igual a dónde, princesa… Ya no volverá.
»-¿Nunca?
»-Nunca.
Julia había fruncido el ceño infantil, pensativa.
»-No quiero besarlo más… Tiene la piel fría.
La miró un rato en silencio, antes de estrecharla con fuerza. Julia recordaba la sensación cálida que experimentó entre aquellos brazos, el aroma suave de su piel y su ropa.
»-Cuando quieras, puedes venir y besarme a mí.»
Julia nunca supo exactamente en qué momento descubrió que él era homosexual. Tal vez se fue dando cuenta poco a poco, merced a pequeños detalles, a intuiciones. Un día, recién cumplidos doce años, entró en la tienda de antigüedades al salir del colegio y vio cómo César le tocaba la mejilla a un joven. Sólo eso; un breve roce con la punta de los dedos, y después nada. El joven pasó ante Julia, le dirigió una sonrisa y se fue. César, que encendía un cigarrillo, la miró largamente antes de ponerse a darle cuerda a los relojes.
Unos días después, mientras jugaba con las figuritas de Bustelli, Julia formuló la pregunta:
»-César… ¿A ti te gustan las chicas?
El anticuario revisaba sus libros, sentado frente al escritorio. Al principio pareció no haber oído. Sólo tras unos instantes levantó la cabeza y sus ojos azules se posaron tranquilamente en los de Julia.
»-La única chica que me gusta eres tú, princesita.
»-¿Y las otras?
»-Qué otras?»
Ninguno de los dos dijo nada más. Pero aquella noche, al dormirse, Julia pensaba en las palabras de César y se sentía feliz. Nadie iba a quitárselo; no había peligro. Y nunca se iría lejos, al lugar de donde no se vuelve, como su padre.
Después vinieron otros tiempos. Largos relatos entre la luz dorada de la tienda de antigüedades; la juventud de César, París y Roma mezclados con historia, arte, libros y aventuras. Y los mitos compartidos. La I sla del tesoro leída capítulo a capítulo entre viejos arcones y panoplias oxidadas. Los pobres piratas sentimentales que, en las noches de luna del Caribe, sentían conmoverse los corazones de piedra al pensar en sus ancianas madres. Porque también los piratas tenían madre; incluso canallas refinados como Jaime Garfio, a quien se le conocía la calidad en los desmanes, y que cada fin de mes enviaba unos doblones de oro español para aliviar la vejez de la autora de sus días. Y entre historia e historia, César sacaba un par de viejos sables de un baúl y le enseñaba la esgrima de los filibusteros: en guardia y atrás, no es lo mismo tajar que degollar, y un gancho de abordaje se lanza exactamente así. También sacaba el sextante para que se orientase por las estrellas. Y el estilete de mango de plata, labrado por Benvenuto Cellini, que además de ser orfebre mató al condestable de Borbón de un tiro de arcabuz, cuando el saco de Roma. Y la terrible daga de misericordia, larga y siniestra, que el paje del Príncipe Negro hundía a través de la celada de los caballeros franceses derribados en Crecy…
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