Arturo Pérez-Reverte - La Tabla De Flandes

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A finales del siglo XV un viejo maestro flamenco introduce en uno de sus cuadros, en forma de partida de ajedrez, la clave de un secreto que pudo cambiar la historia de Europa. Cinco siglos después, una joven restauradora de arte, un anticuario homosexual y un excéntrico jugador de ajedrez unen sus fuerzas para tratar de resolver el enigma.
La investigación les conducirá a través de una apasionante pesquisa en la que los movimientos del juego irán abriendo las puertas de un misterio que acabará por envolver a todos sus protagonistas.
La tabla de Flandes es un apasionante juego de trampas e inversiones -pintura, música, literatura, historia, lógica matemática- que Arturo Pérez- Reverte encaja con diabólica destreza.

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Muñoz lo meditó detenidamente.

– Creo que no -dijo al cabo de unos instantes-. Porque las leyes generales de la lógica son las mismas para todo. La música, como el ajedrez, responde a reglas. Todo es cuestión de ponerse a la tarea hasta aislar un símbolo, una clave -torció levemente media boca-. Como la piedra de Rosetta de los egiptólogos. Obtenida ésta, ya sólo es cuestión de trabajo, de método. Y de tiempo.

Belmonte parpadeaba, burlón.

– ¿Usted cree?… ¿Sostiene de veras que todos los mensajes ocultos son descifrables?… ¿Que siempre es posible resolver algo de forma exacta aplicando un sistema?

– Estoy seguro de ello. Porque hay un sistema universal; unas leyes generales que permiten demostrar lo demostrable y descartar lo descartable.

El anciano hizo un movimiento escéptico.

– Disiento por completo, y perdone. Lo que yo pienso es que todas las divisiones, clasificaciones, distribuciones y sistemas que adjudicamos al Universo son ficticios, arbitrarios… No hay una sola que no contenga su propia contradicción. Se lo dice un viejo que ha vivido lo suyo.

Muñoz se removió un poco en el asiento, paseando la mirada por la habitación. No parecía muy satisfecho con el derrotero de la charla, pero Julia tuvo la impresión de que tampoco deseaba cambiar de tema. Sabía que aquel hombre no era partidario de palabras superfluas, así que, concluyó, algo debía de pretender con aquello. Tal vez también Belmonte figuraba entre las piezas que el ajedrecista estudiaba para resolver el misterio.

– Eso es discutible -dijo por fin Muñoz-. El Universo está lleno, por ejemplo, de infinitos demostrables: los números primos, las combinaciones de ajedrez…

– ¿De veras cree usted eso?… ¿Que todo es demostrable? Permítame que le diga, como músico que he sido -el anciano señaló sus piernas inválidas con tranquilo desdén-, o que a pesar de esto todavía soy, que cualquier sistema es incompleto. Que la demostrabilidad es un concepto mucho más endeble que la verdad.

– La verdad es como la mejor jugada en ajedrez: existe, pero hay que buscarla. Con tiempo suficiente, siempre es demostrable.

Al oír aquello, Belmonte sonrió con malicia.

– Yo diría, más bien, que esa jugada perfecta, llámese así o llámese verdad a secas, existe, quizá. Pero no siempre puede ser demostrada. Y que cualquier sistema que lo intente es limitado y relativo. Mande usted mi Van Huys a Marte, o al planeta Equis, a ver si alguien es capaz de resolverle el problema allí. Aún diría más: envíeles ese disco que usted está escuchando ahora. O, puestos a rizar el rizo, envíeselo roto. ¿Qué significación es la que contiene, entonces?… Y ya que parece aficionado a las leyes exactas, le recuerdo que los ángulos de un triángulo suman ciento ochenta grados en la geometría euclidiana, pero más en la elíptica y menos en la hiperbólica… Y es que no hay un sistema único, no hay axiomas. Los sistemas son dispares incluso dentro del sistema… ¿Es usted aficionado a resolver paradojas? No sólo la música, la pintura e imagino que el ajedrez están llenos de ellas. Fíjese -alargó la mano hacia la mesa y cogió lápiz y papel, escribiendo unas líneas que después mostró a Muñoz-. Échele un vistazo a esto, por favor.

El ajedrecista leyó en voz alta:

E l enunciado que en este momento estoy escribiendo es el que en este momento usted está leyendo … -miró a Belmonte, sorprendido-. ¿Y bien?

– Pues eso mismo. Ese enunciado ha sido escrito por mí hace un minuto y medio, y usted lo acaba de leer hace sólo cuarenta segundos. Es decir, mi escritura y su lectura corresponden a momentos distintos. Pero sobre el papel este momento y este momento son, indudablemente, el mismo momento … Luego el enunciado, que por una parte es real, por la otra carece de validez… ¿O es el concepto de tiempo lo que dejamos fuera de juego?… ¿No es un buen ejemplo de paradoja?… Veo que no tiene usted respuesta para eso, y lo mismo sucede con el auténtico fondo de los enigmas que pueda plantear mi Van Huys o cualquier otra cosa… ¿Quién le dice a usted que su solución del problema es la correcta? ¿Su intuición y su sistema? Bueno, ¿y con qué sistema superior cuenta para demostrar que su intuición y su sistema son válidos? ¿Y con qué otro sistema confirma esos dos sistemas?… Usted es jugador de ajedrez, y le interesarán, supongo, estos versos:

Y Belmonte recitó, con largas pausas:

T ambién el jugador es prisionero

– la sentencia es de O mar- de otro tablero

de negras noches y de blancos días.

D ios mueve al jugador, y éste la pieza.

¿Q ué D ios detrás de D ios la trama empieza

de polvo y tiempo y sueño y agonías…?

– El mundo es una inmensa paradoja -concluyó el anciano-. Y lo desafío a demostrar lo contrario.

Julia miró a Muñoz, viendo que el jugador de ajedrez observaba con fijeza a Belmonte. Ladeaba ligeramente la cabeza y sus ojos se habían vuelto opacos. Parecía desconcertado.

Tamizada por el vodka, la música -jazz suave, con el volumen muy bajo, apenas un rumor tenue que parecía brotar de los rincones en sombras de la habitación- la rodeaba como una íntima caricia, amortiguada y sedante, cuyo resultado se traducía en apacible lucidez. Era como si todo, noche, música, sombras, claroscuros, incluso la cómoda sensación de su nuca apoyada en el brazo del sofá de cuero, se conjugase en una armonía perfecta en la que todo, hasta el más pequeño objeto alrededor de Julia, hasta el más difuso pensamiento, encontrase el lugar preciso en la mente o en el espacio, encajando con exactitud geométrica en su percepción y en su conciencia.

Nada, ni las más sombrías evocaciones, hubiera sido capaz de romper la calma que reinaba en el espíritu de la joven. Era la primera vez que recobraba aquella sensación de equilibrio, y se sumía en ella con absoluto abandono. Ni el sonido del teléfono, anunciando los silencios amenazantes que ya casi eran familiares, habría roto la magia. Y, con los ojos cerrados, moviendo suavemente la cabeza al compás de la música, Julia se permitió una íntima sonrisa de simpatía. En momentos como aquél era sencillo vivir en paz consigo misma.

Abrió los ojos con pereza. En la penumbra, el rostro policromado de una virgen gótica también sonreía, con la mirada perdida en la quietud de los siglos. Apoyado en la pata de la mesa, sobre la alfombra Shiraz manchada de pintura, un cuadro en marco ovalado, con el barniz a medio quitar, mostraba un paisaje romántico andaluz, nostálgico y apacible: un río sevillano de mansa corriente, con verdes orillas frondosas y una barca y árboles en la distancia. Y en el centro de la habitación -tallas, marcos, bronces, pinturas, frascos de disolvente, lienzos en las paredes y en el suelo, un Cristo barroco a medio restaurar, libros de arte apilados junto a discos y cerámicas-, en una extraña intersección de líneas y perspectivas casual, pero evidente, La partida de ajedrez presidía, solemne, aquel ordenado desorden que tanto recordaba a una almoneda o una tienda de anticuario. La amortiguada luz que provenía del vestíbulo proyectaba sobre el cuadro un estrecho rectángulo de claridad, suficiente para que la superficie de la tabla flamenca cobrase vida, y sus detalles, aunque matizados en engañoso claroscuro, fuesen perceptibles desde la posición que Julia ocupaba. Estaba descalza, con las piernas desnudas bajo un holgado jersey de lana negra que le cubría hasta el arranque de los muslos. La lluvia repiqueteaba en el tragaluz del techo, pero no hacía frío en la habitación; los radiadores conservaban el calor.

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