Las notas de la mandolina ascienden desde el jardín y llegan a otra ventana que no puede verse desde la estancia, donde Pieter Van Huys, pintor de corte, prepara una tabla de madera de roble, compuesta por tres piezas que su ayudante acaba de encolar. El viejo maestro no está muy seguro de qué aplicación darle. Tal vez se decida por un tema religioso que hace tiempo le ronda la cabeza: una virgen joven, casi niña, que vierte lágrimas de sangre mirándose, con expresión dolorida, el regazo vacío. Pero tras considerar la cuestión, Van Huys agita la cabeza y suspira, desalentado. Sabe que jamás pintará ese cuadro. Nadie lo iba a entender como es debido, y él ya tuvo, años atrás, demasiados problemas con el Santo Oficio; sus gastados miembros no resistirían el potro. Con los dedos de uñas sucias de pintura se rasca la cabeza calva bajo el birrete de lana. Se está convirtiendo en un anciano, y lo sabe; faltan ideas prácticas y sobran confusos fantasmas de la razón. Para conjurarlos cierra un momento los ojos cansados y vuelve a abrirlos ante la tabla de roble que permanece intacta, esperando la idea que le dé vida. En el jardín suena una mandolina; sin duda, un paje enamorado. El pintor sonríe para sus adentros y, tras mojar el pincel en la cazuela de barro, sigue aplicando la imprimación en capas finas, de arriba abajo, siguiendo la veta de la madera. De vez en cuando mira por la ventana y se llena los ojos de luz, agradecido al tibio rayo de sol que, entrando oblícuamente, calienta sus viejos huesos.
Roger de Arras ha dicho algo en voz baja y el duque ríe, de buen humor, pues acaba de comerse un caballo. Y Beatriz de Ostenburgo, o de Borgoña, siente que la música es insoportablemente triste. Y está a punto de requerir a una de sus doncellas para que la haga callar, pero se contiene, pues percibe en sus notas el eco exacto, la armonía con la congoja que inunda su corazón. Y con la música se mezcla el murmullo amistoso de los dos hombres que juegan al ajedrez, mientras encuentra angustiosamente bello el poema cuyas líneas tiemblan entre sus dedos. Y en los ojos azules, desprendida del mismo rocío que cubre la rosa y las armas del caballero, hay una lágrima cuando levanta la mirada y encuentra la de Julia, que observa en silencio desde la penumbra. Y piensa que la mirada de esa joven de ojos oscuros y aspecto meridional, parecida a algunos de los retratos que vienen de Italia, no es sino el reflejo, en la superficie empañada de un espejo lejano, de su propia mirada fija y dolorida. Y a Beatriz de Ostenburgo, o de Borgoña, le parece estar fuera de la habitación, al otro lado de un cristal oscuro, y desde allí se contempla a sí misma, bajo el mutilado San Jorge del capitel gótico, ante la ventana que enmarca un cielo azul que contrasta con el negro de su vestido. Y comprende que no habrá confesión que alivie su pecado.
«Ése fue un truco sucio -dijo Haroun al Visir-. Muéstrame otro que sea honesto.»
R . S mullyan
César enarcó una ceja bajo el ala del sombrero, displicente, mientras balanceaba el paraguas, y después miró en torno con el desdén, matizado de exquisito hastío, en que solía atrincherarse cuando la realidad confirmaba sus peores aprensiones. Lo cierto es que aquella mañana el Rastro no tenía aspecto acogedor. El cielo gris amenazaba lluvia, y los propietarios de los puestos instalados en las calles por las que se extendía el mercadillo adoptaban precauciones ante un eventual chaparrón. En algunos tramos, el paseo se convertía en penoso sortear de gente, lonas y mugrientas fundas de plástico colgando de los tenderetes.
– En realidad -le dijo a Julia, que miraba una pareja de abollados candelabros de latón expuesta en el suelo, sobre una mantaesto es perder el tiempo… Hace siglos que no saco de aquí nada que merezca la pena.
Aquello no era del todo exacto, y Julia lo sabía. De vez en cuando, merced a su bien adiestrado ojo de experto, César desenterraba en el montón de escoria que era el mercado viejo, en aquel inmenso cementerio de sueños arrojados a la calle por la resaca de anónimos naufragios, una perla olvidada, un diminuto tesoro que el azar había querido mantener oculto a ojos de los demás: la copa de cristal dieciochesca, el marco antiguo, la diminuta porcelana. Y una vez, en cierto ruin tenducho de libros y revistas viejas, dos bellas páginas capitulares, delicadamente iluminadas por la destreza de algún monje anónimo del siglo XIII que, restauradas por Julia, el anticuario había terminado vendiendo por una pequeña fortuna.
Subieron despacio hacia la parte alta, donde, a lo largo de un par de edificios de muros desconchados y en sombríos patios interiores comunicados por pasadizos con verjas de hierro, estaba la mayor parte de las tiendas especializadas en antigüedades a las que podía considerarse razonablemente serias; aunque incluso al referirse a ellas, César añadía un gesto de prudencia escéptica.
– ¿A qué hora has quedado con tu proveedor?
Tras cambiar de mano el paraguas -una pieza carísima, con mango de plata bellamente torneado- César se echó hacia atrás el puño izquierdo de la camisa, mirando la esfera del cronómetro de oro que llevaba en la muñeca. Estaba muy elegante con el sombrero de fieltro color tabaco, de ala ancha y cinta de seda, y el abrigo de pelo de camello sobre los hombros, con un pañuelo asomando entre el cuello desabrochado de la camisa de seda. Siempre en todo tipo de límites pero sin transgredir ninguno.
– Dentro de quince minutos. Tenemos tiempo.
Curiosearon un poco en los tenderetes. Bajo la mirada socarrona de César, Julia se interesó por un plato de madera pintada, un amarillento paisaje de trazos groseros que representaba una escena rural; un carro de bueyes alejándose por un camino entre árboles.
– No irás a comprar eso, queridísima -silabeó el anticuario, paladeando su reprobación-. Es infame… ¿Ni siquiera piensas regatear?
Julia abrió el bolso que llevaba colgado del hombro, y extrajo el monedero, haciendo caso omiso de las protestas de César.
– No sé de qué te quejas -dijo mientras le envolvían el plato en unas páginas de revista ilustrada-. Siempre te oí decir que la gente comme il faut no discute nunca un precio: lo paga a tocateja o se va con la cabeza muy alta.
– Esa regla no es válida aquí -César miraba a su alrededor con marcado despego profesional, arrugando la nariz ante la visión plebeya de los puestos de baratijas-. No con esta gente.
Julia metió el paquete en su bolso.
– Aún así, podías haber tenido el detalle de regalármelo tú… Cuando era una cría me comprabas todos los caprichos.
– Cuando eras una cría te mimé en exceso. Además, me niego a pagar esa vulgaridad.
– Lo que pasa es que te has vuelto tacaño. Con la edad.
– Calla, víbora -el ala del sombrero dejó en sombra el rostro del anticuario cuando lo inclinó para encender un cigarrillo, frente al escaparate de una tienda atestada de polvorientas muñecas de época-. Ni una palabra más o te borro de mi testamento.
Desde abajo, Julia lo vio ascender dignamente por los peldaños de la escalinata, un poco en alto la mano que sostenía la boquilla de marfil, con aquel aire que César solía adoptar a menudo, entre desdeñoso y hastiado, lánguido gesto de quien no espera encontrar gran cosa al final del camino, sin que eso sea obstáculo para que, por mera cuestión de estética, decida recorrerlo con la mayor compostura posible. Como un Carlos Estuardo que subiera al patíbulo casi haciéndole un favor al verdugo, con el “remember” ya preparado a flor de labios y dispuesto a hacerse decapitar de perfil, a tono con las monedas acuñadas con su efigie.
Bien sujeto el bolso contra su costado, precavida contra los carteristas, Julia deambuló entre los puestos. En aquella parte había demasiada gente, así que decidió volver sobre sus pasos, hacia la escalinata cuya barandilla daba sobre la plaza y la calle principal del mercado, que desde allí se veían atestadas de toldos y colgaduras bajo los que hormigueaba la muchedumbre.
Читать дальше