En menos de un minuto supo todo eso. Y también el significado de aquella sonrisa que nunca terminaba por asentarse del todo en sus labios. E inclinó despacio la cabeza, porque era una joven inteligente y había comprendido; y él miró al cielo y dijo que hacía mucho frío. Después, ella sacó el paquete de cigarrillos, ofreciéndole uno, y él aceptó, y esa fue la primera y penúltima vez que vio a Muñoz fumar. Entonces echaron a andar de nuevo para acercarse hasta la puerta de Julia. Estaba decidido que aquel era el punto donde el ajedrecista saldría de la historia, así que alargó una mano para estrechar la suya y decir adiós. Pero en ese momento la joven miró el interfono y vio un pequeño sobre, como el de una tarjeta de visita, doblado en la rejilla junto a su timbre. Y cuando lo abrió y extrajo la tarjeta de cartulina que había dentro, supo que Muñoz no podía marcharse aún. Y que iban a ocurrir unas cuantas cosas, ninguna de ellas buena, antes de que le permitieran hacerlo.
– No me gusta -dijo César, y Julia percibió un temblor en los dedos que sostenían la boquilla de marfil-. No me gusta nada que un loco ande suelto por ahí, jugando contigo a Fantomas.
Pareció que las palabras del anticuario fueran señal para que todos los relojes de la tienda diesen, uno tras otro o simultáneamente, en diversos tonos que iban desde el suave murmullo hasta los graves acordes de los pesados relojes de pared, los cuatro cuartos y las nueve campanadas. Pero la coincidencia no hizo sonreír a Julia. Miraba la Lucinda de Bustelli, inmóvil dentro de su urna de cristal, y se sentía tan frágil como ella.
– A mí tampoco me gusta. Pero no estoy segura de que podamos elegir.
Apartó los ojos de la porcelana para dirigirlos hacia la mesa de estilo Regencia sobre la que Muñoz había desplegado su pequeño tablero de ajedrez, reproduciendo en él, una vez más, la posición de las piezas en la partida del Van Huys.
– Ojalá cayese en mis manos ese canalla -murmuraba César, dirigiéndole una nueva ojeada suspicaz a la tarjeta que Muñoz sostenía por un ángulo, como si se tratara de un peón que no sabía dónde situar-. Como broma rebasa lo ridículo…
– No es una broma -objetó Julia-. ¿Olvidas al pobre Álvaro?
– ¿Olvidarlo? -el anticuario se llevó la boquilla a los labios, exhalando el humo con nerviosa brusquedad-. ¡Qué más quisiera yo!
– Y, sin embargo, tiene sentido -dijo Muñoz.
Se lo quedaron mirando. Ajeno al efecto de sus palabras, el ajedrecista seguía con la tarjeta entre los dedos y se apoyaba en la mesa, sobre el tablero. Aún no se había quitado la gabardina, y la luz que entraba por la vidriera emplomada daba un tono azul a su mentón sin afeitar, resaltando los cercos de insomnio bajo los ojos cansados.
– Amigo mío -le dijo César, a medio camino entre la incredulidad cortés y cierto irónico respeto-. Celebro que sea capaz de encontrarle sentido a todo esto.
Muñoz se encogió de hombros, sin prestarle atención al anticuario. Era evidente que se centraba en el nuevo problema, en el jeroglífico de la pequeña tarjeta:
Tb3?… Pd7 -d5 Æ
Todavía durante un momento Muñoz observó las cifras, cotejándolas con la posición de las piezas en el tablero. Después alzó los ojos hacia César, para terminar posándolos en Julia.
– Alguien -y con aquel alguien la joven sintió un escalofrío, como si acabaran de abrir una puerta cercana e invisible- parece interesado en la partida de ajedrez que se juega en ese cuadro… -entornó los ojos e hizo un gesto de asentimiento, como si por alguna oscura razón pudiera intuir los móviles del misterioso aficionado-. Sea quien sea, conoce el desarrollo de la partida y sabe, o imagina, que hemos resuelto su secreto hacia atrás . Porque propone seguir moviendo hacia adelante; continuar el juego a partir de la posición que las piezas ocupan en el cuadro.
– Está usted de broma -dijo César.
Durante un incómodo silencio, Muñoz miró con fijeza al anticuario.
– Yo nunca bromeo -dijo por fin, como si hubiese estado considerando la conveniencia de precisar aquello-. Y menos cuando se trata de ajedrez -hizo el gesto de golpear con el índice la tarjeta-. Le aseguro que es exactamente eso lo que hace: proseguir la partida en el punto en que la dejó el pintor.
Miren el tablero:
– … Observen -Muñoz indicó la cartulina-. Tb3?… Pd7 -d5 Æ. Ese Tb3 significa que las blancas mueven la torre que está en B5 y la llevan a B3. Lo acompaña un signo de interrogación, que yo interpreto como que se nos sugiere ese movimiento. Eso permite deducir que nosotros jugamos con blancas y el adversario con negras.
– Muy apropiado -comentó César-. En el fondo es adecuadamente siniestro.
– No sé si es siniestro o dejar de serlo, pero es exactamente lo que hace. Nos dice: « yo juego con negras y os invito a mover esa torre a B3 »… ¿Comprenden? Si aceptamos el juego, tenemos que mover como nos sugiere, aunque podríamos escoger otra jugada más oportuna. Por ejemplo, comernos el peón negro que está en B7 con el peón blanco de A6… O la torre blanca de B6… -se detuvo un instante, absorto, como si su mente se hubiera internado automáticamente por las posibilidades que ofrecía la combinación que acababa de mencionar, y después parpadeó, retornando con visible esfuerzo a la situación real-. Nuestro adversario da por sentado que aceptamos su reto y hemos movido la torre blanca a B3, para proteger nuestro rey blanco de un posible movimiento lateral hacia la izquierda de la dama negra y, al mismo tiempo, con esa torre apoyada por la otra torre y el caballo blanco, amenazar de mate al rey negro que está en la casilla A4… Y de todo esto deduzco que le gusta el riesgo.
Julia, que seguía sobre el tablero las explicaciones de Muñoz, levantó los ojos hacia el ajedrecista. Estaba segura de haber detectado en sus palabras un rastro de admiración hacia el jugador desconocido.
– ¿Por qué dice eso?… ¿Cómo puede saber lo que le gusta y lo que no?
Muñoz hundió la cabeza entre los hombros, mordiéndose el labio inferior.
– No sé -respondió tras un titubeo-. Cada uno juega al ajedrez según es. Creo que ya les expliqué eso una vez -puso la tarjeta sobre la mesa, junto al tablero-. Pd7 -d5 Æ significa que las negras escogen ahora jugar avanzando el peón que tienen en D7 a D5, y amenazan con un jaque al rey blanco… Esa crucecita junto a las cifras significa jaque. Traducido: estamos en peligro. Un peligro que podemos evitar comiéndonos ese peón con el blanco que está en E4.
– Sí -dijo César-. En lo que se refiere a las jugadas, de acuerdo. Pero no entiendo qué tiene eso que ver con nosotros… ¿Qué relación hay entre esas jugadas y la realidad?
Muñoz hizo un gesto ambiguo, como si le estuviesen pidiendo demasiado. Julia vio que los ojos del jugador de ajedrez buscaban los suyos, desviándose apenas un segundo después.
– No sé cuál es la relación exacta. Tal vez se trata de un aviso, de una advertencia. Eso no puedo saberlo… Pero la siguiente jugada lógica de las negras, tras serles comido el peón en D5, sería dar un nuevo jaque al rey blanco, llevando el caballo negro que está en D1 a B2… Así las cosas, sólo hay una jugada que puedan hacer las blancas para evitar el jaque, manteniendo al mismo tiempo su posición de cerco al rey negro: comerse el caballo negro con la torre blanca. La torre que está en B3 se come el caballo en B2. Observen ahora la posición en el tablero:
Se quedaron los tres en silencio, inmóviles, estudiando la nueva posición de las piezas. Julia comentaría más tarde que en aquel momento, mucho antes de comprender el significado del jeroglífico, presintió que el tablero había dejado de ser una simple sucesión de cuadros blancos y negros para convertirse en un terreno real que representaba el curso de su propia vida. Y como si el tablero se hubiera tornado espejo, descubrió algo familiar en la pequeña pieza de madera que representaba a la reina blanca, en su casilla E1, patéticamente vulnerable en la proximidad amenazadora de las piezas negras.
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